martes, 29 de julio de 2014

ALFONSINA STORNI, de voz de sal.


«Oh mar, enorme mar, corazón fiero / de ritmo desigual, corazón malo, / yo soy más blanda que ese pobre palo / que se pudre en tus ondas prisionero».

Desprejuiciada y combativa se nos aparece Alfonsina yendo aprisa a una de las reuniones del grupo Anaconda, donde ya la espera Horacio Quiroga. Corre por las calles argentinas con un abrigo largo de corte masculino que la camufla del viento. ¿Qué poemas nuevos irá a buscar? Su silueta se pierde entre marquesinas y multitudes, y la espuma parece se dibuja a su alrededor como un nimbo. 

La Storni más bella la encontramos en Ocre (1925), poemario que da nuevas uvas a un racimo de versos muy maduro y muy cobrizo: La loba -uno de los mayores actos de valentía en campo literario-, Humildad, Las grandes mujeres, Sábado, La inquietud del rosal, la maravillosa Tú me quieres blanca, Dos Palabras, Date a volar, Peso ancestral, Soy esa flor…, son creaciones que tan solo un alma grande hubiera podido destilar, confeccionar y pulir de un modo tan sencillo, como testimonios proferidos por una gran gigante de piedra salpicada por el agua.

Hija bastarda del Modernismo, supo hallar fe -en sí misma- y lucha en medio de la conservadora cultura bonaerense por medio del peso certero de sus versos, que si bien no modelan el lenguaje -como hicieran, por ejemplo, Federico G. Lorca o Alejandra Pizarnik, ahormando un universo lingüístico propio— sí reverdecen los campos ya segados de temas trascendentales como los amores frustrados, la rebelión del individuo frente a la sociedad y sus leyes, la autonomía de la mujer, la plena libertad de acción, el erotismo encarnado y el modo en que éste nos hostiga o la cercanía de la muerte.

Fue valiente en el Mar del Plata con miras a retornar al lugar del que procedía: la inconmensurable fuerza del agua y sus lechos, que le serían de cuna. El mar que viera a Alfonsina de niña al viajar de tierras suizas a la América latina se sabía paciente a la espera de su reencuentro eterno años después, cuando se arrojara a su mundo la poetisa rendida. Dolores viejos pondrían fin a su voz de sal; su testimonio perdura, como un rumor infinito, que no se va nunca.


jueves, 24 de julio de 2014

LE TEMPS QUI RESTE

La fuerza de las imágenes teje, silencio a silencio, la soledad de Romain en sus últimos días de vida en la que es una dura película sobre la muerte y la imposibilidad, sobre el gran acto de amor que es el callar una verdad peligrosa, una cruda sentencia. 
Sin concesiones, El tiempo que queda cuenta la historia de Romain, un joven fotógrafo al que diagnostican un cáncer sin esperanza alguna de curación. Su primera reacción es descargar su ira sobre sus padres, su hermana y su novio, al que expulsa del piso que comparten. Ninguno de ellos conoce la razón de su conducta. Su silencio no quiebra nunca, y es esta su heroicidad -o para muchos gran error-, también su deseo por dejar a un ser en este mundo, su vinculación plena a la naturaleza.

Hay mucho de Michael Haneke en Ozon, mucho patetismo, mucha elegancia, mucha poesía, mucha crudeza. Terribles, bellas e impactantes son las escenas del ménage y de la unión con su novio, del final en la playa. 
Ozon recupera además para El tiempo que queda a una gran y cambiada Jeanne Moreau en un papel conmovedor de abuela y confidente. 

La aceptación de la muerte, los días por vivir, la despedida de la carne y sus festejos, la reconciliación, el perdón, la ayuda…, todos estos temas se dan cita en el tiempo en que Romain se aísla y se prepara. Ozon lo contempla y muestra todo desde la distancia. No nos permite juzgarlo, sino que asistimos a su tragedia enternecidos. El tiempo en que la muerte se demora lo colman a Romain las aventuras del día y la conmoción, el agotamiento, alcanzando el culmen en los últimos minutos de metraje, con los tornasoles sobre la arena y la silueta del rostro en despunte. Escuchamos su corazón mientras toma fotografías -las últimas, con las que parece pretenda apresar cada instante, como en una despedida-; late Romain, todavía.



miércoles, 23 de julio de 2014

Y TÚ MAMÁ TAMBIÉN


Además de un retrato feroz del México reciente, de una fábula sobre los desórdenes de la juventud y una road movie con posos de nostalgia, Y tú mamá también es una celebración de la vida. Disecciona violentamente el nacimiento y muerte de la amistad de sus protagonistas, el vacío que les queda a causa de su falta de madurez tal vez, de los avatares del tiempo, de las pequeñas rencillas.

