martes, 31 de marzo de 2015

PICASSO SE ARROGA EL DERECHO A MANIFESTARSE


                       
    Su presencia en diez obras en el Museo del Prado cierra un pacto de siglos.
                                            Cuidado; un fantasma muy vivo anda suelto.

Picasso se consagra en el Prado. El pintor malagueño midió con la necesidad del genio huidizo, mas consciente del valor de la memoria creativa, desapegado de las normas que coartan, su propio talento en la pintura con los grandes, desde Velázquez a El Greco, antes de trazar caminos propios, desde el periodo azul a la muerte del compañero del alma, compañero, Carlos Casagemas, a la rotundez de las formas en los arlequines que parecen mirar a la farsa de que está hecho el mundo; los retales de colores los visten a lo Cocteau: sí, de todo esto estoy hecho, a semejante manera adornado, el sello de la raza de los acusados -que diría Jean-.

La variedad del registro picassiano no es sino la prueba de un alma que siempre se interroga a sí misma, la evolución exaltada de un estilo que es una nueva perspectiva con que pensar la vida, un intento de suicida por que el arte y la sociedad se entiendan. Tal vez recordó de nuevo Picasso el modo en que debían vivirse los cuadros.

Los diez Picassos del Kunstmuseum de Basilea han sido prestados al Museo del Prado. Echan raíces finas ya en la galería principal, hasta el 14 de septiembre, del lado de los grandes lienzos de los maestros con quien el malagueño osó medirse. Es un pacto. No tiene mayor valor El entierro del Conde Orgaz que el Arlequín sentado. Ambos constituyen piezas indiscutibles que ofrecen rico testimonio de la capacidad de un espíritu cuando se muestra inquieto, cumbres de un museo que Jean Leymarie definió como “santuario de la pintura occidental”. 
Pablo Picasso fue director del Prado entre los convulsos 1936 y 1939, antes de la llegada del fanatismo hueco y el culto nacional-católico, aniquilador, que recordaba Juan Goytisolo perdura aún como despropósito. Ahora parte de su obra es acogida por la institución y hermanada a los otros maestros. Pablo y Velázquez se saludan afables. Es un pacto, como decimos, un pacto firmado tras un puente de varios siglos de memoria del arte.




El malagueño es desde nuestro punto de vista el gran hacedor de la sencillez humana en pintura; sus figuras, muchas de ellas dominadas por los trazos limpios del arte ibérico, mediterráneo, incluso africano, más primitivos, vuelcan su imaginario en una tradición vasta y mítica que se remonta lejana a los pasos primeros de un minotauro en Creta. Si algo hace soberano a Picasso en la nómina de artistas del pasado siglo -junto a otros pocos como Amedeo o Matisse- es su voluntad por alejarse de las corrientes de grupo y por crear, con la única compañía de sus traumas y de sus miedos, de sus muertos y del recuerdo del olor limpio de sus amantes, una forma alejada de la abstracción y del expresionismo de hacer arte, un camino exclusivo en que hallar el alma última de sus retratados, que trazan esa suerte de mascarada horadante que crea en la memoria el recuerdo de su pintura.

Hay un redoble fenicio, también etrusco, en la mirada fuerte y desgarradora de sus figuras más presentes, un recuerdo de mediodía entre encinas y cante jondo. Apollinaire decía que Picasso era más latino por el espíritu y más árabe por el ritmo. Más allá de la aurora y del Ganges crepita un mundo nuevo. El vasto imaginario oriental se filtró a la cultura española por vía oral y ha perfundido plácido, solícito, como un amigo viejo, el corazón del malagueño. 

La volumetría picassiana la ostentan por derecho las diez pinturas cedidas al Prado, entre las que se incluyen Los dos hermanos (Les deux frères, 1906), Hombre, mujer y niño (Homme, femme et enfant, 1906) o El aficionado (L’aficionado, 1912).
Leymarie nos vuelve a hablar de la sexualidad como el resorte esencial de la poesía en pinceladas de Picasso, que demuestra congela movimiento, tal cual es, como prueban los tesoros de Basilea. 


