viernes, 17 de julio de 2015

DE GUERRAS Y RESURGIMIENTOS 


Tahar Rahim, actor francés de origen argelino, es Nazaret, un hombre procedente de la aldea turca de Marlin en el último trabajo de Fatih Akin, El Padre, un drama épico en torno a la crueldad y la supervivencia que narra la tragedia del genocidio armenio siguiendo la pista de una de sus víctimas. Se trata de un film que habla no de un conflicto, sino del Conflicto de un mundo entre polvorines, que nos remite a nuestro presente más cercano, a los gravísimos problemas en Siria, Gaza o Israel.
No es un viaje intelectual, sino emocional; la lucha de un personaje que pierde a su familia y su fe y que, proyectado a la libertad, habrá de protegerse fuerte de la maldad y el fanatismo aniquilador, la pena y la resignación. Es otra odisea, una nueva odisea. Turquía, La Habana, Florida… Todos los lugares grandes escenarios con escenas que remueven, como la de la muerte de la cuñada, o la del cine, el rostro de Rahim mientras proyectan la película de Chaplin, la risa y el asombro, la mirada que brilla. 

También reluce el fuerte imaginario de Christian Petzold en Phoenix, con una contenida Nina Hoss, en estado de gracia, y uno de los finales más conmovedores de los últimos trabajos vistos. Phoenix, al igual que la libérrima La piel que habito, de Pedro Almodóvar, reflexiona en torno al concepto de identidad, del amor como desesperada marcha. Es también cine de lo perdido, de lo sugerido. Un ensayo en torno a la traición, el amor, la culpa y la supervivencia.



jueves, 16 de julio de 2015

PEQUEÑO VALS VIENÉS
El imposible don del sentimiento.

PORQUE SEGUIMOS NECESITÁNDOTE.

Una encendida llamada le tiembla a Federico entre las manos, en las que ya asoma el cadáver. El poeta llama, si no a la felicidad, sí a la esperanza ya en las últimas páginas de ese bestiario titulado Poeta en Nueva York. Invitemos a pensar en el Pequeño vals vienés como en una gran declaración a lo imposible, un arreglo de cuentas -literario, vital- con la mala fortuna, la necesidad de purgar el dolor y de acudir una vez más a la corriente imperecedera de las jornadas con la más sincera de las sonrisas, una sonrisa que no es del todo feliz, porque es sabia, y la cara, como decía Aleixandre del juglar, poeta granadino, siempre como venida de refrescarse de las aguas de un río. En el Pequeño Vals Vienés Federico declara su amor a un ser cuyo nombre el tiempo dejó de recordar -tal vez Emilio Aladrén-. La angustia del hombre por no alcanzar para sí el amor del otro, el encuentro de la región de los muertos como recurso último de esperanza es en el Vals Vienés la materia prima con que se tejen las imágenes que, si no surrealistas -Darío Villanueva negaba hace poco el influjo o noción surrealista del poemario-, sí constituyen grandes ejemplos del expresionismo en Literatura. En García Lorca la disidencia sexual es motor primero, genético, de una identidad fraguada a base de silencio, angustia, placer y guerras. El deseo, como se verá poco a poco en el vals, se arma a través de figuras semánticas que darán a la pieza ese tono onírico, a menudo vinculado con el elemento surrealista.



                PEQUEÑO VALS VIENÉS

En Viena hay diez muchachas, 
un hombro donde solloza la muerte 
y un bosque de palomas disecadas. 
Hay un fragmento de la mañana 
en el museo de la escarcha. 
Hay un salón con mil ventanas. 
        ¡Ay, ay, ay, ay! 
Toma este vals con la boca cerrada.

Este vals, este vals, este vals, 
de sí, de muerte y de coñac 
que moja su cola en el mar.

Te quiero, te quiero, te quiero, 
con la butaca y el libro muerto, 
por el melancólico pasillo, 
en el oscuro desván del lirio, 
en nuestra cama de la luna 
y en la danza que sueña la tortuga. 
        ¡Ay, ay, ay, ay! 
Toma este vals de quebrada cintura.

En Viena hay cuatro espejos 
donde juegan tu boca y los ecos. 
Hay una muerte para piano 
que pinta de azul a los muchachos. 
Hay mendigos por los tejados. 
Hay frescas guirnaldas de llanto. 
        ¡Ay, ay, ay, ay! 
Toma este vals que se muere en mis brazos.

Porque te quiero, te quiero, amor mío, 
en el desván donde juegan los niños, 
soñando viejas luces de Hungría 
por los rumores de la tarde tibia, 
viendo ovejas y lirios de nieve 
por el silencio oscuro de tu frente. 
        ¡Ay, ay, ay, ay! 
Toma este vals del "Te quiero siempre".