 La proximidad a la muerte, el deseo que sufre y paladea el personaje de Maribel Verdú por decantar la vida en todas sus variantes, la intensidad de las experiencias, el fin que los va rondando sigiloso, la crítica acerada a través del cristal social y político del país latinoamericano…
Quedémonos con las palabras de Luisa: “la vida es como la espuma, por eso hay que darse como el mar”.
Alfonso Cuarón, con la cámara casi continuamente en mano, filma una historia amarga y bella, con tres grandes interpretaciones, y un final que es golpe seco, apurado, como tantos muchos con los que nos atiza la suerte.
JOVEN Y BONITA

Más que el retrato de la adolescencia en nuestro tiempo, más que las dudas que nos asaltan, Joven y Bonita se consagra como la larga y rica travesía por las cuatro estaciones que conforman el año en que su bella y desubicada protagonista alcanza la identidad, el reconocimiento. El despertar que concede el sexo, la necesidad de transgresión, la ruptura de la idealización de la adolescencia, los cambios tortuosos, la violentación del cuerpo, el desenmascaramiento de la hipocresía burguesa, el gusto por desacralizar…, todo al ritmo de la canciones de Françoise Hardy.

Dos grandes planos: el pasillo de metro vacío con el cartel de los labios pintados al fondo, cuando Isabelle lo cruza; y la sombra de la mano que recorre su pecho y su rostro cuando, tumbada en la playa, se ve llamada a la vida. Destacan por su inteligencia y por su sensibilidad, por su vertiente más simbólica.

Gran colofón narrativo con la aparición de la maravillosa Charlotte Rampling y el dúo Charlotte-Marine, ya en los últimos minutos de esta sabia reinterpretación de la corriente cinematográfica del deseo y la prostitución en la línea de la buñueliana Belle de jour.

Una pequeña obra maestra de uno de los mejores directores galos de nuestro tiempo, enfant terrible, François Ozon. Una película de una elegancia de planos contenida y belleza inusitadas.





miércoles, 16 de julio de 2014

                  ALEJANDRA PIZARNIK 

                       -Ese amar bendito y absurdo-


“en la otra orilla de la noche 
 el amor es posible 

-llévame-”.


 «En fin, tengo mucho miedo y sin embargo estoy maravillada, fascinada por lo extraño y lo inextricable de todo lo que soy, de todas las que soy y las que me hacen y deshacen».

(Correspondencia Pizarnik, Buenos Aires, Seix Barral, Editorial Planeta Argentina, 1998, p. 50).

Es Alejandra Pizarnik una dama vieja del vivir, un quejido ufano que decanta el dolor que engreído se pavonea, un eclipse. Sus creaciones son como el rebrote de alaridos en mitad del bosque, que dejan un eco profundo, amartilleado por ramas y hojas secas. 

Los poemas de Pizarnik son tristes panteras, y ostentan un corazón muy tierno; son panteras que sangran por los costados, y los riachuelos de bermellón le hacen estrías de ébano al pelaje ya oscuro, ya sinuoso, antes de que la herida abriera, antes que la voz se alzara y la mirada intrépida volcara en el abismo. Lucen el trazo recto de las panteras saumerias; no hay duda, no hay vaivén. El discurso se levanta como el animal elegante, y cuando el poema ya está cerca de su pronto expirar deja escapar la pantera un quejido, ese lento quejido ufano. Es el lamento del gigante, aherrojado, como los personajes de Calderón, que vociferan lúcidos.

Confiada en dejar atrás las fronteras, vertió Alejandra la vista en el pozo frío de la locura, y nadó, nadó, comenzó a nadar perdida en la profundidad de hilos de plata, encontrándose a cada brazada consigo misma.
De raíces ruso-judías, parece que la huida por parte de su familia de la barbarie nazi prefigure ya el regio perfil de la muerte que habría de cercarla hasta antes de su nacimiento, el 29 de abril de 1936.
Los primero, escasos e inseguros pasos por la escarpada senda del periodismo, el asma y la temprana tartamudez, el psicoanálisis, la nostalgia, las inclinaciones sartrianas y faulknerianas, el surrealismo, las anfetaminas, analgésicos y somníferos darán cabida a los primeros años de una juventud que ya gestaba a la poetisa, a la gran poetisa que se sacrificaría en el mundo, por el mundo y las palabras.
En la vida de Flora hubo un lugar para Olga Orozco, para Ana Becciú, para la amistad con Julio Cortázar -no olvidemos que un rumor muy extendido dejaba creer que era la propia Alejandra la Maga de Rayuela-, con André Pieyre de Mandiargues, Octavio Paz, Paul Verdevoye, Italo Calvino… y con tantos y tantos nombres que pudieron ver a la pantera dejando los hilos rojos a su paso, su gatear sinuoso y desesperado.