La fotografía de más arriba la hizo Robert Capa. Retrata a Pablo jugando con su hijo Claude en Vallauris en 1948. Reclamada la atención, el pintor se presta a un juego antiguo, que con cada chapoteo le apega a la criatura, al momento ya preciso, la gracia del pequeño desnudo, de su fragilidad rescatada, la imagen lechosa de su piel -a la que tanto aguarda-. El ánimo es el mismo que cuando con el pincel. Se opera sobre una materia en vida plena sumergida, ora color y lienzo, ora músculo y risa y latido y, consciente de su valor, la vanidad aparente de haberla sugerido, de haberla provocado, reporta el placer satisfecho de que nos habla la instantánea. Mucho se ha dicho de la personalidad tormentosa y abusadora del genio, de su maltrato y su arrolladora sed de tiranía. La expresión de su rostro en la fotografía de Capa nos comunica otra cosa: el misterio dulce de quien con su obra eclipsa su propia vida. Picasso ya no es el padre de la imagen, el de su hijo Claude, sino el portento a la carne, a un rostro que nació anónimo -que ha visto borrado el tiempo atrás a favor de su arte-, el trazo nunca mudo del ingenio que supo el camino porque él mismo lo creaba, de la llamada del color en lienzos a los que se apega el conocimiento todo del hombre, apoteosis y escarnio, progreso y comienzo, resistencia, recuerdos amables; de esta suerte se metió Pablo Ruiz en el discurrir lento de las altas empresas de la sangre, que no se rinden; se sacó toda la poesía del alma para, antes de morir, legárnosla.

De su locura de artista tomamos ánimo; las ilusiones nos duran más fuertes.


sábado, 7 de marzo de 2015

A Teresa de Ávila le apellidan Caba


Nos queda del pasado heroico del teatro español de hace unas décadas la dulce y poderosísima voz de Julia Gutiérrez Caba. Jose Luis Gomez, con su proyecto Cómicos de la lengua, ha recuperado a la actriz, ya muy retirada de los escenarios, para una lectura dramatizada de extractos de los textos de Teresa, escritora y fuente de misterio que llevó a cabo una extraña empresa: la de reformar los tejidos más profundos de la lengua, dilatar la retórica y conceder vitalidad nueva a cada frase, un equilibrio remoto, como el del halcón que planea y desciende cercano, demasiado cercano. “La imaginación es la loca de la casa”, que dejó dicho.

Fuera regalada o no, Teresa bien se hizo fuerza por saber tanto de mujeres como de hombres, por no sentirse sorda de los dictados de razón propia, por ponerse contra tantos.
Muchos la recuerdan como alentadora de una república de mujeres, de los valores del individuo y de la proximidad con un dios que no es sino nuestra conciencia. La controversia, ya se ha visto, le iba a la zaga, como una amiga, porque tal vez el destino del que sabe bien sea, finalmente, el de ser incomprendido.
Demostró que no hay medidas de mujer, sino libertad de acción y pensamiento. Juan Mayorga ponía en boca de Teresa de Ávila estas palabras en la obra La lengua en pedazos

“No hay acierto de mujer que no se ponga bajo sospecha. “Disparate de mujeres”, dicen en seguida. Nos tiene el mundo acorralas, mariposas cargadas de cadenas. (…) Aunque no nos den libertad para dar voces, no dejaremos de decir nuestras verdades aunque sea en voz baja”.


domingo, 1 de marzo de 2015


ELOGIO A LA INDIFERENCIA 

Meursault comete un crimen. 
Camina hacia una fuente, un fino hilo de agua fresca que promete aliviarlo del calor de un día de ceniza cuando, paso a paso, descubre el brillo de un cuchillo y arremete con cuatro disparos. Mata a causa del sol, de la frenética busca del agua, ese infinito discurrir, símbolo en la obra camusiana de libertad, de desenfrenado consuelo.
La peligrosidad del juego al juego, de la máscara en defensa, la incapacidad del engaño, la transgresión de las normas que impone una sociedad cuando se vuelve tiránica, el fuerte sueño de la razón que impide la reflexión… El extranjero: un alegato contra el despropósito de los parámetros sociales.