En Viena bailaré contigo 
con un disfraz que tenga 
cabeza de río. 
¡Mira qué orilla tengo de jacintos! 
Dejaré mi boca entre tus piernas, 
mi alma en fotografías y azucenas, 
y en las ondas oscuras de tu andar 
quiero, amor mío, amor mío, dejar, 
violín y sepulcro, las cintas del vals.



El poema lorquiano es un grito de desesperación, una súplica de amor agonizante. No queremos leer los versos en clave plenamente autobiográfica, pues no es lícito hacer valer la anécdota por la esencia, pero entendamos que solo mediante un acercamiento a las circunstancias vitales del poeta se podrá buscar la pista de la razón de su poesía.
Las “diez muchachas” a la que alude el primer verso no son sino una sola, y es que los “cuatro espejos” las reflejan y alucinan. E iremos más lejos. Esta muchacha reflejada en diez es la voz poética, el propio Federico disfrazado. Si el amor no ha tenido a bien colmarlo en vida, será ya tras la muerte, en Viena, que es el lugar incierto, y no la ciudad europea, en que acabamos cuando se nos agota el aliento, donde el poeta se reunirá, una vez más, con el hombre al que ama y, desesperado, ciego de deseo y de muerte, llegará hasta a adoptar la forma de lo que no es con tal de que el otro le corresponda. El “disfraz con cabeza de río” remite a las largas melenas de muchacha, así como las “orillas de jacintos”, que devuelven un rumor grave en atención a la figura mítica, hija de Clío y Píero, amante de Apolo. García Lorca se vale de múltiples imágenes para evocar sensaciones, ciertas nociones de libertad, sexualidad, dolor y muerte. Son albaceas del fin de la vida del hombre las “palomas disecadas” o el “museo de la escarcha”, que estilan ecos de impermanencia, de inmovilidad, como el cadáver paralítico de un ser otrora sano y sonrosado. Las “mil ventanas” como promesa de la posibilidad cuando prolifera, del buen abrigo del tiempo cuando se vuelve amigo, ganan relevancia porque son únicas, son ventanas que recurrentemente se ven cerradas a cal y canto y que, por ello, ahora abiertas, hacen del momento un instante ejemplar, muy especial, de ahí el “fragmento de la mañana”. Porque mañanas muchas tienen los años, pero una sola existe cuando morimos. Es la mañana de después de la debacle, la primera de las mañanas de muerto. 
El vals es la gran proclama de amor, el ruego, la propuesta de  una vida compartida y hasta de la fogosidad apremiante de la entrega. “Toma este vals, este vals, este vals…”. Que viene a ser lo mismo que: acéptame, acéptame, acéptame; tómame, tómame, tómame; requiéreme. Y todo eso hazlo con “la boca cerrada”, porque los fantasmas no necesitan hablar, y no hay palabra digna frente al amor desbocado, de manotazo limpio, arrasador. Solo gestos. Solo actos. El dolor del poeta viene despertado por el rechazo, el silencio. 



El ruego, que es el poeta mismo, hecho carne, carne ya ida, “pintada de azul”, como los muchachos, moja “su cola en el mar”, es decir, la parte de un disfraz que desbarata su identidad, pues hasta eso es capaz de hacer la voz del poema por quien ama, acabar con cuanto es y resurgir, renacer trastocado, cambiado; se ha vestido de mujer. Se ha puesto encima un vestido que extiende la cola sobre el agua, un elemento de muerte. Ha renunciado a sí mismo para encontrarle. La referencia al coñac y, por ende, al alcohol, parece clara, pues remite al mundo de los sueños, de la pérdida de conciencia, a la abstracción y falta de sentido que puedan reinar en la ausencia de la vida; además, no olvidemos que el alcohol era en la época un claro símbolo de modernidad. “Nuestra cama de la luna” será el tálamo gris de lo irrealizable que contemplaremos al atravesar el “melancólico pasillo” que comunica los mundos, una región dominada por la luz en que poder aprender la permanencia de las cosas. Nunca fue posible el sueño de amor, su corazón era como el de la tortuga, que sin sentido sueña danzas que no podrá bailar. Del mismo modo el poeta no podrá alcanzar su razón de vida, el amante soñado. Es un querer que no da sino fatigas, que no conoce límites y que vive más allá de la poesía: “te quiero con la butaca y el libro muerto”. Te quiero incluso hasta fuera de la poesía, en la que eres centro, hasta sin la comodidad del pensamiento, de la butaca que todo lo medita. 
Y de nuevo toma este vals, este vals, este vals… en que vuelve a irrumpir una fuerte imagen erótica: la “quebrada cintura”, que sufre de agotamiento, o de falta de él, o de exceso de sueño. Los ecos devuelven al poeta la sentencia indefinible de lo perdido. Ya hay hasta cosas que dijiste y no recuerdo. Qué frágil es la memoria, y cómo juega con el desesperado ánimo de los jóvenes labriegos, de las muchas gentes que, vulnerables, faenan los campos del dolor, perdidos. 
Un buen día el piano tocará nuestra muerte; entonces nos reencontraremos, allá donde acaban danzando los fantasmas, y yo te repetiré mi amor. Que Federico encontrase esperanza en el encuentro tras la muerte no es sino un fiel testimonio de la imaginación alumbrada de un poeta capital. 
Pero hay muchos más como él en Viena. Hombres que mendigan amor por los tejados. Hay “frescas guirnaldas de llanto”, porque las lágrimas no pueden estar más presentes, y dan cuenta de la vida que, pese muerta, le bulle dentro, que no da tregua. El amor incondicional por un hombre que le rechaza le infunde vida hasta después de muerto, porque el dolor también es energía, libre aguijón de estrellas que se mueven, revueltas y excitadas.

Pero tómalo, toma el vals que, desgraciado, “se muere en mis brazos”, y es que ya no aguanta más, ya pierde resuello en la insistencia que no recibe sino el eco que le devuelve el paredón del tiempo. Y una vez más un desván. En este juegan los niños. La oscuridad, el secreto, albergan la risa joven. También el secreto guardaba el capullo de nuestra dicha, abortada. Y sueño, porque no me queda más que soñar, sueño con “las viejas luces de Hungría”, que me devolverán tu imagen. Me importa poco morir si entonces es la muerte la que me pone en tu camino, ya en la “tarde tibia” que presagia el fin de un día, de una declaración y de un poema cuando es silencio lo que alimenta, cuando es silencio lo que se obtiene, el silencio “oscuro de tu frente” y la rica imagen de esas "ovejas y lirios de nieve”. El lirio es símbolo erótico en el pensamiento grecolatino. Aquí está congelado, de nada sirve. También es pureza proyectada a lo infinito, de una frialdad que hiere. Es la prueba de una inocencia inmaculada, del abominable orden de las carnes que poco han vivido, nada visto.
Pese al dolor, la incertidumbre, el desconsuelo, he de reponerme. Solo me salvará el guardar esperanza, por eso sé que “en Viena bailaré contigo” y “dejaré mi boca entre tus piernas”; estando ya mi alma, que es cuanto he sido, en “fotografías y azucenas”, recuerdos ya caídos, como hojas,  y recuerdos de azucena, contagiados de su castidad, de su sufrida falta de riesgo y aventuras, y ahora en Viena, “en las ondas oscuras de tu andar”, pues te veo junto a mí, veo que te adentras en el ancho mar de muerte en que me yergo y que tu caminar lento lo revelan las ondas oscuras antes remotas, ahora tan cercanas, que hace nacer el movimiento de tus piernas. Te acercas suavemente y en esa imagen habita ahora el alma. Es solo cuando decido dejar las “cintas del vals”, que es dejar este poema, concluir un ruego de amor que no busca sino consolar mi pena, cuando me hallo en paz, en paz al fin. Que suene el violín y luzca el lucido sepulcro de la libertad. En Viena bailaré contigo. Muerto seré libre y seré amado. Muerto tal vez me aceptes, y eso me consuela.

Una vez sumergidos en ese poema extraordinario que es el Pequeño Vals Vienés solo podemos pensar aquello mismo que le pasó por la cabeza a Aleixandre tras leer los Poemas del Amor Oscuro: qué capacidad de amar, de sentir, Federico. También pensamos en las no pocas soledades que pasó. La desaparición física del poeta planea en Poeta en Nueva York, que es una introducción a la muerte, y hace despuntar a la sintaxis emocional y sonora, que invoca los tiempos del jazz, de las ciudades como colosos, el esqueleto limpio de cada una de las composiciones.
Las cosas, sabemos, no tienen un significado único; la unicidad monocorde ha sido legitimada por  la ilusión, el fantasma del post-modernismo, que tanto y tan gratuitamente se referencia. No obstante, hay algo que comparte nuestro tiempo con el de Federico y que proyecta la red de sentimientos del poema, y es que el mundo ya ha quedado condenado una región de desterrados, individuos que encuentran en el aislamiento de las redes y la sobre-estimulación el antídoto al dolor, a la noción de soledad; de este modo se configura la sociedad moderna.
Sería imposible comprender una mínima parte de este gran enigma que es el Pequeño Vals Vienés sin las necesarias, maestras versiones musicalizadas de Leonard Cohen, Enrique Morente y Silvia Pérez Cruz. Fueron ellos quienes llevaron la poesía a su última consecución: aunar verdad poética y ritmo y voz en la tradición indoeuropea para así elevar un canto de amor desesperado a su cumbre. 

La Habana, 1930; en el barco en el que regresa a España. 

Versión S. Pérez Cruz y 
Raul Fernández Miró:  https://www.youtube.com/watch?v=vx5CW0Vyvi8
Versión Enrique Morente:  https://www.youtube.com/watch?v=gqwjjgDIkfE

Agradecimientos: Leire Veiga Martín; gran conocedora y amante primera del Pequeño Vals.