La mejor Pizarnik se acerca a la hoja en blanco sin propósito alguno, sin inclinación técnica, sin el deseo de una estética encontrada. La hoja en blanco le es propicia al no hallar otro lugar en que poder derramar su descontento y remediar su rotura, saciar su hambre. Acude a la escritura y en ella constata que no hay salvación, tan solo ese acceso intrincado al conocimiento puro que tan bien supo hallar, supo captar, supo transmitir. De esto se colige la autenticidad de lo conquistado por medio de la palabra, la insatisfecha redención de un alma débil y desgarrada, agónica, que parecía se daba a tientas contra los anchos muros de lilas a los que tanto le gustaba invocar. A sus más altas creaciones Pizarnik no acudió con el fin de ser leída, sino movida por la fiera necesidad de salvarse. Donde nunca hubo unidad es difícil la reconstrucción. El paraíso queda perdido, la empresa infructuosa, mas necesaria, pues la poetisa crea y consagra belleza en su intento de redención. Su oficio era exorcizar, un rastreo de la memoria por recuperar la infancia, hasta no ser ya nada, hasta ser ausencia. Su oficio lo ejerció para sanar las heridas del tiempo porque, según ella, todos estamos heridos. Su más grave herida fue siempre la soledad.
Los poemas de Pizarnik no son su obra, sino algo más, algo mejor; son los restos de su naufragio, los vanos y sublimes intentos por alcanzar aquellas aventuras del espíritu y el cuerpo que acabaron siendo perdidas.
La única muerte que habría de llorarse es aquella del amor que canta.

Su obra es una tribuna desde donde se exalta la libertad y el compromiso, la fidelidad del sentimiento y la poética de la muerte, la vida que nos arrastra como en una humorada. El zumo de las violencias no es sino un suave restallido, siempre presente, que humedece los versos en Pizarnik, como la lluvia las cabelleras.

Alejandra, Flora, la mujer que desdeñó las políticas, que nos abraza en la penumbra, la desventrada, la dama vestida con cenizas al alba, decidió poner fin a la aventura el 25 de septiembre de 1972 con cincuenta pastillas se seconal sódico. Ana Nuño escribe que su muerte «ha acabado produciendo una especie de relato de la pasión que la recubre con el velo de un Cristo femenino». "Heredé de mis antepasados las ganas de huir” -diría sumida en una intuición terrible, sobria y aguzada-.
Luego cuando muramos ella seguirá bailando.
Vestida con cenizas al alba, como bien le hubiera gustado, la poetisa nos sacude ferozmente, sin concesión, como la sacudió a ella la vida, sus desajustes anímicos, su honda tristeza. 

No se alcanza el prestigio poético del modo en que se alcanza el genio en el umbral de la vida, cuando alma y sangre ofician su milagro. Si no fuera esto así, no habría poetas malditos. El prestigio cesó en tiempo tardío su aleteo, y la dama sintió ya tarde su posarse sobre los hombros fríos de bailarina desmembrada. 

Hermanada con Leautréamont, con las víctimas del sentimiento y el dolor, Alejandra es una grieta profunda en el ancho muro de la Literatura, un despeñadero mudo, un río de piedras, una ronda de palomas disecadas -como las del granadino-.
Antonio Requeni ya entendió el suyo como un destino más vasto que la muerte. Tenía pensado escribir la poetisa una novela que jamás fue. El viento con garras que mueve al corazón y repercute en los actos se lo impidió, conduciéndole por el espinoso sendero del verde amado. Allá vayas Pizarnik, por la senda abrupta. Allá vayas, envuelta en sombras, donde mendigas voces y madrugadas te acunen, te mezan, allá, allá lejos, en tu ansiado lugar de reposo, bajo el árbol de Diana. Porque luego cuando muramos seguirás bailando.