Cuando el valor de un ser es arrasado éste queda agotado en el vacío y siente profunda su certeza de muerte. La naturaleza de sus actos pierde individualidad, genuina predisposición, dinamismo. Lo que entonces ha de perseguir el hombre y el personaje es la conquista de sus cualidades irracionales, la búsqueda de una verdad que pueda regir su vida. Hablamos de "obrar con esperanza", pero esta esperanza a Meursault se le ha adormecido en el pecho. Por olvidar ha olvidado hasta la imagen de sí. Los cambios de suerte nos alejan y aproximan, como piedras al amparo de las olas. Meursault no recupera el ánimo ni en aquellos mismos instantes maravillosos en que dos perfectos extraños se muestran cómplices. Meursault es un derribado. Sí, tal vez ello defina las grandes obras de la modernidad, que los personajes, derribados, ya no increpan furiosos al mundo. Llevan el peso de muchos siglos, los finos manotazos de tantas decepciones...

Es en el paralelismo sutil entre la técnica y la crítica donde reside la genialidad de Camus: la dicción fría que busca la descripción del ambiente desolado -reflejo de una sociedad corrupta, que narcotiza al individuo- se opone a los pasajes de suave lirismo en que aflora la conciencia reprimida de Meursault, ya en la cárcel: “Lo difícil es que había que contener ese impulso de la sangre y del cuerpo que encendía mis ojos de una insensata alegría. Era ahora necesario esforzarse en dominar ese grito, en razonarlo. (…) me abría por vez primera a la tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mí, tan fraterno al cabo, sentí que había sido feliz y que lo era todavía”. 

Meursault despierta a la vida en la cárcel, cuando ya se encuentra tan próximo a la muerte.
En la literatura francesa encontramos con frecuencia personajes extenuados: en Camus, de inacción, por una sociedad que los condena; en Duras, extenuados de deseo; en Proust, de recuerdos -el peso de la vida les aplaca, como un yugo-; en Modiano, extenuados de desmemoria, olvido, por la acechanza de un camino que desconocen y quieren volver a recorrer.

El Extranjero: una historia atroz, pesimista, mas con un fuerte empaque vital en su colofón; una obra que invita a la vida. Las últimas palabras de Meursault son de agradecimiento a la tierra y al mundo, incorruptos de la veleidad del hombre. 
Los días se le deslizan en la celda uno a uno. Ya no puede acudir al mar, al agua, como garantes de libertad. Pobre víctima, de no haberle tocado ser asesinado hubiera vivido Meursault al fin. Ahora el sol que no perdona orquesta su agonía. Nos resta una pregunta: ¿quedan aún extranjeros en el mundo?
-A centenares -asegura cabizbaja una voz que acude y responde severa al nombre de Albert, como en un socorro-.




CUENTO DE CUENTOS

Vargas Llosa toma ocho cuentos del Decamerón que adapta y filia en un texto teatral poderoso, complejo, que suscita un profundo uso de la mímica y que viene a rendir cuentas al que es el principal tema de su teatro: las sinuosas semejanzas, imprecisas medianías entre realidad y ficción, y cómo la inventiva ofrece una suerte de huida al socaire de narraciones y personajes.

Cabe destacar la fuerza mordaz del texto, con una crítica aguda a los comportamientos mezquinos y sinrazones eclesiásticas. El propio autor, duque Ugolino, sostiene con contenida voz, dicción mayúscula, las historias que la imaginación despliega. Marta Poveda y Óscar de la Fuente combinan magistralmente las vises cómicas, un lenguaje corporal depurado y eficiente. Por otra parte, Pedro Casablanc encarna a un distorsionado Bocaccio, entregándose enérgico. Pero Los cuentos de la peste se ven sostenidos por la presencia y el talento de una gran actriz de teatro: Aitana Sánchez Gijón; su frenético dominio de las transiciones escénicas y el poder de su voz eclipsan la escena toda rindiendo el avance de la peste y las sombras. Aitana, toda luz, oficia el milagro de estos cuentos que transmiten tan bien el goce sexual, la irreverencia del Decamerón, ese monumento al hedonismo, la justificación de la vida. Bocaccio regocijado, irreverente, licencioso, como en un viento encabritado.