sábado, 25 de enero de 2014

FLUYE, JORDÁN, FLUYE

una historia de terror



No había estremecido nunca tanto una pastilla de jabón. Una pastilla de Jabón que cae al deslizársele de las manos a la esclava cuya frágil desnudez acaba de recibir no uno, sino varios latigazos de manos de su atroz dueño, del salvajismo hecho carne, de la carne que hace la carne jirones. Hasta la cámara, al declinar la escena, cae abatida al suelo donde reposa la pastilla de jabón, motivo del castigo violentado, de la sangre y el dolor.
12 años de esclavitud, esa sublime, despiadada y brutal muestra de ingenio, es el fiel retrato de la barbarie de la que es capaz el hombre, y de la persuasión de la injusticia cuando acampa en llano florido.

Basada en un hecho real ocurrido en 1850, Solomon Northup, un culto músico negro -HOMBRE LIBRE- que vive con su familia en Nueva York, es secuestrado y vendido como esclavo en el Sur, en una plantación de Louisiana. Solomon (Chiwetel Ejiofor) será testigo de cómo todos a su alrededor sucumben a la violencia, al abuso emocional y la desesperanza; decidiendo entonces no buscar sólo la supervivencia, mas la reconquista de la vida plena. 

Chiwetel Ejiofor ofrece una interpretación inquebrantable, con primeros planos portentosos, siendo un verdadero tamiz de toda la maldad y banalidad que saturan los corazones de la mayor parte de personajes de la cinta. Apabullantes Michael Fassbender y Lupita Nyong’o, que merecen más que nadie -señorita Lawrence, devuélvale el globo de oro que le arrebató a Lupita- lograr el metal. También maravillosos los trabajos del vendedor de esclavos de Giamatti, el esclavista con conciencia que interpreta Cumberbatch, el capataz de Paul Dano, o del constructor canadiense que interpreta Brad Pitt.
Con fotografía magnífica además -espectaculares las variaciones de color de los pantanos de Louisiana, los árboles ensartados por el sol-, diseño de producción perfecto, y una banda sonora de Hans Zimmer melancólica, sin pretensiones, sabia y minimalista. 

En el momento en que los esclavos inician el canto de Roll Jordan Roll (Fluye Jordán Fluye) tras haber enterrado a un igual que sucumbe faenando; en el momento en que la cámara nos muestra el rostro de la mujer primera desde la barbilla, desvelándonos su trágico y parejo desenlace; en el momento en que al planto de la estrofa se une la voz grave de Solomon; en el momento en que ya la canción no es sino la aceptación resignada de una vida miserable, es entonces cuando se intuye el genial magisterio de un director en ciernes (Steve McQueen), en esa escena que guarda ecos del canto de los oprimidos en la sensacional Los viajes de Sullivan (1941), de Preston Sturges.

La lucha por la dignidad, el yugo del oprobio, la persistencia de los demonios que nos habitan, el grito doliente y la contienda por la vida confluyen en las dos horas de un metraje profunda y disimuladamente elíptico. Inolvidable la escena en que las lágrimas de Solomon caen abatidas sobre el hombro incólume de su hija.

12 años de esclavitud viene a reafirmar el valor de la voluntad, y no puede hacerlo de manera más contundente. La escena en que el protagonista intenta escribir sin éxito una carta con el jugo de las moras es de una agudeza de violín que conmueve. Porque, como dijo el gran Octavio Paz, la libertad es la dimensión humana del destino; y 12 years a slave es, en definitiva, una película desgarrada, conmovedora y soberbia. Que la posteridad la tenga en su gloria.

http://www.youtube.com/watch?v=mAZhQQN758g


domingo, 19 de enero de 2014

A PROPÓSITO DE “PIERRE MENARD, AUTOR DE EL QUIJOTE”.
                Cuando se abre el libro se acciona suave un picaporte, y una densa nube de papel sume a lectores, escritores y personajes en lo que Pierre Menard denominó -y para la constatación de lo siguiente podrán referirse a las memorias de la Baronesa de Bacourt- “la vorágine de las Troyas”.
En esta nube de papel y de sombra que engendra al lector, que engendra al escritor, que engendra al personaje, que engendra la vorágine, confluyen lo terrenal y su liberación, la carne y el sueño, la naturaleza y el espíritu. 
En el Don Quijote de la Mancha de Cervantes, novela de novelas, el canónigo hace un detallado escrutinio de la biblioteca del iluminado, al igual que el narrador del cuento con la obra de Pierre; esta semejanza, este espejo contra espejo, este detalle, este guiño, no es sino la chispa que vincula a Monsieur Menard y al universo de Don Miguel en un mismo microcosmos. Esta vinculación no se hubiera podido dar con otros títulos, con textos fácilmente legibles y cerrados. La vinculación con el monumento cervantino viene justificada por su contemporaneidad inmanente.
Pero Menard no quiere ser Cervantes. Menard quiere seguir siendo Menard y llegar de este modo a Don Quijote, desde sus propias vivencias y expectativas en tanto que Pierre y no Don Miguel. Es decir, llegar a Alonso Quijano no por medio de la intentio auctoris, sino de la intentio lectoris
Pierre Menard consagra su vida a una empresa bravía, un coloso. Este afán, este misterio, este claro propósito es a Pierre su tósigo y redención. Alguien dijo que no hay nada más bello que unir literatura y cine. En el maravilloso film de Jane Campion, El Piano, el personaje principal, Ada, cuando cae en la cuenta de que no volverá a tocar como antes, se deshace del instrumento, que es su voz, su único modo de expresarse, arrojándolo por la borda; pero desliza segundos antes el pie a la cuerda que rodea el bello piano y, cuando este cae, cae ella también con él. Si su voz torna cautiva del mar, entonces su cuerpo también será cautivo. Así es Pierre Menard, un tierno recluso de ese deseo que radica en la ejecución de una idea que muchos considerarán ilusoria. Pero, ¿no es acaso nuestro baluarte la ilusión? Como Ada para con su piano, Pierre vive para alimentar la escritura de Don Quijote de la Mancha, un sueño ya soñado del que quiere participar, la interminable y heroica hazaña de una vida, digna empresa de la que ya no queda un solo borrador que la atestigüe. 
Profundamente irónico, Borges despliega los resortes teóricos de la creación literaria en una historia en que se desvanece el punto de vista narrativo. A medio camino entre la ficción y la realidad, Borges hilvana como nadie el juego intertextual y la tematización del acto del leer y el proyectar. El mise en abyme de la metanarrativa planea sobre el relato con la persistencia del diluvio. Durante la lectura, al igual que Cervantes en cierta ocasión, uno se ve arrastrado por la fuerza de su subconsciente y, desamparado, se ve en la obligación de cubrir con su experiencia los espacios de indeterminación. Por eso Pierre Menard nos fascina, porque nosotros somos él mismo. Nosotros le damos cobijo en nuestra memoria, le soñamos, al igual que él hace con Don Quijote. Sostiene nuestro intelecto y deducción a Monsieur Menard del mismo modo en que sostiene él un sueño: el de ser Cervantes; y no solo esto, sino el de ser Cervantes y trascenderlo, mucho tiempo después de su extinción, en un siglo que implora al cielo caballeros de nobleza inextinta. 
El acto de la lectura completa el texto del mismo modo en que la serpiente que se da alcance completa el uróboro. Las palabras de Borges estimulan al lector, lo incitan y, en última instancia, lo despiertan. Y es que la revisitación de las grandes obras tiende a modificar su potencial significativo y trascendente. Las obras se muestran proclives a su enriquecimiento, aceptan su modificación. Las grandes obras, aquellas que se definen por su apabullante contemporaneidad, como Don Quijote de la Mancha, son como esos antiguos espejos aztecas de obsidiana: una fina superficie de bruma en que nos vemos reflejados, amparados allí, frente a nuestro cuerpo, en la superficie cambiante, rodeados por las historias que alguien ideara y que, á la diable, a ciegas, siguiendo el instinto último que nos cimbra, completamos. 
Lo que hace de la Literatura un milagro es su necesidad de renovación. Los textos no son fósiles enterrados en la cripta de lo que aconteció. Los textos son agua, una bella y diáfana corriente que no cesa; de ahí su especial natura, su alquimia. Las palabras pasan siempre por el tamiz de nuestra experiencia, y la palabra poética retiene el tiempo, lo cloroforma, lo condensa y lo arrastra a la tierra profana en que se gesta la condición del hombre, una historia que no es ni verdad ni mentira, sino verosimilitud. La Literatura pone al tiempo en diálogo consigo mismo y, finalmente, lo anula. Prefiguración, configuración y refiguración son las premisas que nos hacen cuestionar la totémica presencia de las agujas en derredor. Anaximandro dijo que “las cosas expían sus propios excesos”. Pues bien, la Literatura es el espacio en que el tiempo expía los suyos, sus muchas inclemencias. Del despertar de cuanto presuponíamos incierto, del descubrimiento, emerge un mundo en que el tiempo no es más que un pedazo de piedra apenas cincelado. Contemplación, invitación; las palabras convocan a la existencia. 
Y en la armadura de Cervantes se reflejan muchos mundos, muchas sombras. Cuando uno lo lee se refleja en ella, y en ella queda atrapado, felizmente recluido. En la armadura de Cervantes se refleja en tierna efigie Pierre Menard: creador, mito, fracaso, enamorado. La armadura de Cervantes contiene la génesis del mundo, el milagro hecho a sí mismo.  

viernes, 17 de enero de 2014

Agosto
Un sórdido desfile de las bajezas humanas



La tenacidad de la codicia y la vileza, la farsa, el sesgo firme del reproche, el aguijón de la sangre y la fidelidad de los hijos, el engaño y el fracaso, la adicción, la demencia y la compasión son algunos de los colores de esta paleta oscura, de manchones dispersos, emborronados, como las nubes empedradas en los días huracanados, que es la nueva película de John Wells.
 Al incuestionable placer de ver a la Streep en acción (si sólo se atuvieran a la justicia, los académicos tendrían que otorgarle este año su cuarto Oscar) se suma el de disfrutar de un elenco de actores de alto voltaje que construyen personajes de carne y hueso, con mil capas, y que consagra una dirección soberbia, refinada, titilante, implacable, mordaz y condescendiente, que no condena a sus criaturas, sino que las ampara. Ya sabíamos que la Streep volvería a rozar la maravilla interpretativa con este nuevo papel, una Bernarda Alba que, al contrario que el personaje lorquiano, pone en evidencia su dolor y sus desgracias, haciéndonos su recepción más dolorosa; imposible no sentir un verdadero torbellino entre la fascinación y el compadecimiento. Ya sabíamos que la veterana volvería a hacer historia, sí, pero desconocíamos que Julia Roberts fuera a demostrar que está preparada para ser una digna heredera; su interpretación es de una riqueza de matices que obnubila al espectador. No se trata ya de un registro, sino de un virtuosismo del dominio dramático que se vuelve inolvidable.
Cada escena guarda una pequeña reliquia: una mirada, un gesto, una réplica, un haz de luz. Wells ha sentado cátedra. Imposible olvidar la conversación de las tres hermanas o la historia de infancia del personaje de Meryl. Supremo, arriesgado y valiente el momento en que Roberts arroja a la cara del doctor las pastillas que con sus recetas estaban lastrando la salud de su madre; incisivo reflejo de una Norteamérica narcotizada.

Agosto es la historia de las familias y de sus claroscuros, de cómo gestan inquina las pasiones más funestas; es la historia de nosotros mismos cuando nos perdemos, también cuando nos encontramos; una oda a la persistencia y al arrojo, un sórdido desfile de las bajezas humanas, un banquete agrio y deslenguado. Recordamos ahora ese momento en que Meryl corre por entre los henos de paja en una carrera desesperada, como corren las alevillas a la luz que las ve arder, como corren los privados de razón, como corren los hombres que han perdido el rumbo. No te apresures, Meryl. No es necesario. Ya has alcanzado la gloria; estás en el Olimpo.