“la rebelión consiste en mirar una rosa 
hasta pulverizarse los ojos”.


martes, 1 de julio de 2014

SILVIA PÉREZ CRUZ, t´estiman 


Los sonidos populares mediterráneos se codean con el jazz y el flamenco, abrazando el fado y el espíritu de la música helena en la inconmensurable voz de Silvia Pérez Cruz, un genio hecho diosa, artífice del sonido aquel que arranca notas al alma y a la imaginación. 
Su rostro recuerda a Frida Kahlo, su garra en el escenario a la Édith Piaf más bella y rota, su acento del Ampurdán la vuelve telúrica y sabia, como Yerma, como Adela, como Rosita.
Silvia, una chica de mar, domina los lenguajes del viento por derecho. Cuando canta le es concedida la levedad, la comunicación de lo sublime. Es una vestal. Su voz vibra honda, nos hace sucumbir como el brazo de agua, las tapias de flores; con el vértigo de la delicadeza dulce, de un cuerpo que también canta y oscila y recela y oficia. 

Las penas de Miguel Hernández en Compañero, los ritmos del mar y el viento en Folegandros, la maravilla del deseo y el gusto en Iglesias, México entero en Cucurrucucú paloma, las habaneras como pájaros rebeldes…

Escuchar Alfonsina y el mar es abrir el arcón prohibido, recuperar para el recuerdo la tragedia de Alfonsina Storni, su destino impío y su poética afilada.

Su Ne me quitte pas quita en verdad el aliento, es un curso poderoso, hondo como el amor cuando es alto.

Lorca le regala sonrisas desde Víznar cuando le llegan al pobre los sones de su Pequeño vals vienés. Una proeza. Los recursos poéticos se enzarzan como los ramillajes regios a la garra de la vestal. Qué voz y qué fuerza, que requiebran el ánimo.

Silvia lo tiene todo: el ángel, el duende y la musa y el cielo, y lo mejor es que sucumbe a la fuerza de la emoción, del canto. Se entrega y es entonces su quehacer un olvidarse, un pasmo. Su voz lo hace todo, acaricia o araña, gime o crepita. Algunos supieron de ella en el Festival de Teatro Clásico de Mérida cuando, hace unos años, levantara ese monumento de la dramaturgia y del sentimiento que fue Hélade, mapa de toda una tradición de memoria y espíritu, abrazo de pasajes literarios que iban de boca en boca, de mano en mano entre ese genial cuarteto compuesto por Maribel Verdú, Concha Velasco, Josep María Pou y Lluis Homar. Entre ellos, la voz de Perez Cruz se hacía coloso, flanqueada por Ulises y Penélope en las piedras milenarias del romano. Luego continuó su enriquecedora relación con el teatro con una cancioncilla limeña en la magistral La Chunga, dirigida por Joan Ollé en el Teatro Español. La pieza se llamaba Mechita, y era una caja de música agrietada, con los goznes de plata; un deseo cohibido. 
No olvidemos tampoco su genial intervención en la banda sonora de la película muda de Pablo Berger, Blancanieves, cuya saeta es sencillamente un broche de oro, un vendaval. Se hacían entonces una sola verdad tradición y muerte.

Su primer disco, 11 de Noviembre, levanta un teatro que da cabida a los distintos coletazos de la nostalgia y al leve acarreo de la carne. Cada canción es un cosmos, que desata las sensaciones más varias. Se entremezclan los sonidos, las risas, las voces de niños y de juguetes de infancia, los idiomas, los timbres de bicicleta…
Marcado por el flamenco, el folk gallego y las influencias cubanas y brasileñas, 11 de noviembre habla del gesto primero y espontáneo del héroe ante la vida, del niño al mundo, de la mujer a la tierra en que sus pies de hunden. Eso es 11 de noviembre, un aroma a tierra mojada, como una promesa de brotes y rebrotes a los que aguardan los días y las horas; una intimidad extraordinaria, una apuesta incondicional por la voluntad y el hombre.

María del Mar Bonet, Edith Piaf, Leonard Cohen, Lluis Llach, Violeta Parra, Robert Schumann…, todos ellos son versionados, y más que eso, vivificados, trascendidos, en su último triunfo: granada, un disco de música que se yergue y se impone, que tiene grano, que se toca y roza las yemas. Raúl Fernández Miró arranca a la guitarra susurros y quejidos, hermosas estridencias y confesiones. En granada no hay una voz, has cien voces, cien bocas, cien ecos, cien Silvias.

Un milagro indefiniblemente humano. 






Pequeño vals vienés: 

Ne me quitte pas:

Saeta Blancanieves:

Alfonsina y el mar:

Cucurrucucú paloma: