sábado, 23 de mayo de 2015


 Cuando Asier Etxeandía sale a escena una luz que no es de candileja lo perfila. Su voz, que no conoce semejantes, su garra, que tampoco, hacen de El intérprete un espectáculo imprescindible. Hacía mucho tiempo que un artista no hacía eso en un escenario: todo, darse por completo en un puente entre el musical y el teatro. Y sí, musical. Cabaret. Monólogo. Vodevil. Irreverencia. Sátira. Exorcismo. Memorias. Un genio capaz de medir carisma y fuerza escénica con el mismísimo Bowie. No es exageración. Es entusiasmo. Etxeandía es Bowie, pues despierta la misma veneración, la fanática predilección por un personaje muy bien armado, desacomplejado, entrañable, talentoso, divertido y libre, profundamente libre; porque si de algo habla El Intérprete es de Libertad, la posibilidad siempre cercana de ver resuelta la ilusión, de aceptar y de aceptarse. Una celebración del valor de la identidad. 
De Kurt Weill, Héctor Lavoe, Lucho Gatica, Chavela Vargas, La Lupe, Gardel, Talking Heads..., a David Bowie, Rolling Stones y Alaska. Asier, como buen mitómano, sabe lo que es el eclecticismo.





https://www.youtube.com/watch?v=sk8mWHCnfxg








martes, 19 de mayo de 2015


CARNE EN ROJO Y GRITOS BLANCOS 
                                             ¡Evoé, evoé, evoé!

“Llevo en mi la conciencia de la derrota como un pendon de victoria”. Fernando Pessoa.  

El teatro clásico conoce dos vías de representación primordiales, la una opuesta a la otra, de igual dificultad: la que domina la contención y elegancia de sonido y la que, como en un hechizo feroz, se convierte en cascada de gritos y llanto, de ruido y furia volcados sobre el espectador que ido enmudece, pues se trata siempre de un dolor complejo, de más de dos mil años de antigüedad, sabio y concluyente; es el dolor del hombre en su estado primigenio, desatendido de voluntades, como un pájaro al que los vientos zarandean o como el clamor de una tormenta a campo abierto, que no se deshace, una cuchillada y su silbo. 
Miguel del Arco, gran nombre del teatro español de los últimos años, ha optado por la segunda vía para su montaje de la Antígona primera, la de Sófocles, enfatizando el lugar escénico del coro y su efecto en el devenir de la trama: reconducir las acciones de los personajes, plasmar su psique, recoger la voz del pueblo, el imperativo de la ley universal cuando decreta. En este montaje Creonte es mujer y es centro -pues Carmen Machi hace de su personaje una creación colosal, que se come el espectáculo-. Del Arco nos ofrece una Antígona de finos matices. Aquí la atención no es ya foco indisoluble tras los pasos de la hija de Edipo -maravillosamente interpretada por Manuela Paso-, sino indagación en la naturaleza compleja de ese dirigente que condena la disidencia amparándose en palabras de ley, dominado por el orgullo y la ceguera. La Machi nos regala un Creonte humanizado, cargado de sátira y continuas referencias a nuestro tiempo y a nuestra gran marca: la corrupción, las bajezas con que el poder maltrata a sus víctimas. Verdadero eje central de la proyección de la tragedia en escena, la Machi construye de forma magistral un Creonte que ha dejado de ser el malo del cuento, que es todo fuerza, que tiene sus motivos para hacer lo que hace, que es víctima y al que nos une una afinidad muy grande: aquella de la cobardía; y es que en nuestros días, puede, se hayan extinguido ya las Antígonas.


Del Arco hace de Antígona un drama sacro y de Creonte su gran protagonista, siguiendo la difícil senda de los theomachoi, es decir, las narraciones del hombre que se enfrenta a los dioses, su castigo.
La Antígona de Del Arco nace como afán de investigación -porque en teatro, como en ciencia, también es crucial investigar-. Ángela Cremonte pone en pie una Ismene extraordinaria, entregada. Santi Marín abre el espectáculo con la pulida coreografía del hermano muerto, de la fuerza del instinto que aquí es un caballo derribado, sin aliento para coces. Cristóbal Suárez es un Tiresias de fábula, alucinado, que nos hace reflexionar acerca de la naturaleza de la adivinación: ¿es teatro o es divina potestad?
Solo un vestuario sobrio y una escenografía casi desnuda podrían contraponer toda la fuerza, la carne roja y los gritos blancos, de los intérpretes. Atención a la luna o esfera presente en escena desde el principio, tótem y misterio, cueva e implacable fuerza.


Nunca he amado tanto a Antígona como la amo ahora. Antígona no tiene ideología, soslaya toda ideología. Resuelta en construirse como un ser íntegro -antes incluso que una mujer íntegra, pues Antígona, como Medea, trasciende los géneros- se aleja gustosa de toda forma de dogmatismo. 
Ismene, hermana de la víctima, dice en el texto sofocleano algo que define en su complejidad el carácter de la heroína: “tienes un corazón ardiente sobre cosas que hielan de espanto”; y es ese corazón ardiente el que le ayuda a mancillarse con sus propias manos, a disidir. 
La figura de Creonte viene a inducir que el dogma y la conformidad de pensamiento, la autocracia moral, filosófica o política, hacen un daño irreparable que es del dormir a la razón, el de cloroformar todo atisbo limpio y espontáneo de autonomía.

El agón trágico entre tío y sobrina es inolvidable porque es universal, porque la heterodoxia sigue siendo diana de improperios y hachazos y el mundo cruel busca placer en aniquilarla.

Cuando leemos Antígona, cuando la sentimos sobre un escenario, trascendemos a Antígona.
En ella humea una misma hoguera de transgresión que templará toda la historia de la literatura venidera, a Sófocles gracias.


Hegel había interpretado el conflicto desarrollado en Antígona como el de dos esferas de derecho igualmente válidas: la del Estado y la de la familia. Otros, entre los que me incluyo, ven únicamente el choque frontal entre los mandamientos colectivos, los imperativos ético-religiosos y la voz personal, el derecho del individuo a seguir su propia fe, el valor del amor. 

La paz de los derrotados, la grandeza de los vencidos, la buena razón de los inocentes, el amor fraternal frente al dictado político, los rebeldes desprotegidos cuyas fuerzas en nada flaquean…, todo eso son las Antígonas.

Jose Ángel Valente ya definió el gesto de Antígona como “acto creador de libertad”; nunca una soledad tan acompañada. Nosotros vamos más allá: el ser humano libre no nace de la costilla de Adán, o brota de la tierra -creencia indoeuropea-, sino que nace de la muerte de otro ser, de su sacrificio, de su ethos personal. Somos hijos de Antígona.


El sentido de los actos de Antígona es inequívoco: muestran la hondura de un alma nacida para morir, para cargar de aliento el corazón cobarde del público, de las futuras generaciones. Lo que hace de Antígona una de las grandes obras de todos los tiempos, memoria del valor de la derrota, es su dimensión sobrehumana. Antígona no es sumisa a los dioses, sino solidaria para con ellos. El imaginario de la muerte se presenta como amigo ajeno a todo conflicto, a toda pena. El fin de la vida alcanza la temperatura escénica de un abrazo estrecho, entrega que posibilita la consecución de una gesta interna, anímica, que trasciende las leyes del hombre. Como al compás del Epitafio de Sícilo, la muerte es solemne, bella, porque es aceptada. La llamada “ataraxia” griega alcanza los confines de la vida orgánica para hacer del expirar una auténtica oda a la eternidad. Antígona no morirá completamente. La gravedad del parlamento último de la genial disidente abre paso a la conciencia del error en Creonte -un personaje escénicamente más rico, pues en él opera el cambio-. Los sollozos y los gritos de Carmen Machi a los pies del hijo muerto no son sino el dolor de todas las madres. Luego todo es silencio. 


La joven tebana inunda el escenario del conflicto con su voz, su dolor y su diferencia, que sacuden la conciencia, entonces y ahora, de quienes asisten a su triunfante declive. La ética de la insumisión queda inaugurada con el latido final de un corazón revolucionario que perfunde con su veneno muchas almas. Es un veneno agradable, necesario. Ya lo dijo Marguerite Yourcenar: "el péndulo del mundo es el corazón de Antígona".




                           https://vimeo.com/118519962






sábado, 9 de mayo de 2015


SUAVEMENTE SE MATA
MALDITA LA NAVE, MALDITO EL MARINERO.

Un meritorio derroche de emoción. La Medea de Andrés Lima es un dardo a las tripas, como bien nos tiene acostumbrados el director con sus últimos montajes -a destacar una brillante recreación musical de Ay Carmela hace un par de años, de Sanchis Sinisterra, con Inma Cuesta y el último Goya a mejor actor, Javier Gutiérrez, o la escalofriante y poderosa Desde Berlín, Lou Reed, con Nathalie Poza y Pablo Derqui, hace unos meses en la sala pequeña del Matadero: http://manuelcrayencour.blogspot.com.es/2014/11/desde-berlin-tributo-lou-reed-la-musica.html

Pero Medea no sería Medea sin el milagro de Aitana Sánchez Gijón, que construye un personaje que es puro tejido escénico, liberado de las singularidades y pendientes del lenguaje, del movimiento frío cuando se orquesta y hasta del imaginario arcaico para un espectador moderno, que desconoce los lenguajes del mito. 


Todo es energía en esta Medea, un cauce limpio. El último premio Cervantes, Juan Goytisolo, decía en su agradecimiento desde el púlpito laico de la Universidad de Alcalá de Henares que “la vejez de lo nuevo se reitera a lo largo del tiempo con su ilusión de frescura marchita”; eso mismo hace Medea, hace Lima, hace Aitana: tomar de entre los escombros del tiempo la historia del dolor de una mujer y volverla inagotable, definitoria, la expresión más limpia y hermosa del sentimiento de una madre y una amante, de un ser que trasciende los géneros para alumbrarnos con su palabra de ritmo seco, dicha, sobre todo rugida, en soplos que no conocen esperanza mayor que la venganza más cruenta, incomprensible, no por ello menos digna. La vorágine de desesperación que envuelve a Medea la encumbra a las regiones del mito, la exime de toda culpa, porque prueba lo que el ser humano puede hacer por amor : todo, lo más heroico y lo más terrible. El amor es la fuerza más destructora -nos recuerdan-.


Ninguna otra obra nos habla de un modo tan poderoso del dolor como Medea. Un carnaval blanco de la herida abierta, de la búsqueda de justicia como redención. 

Lluis Pasqual dice que Medeas ha habido muchas, pero que hay actrices, muy pocas, como escogidas por mano divina, que consiguen algo muy lejano y muy difícil, y es que cuando el espectador salga del teatro, comprenda entonces que esos hijos, esos hijos que mata Medea estarán mejor muertos que en manos de Jasón. Aitana Sánchez Gijón, como Espert en cada uno de sus montajes, como Blanca Portillo en la versión -desnuda, almodovariana, seductora, con un Asier Etxeandía como centauro que era un prodigio- de Tomaz Pandur que presentó en Mérida, consigue esto mismo, gracias, también, al buen recurso de las figurillas de dura escayola que hacen de los infantes una carga inocente vilmente masacrada, inerme.

Los patéticos sucesos suscitan compasión y espanto (éleos y phóbos) en un equilibrio auspiciado por la soledad infinita del personaje, una mujer desesperada a la que no guía ya siquiera la pátina de la civilización, sino el instinto más descarnado, lo que el ser humano es en su esencia: una columna de fuerza desmedida, como las que sostienen los frisos con la centauromaquia en el Partenón.
El montaje se abre con la lectura de un fragmento de la Teogonía de Hesíodo, con la voz del corifeo que es Andrés Lima. La escena en negro, el bosquejo de un tálamo, un contrabajo. Una puesta en escena despojada.
La franqueza como valor. Inolvidable la canción de Simón Díaz, Tonada de luna llena, que le va como un guante a la versión, con una Medea ya derribada.


Machado escribió lúcido y sutil en su don Juan de Mairena: “quien no habla a un hombre no habla al hombre. Quien no habla al hombre no habla a nadie”. Tal vez encontrara aliento y esperanza en esta frase.
Hablar a los hombres, como bien dispuso, es hallar, ante todo, una misma y honda raíz allá donde reverdece la experiencia humana; es tomar una tea y lanzarla a la conciencia de quienes prestos toman un libro; es hacer acopio de dignidad y de coraje, erigirse en testigo de una verdad y compartirla al mundo, pese a que haya verdades punzantes, de dulce filo.
Eso mismo es lo que hace de Medea una de las grandes heroínas de la Antigüedad, que, como el desperdicio en carne y huesos de un naufragio, ejecuta su crimen y sus conjuros, probando que el amor, además de dicha, es también debacle y derrota. Nunca antes he estado tan seguro. La forma en que ama Medea es heroica, noble, poderosa, no por ello menos trágica. Deberíamos amar como ella. Aunque se nos agote el aliento.


En la Antiguedad Clásica un hombre podía asesinar a sus hijos. No estaba penado por la ley. La mujer, en cambio, relegada al murmullo de las alcobas cerradas, no contaba con el mismo, dudoso, privilegio. Que Eurípides presentara a una mujer que asesina a sus hijos por amor es uno de los actos de rebeldía social, política, jurídica, más importantes del teatro en Occidente. La mujer, autónoma, se iguala a los derechos civiles del hombre en venganza por la humillación de verse repudiada, exiliada, separada del fruto de sus entrañas, privada de un amor que soñara eterno. Y todo por el egoísmo de Jasón, un ser incapaz de aprender ese mismo amor, como diría Rilke.

La versión de Séneca del montaje, muy diferente de la de Eurípides, se permite la maravillosa osadía de trasladar las muertes a escena. En la versión griega los hijos perecían entre cajas; en la de Séneca somos testigos del crimen. El público era, claramente, muy diferente. Los siglos que separan a ambos dramaturgos en el tiempo cambiaron el mundo. La sociedad latina, vulgarizada, presidida por el espectáculo perpetuo de la sangre y el dolor como adornado por luces de circo -gladiadores, combates de animales, mujeres esclavas que eran públicamente violadas…- demandaba mayor brutalidad en escena. No porque la muerte de los infantes causara mayor placer -estético- sino porque el efecto dramático era considerable. Como la latina, nuestra sociedad, nuestra modernidad, definida por la sobreestimulación, la violencia, también reclama el lenguaje escénico de Séneca. 
Una pena haber crecido tan solo desde Roma -aseguraba Nuria Espert en un encuentro con el público del lado de Aitana y Lima hace un par de días-.

Medea, abandonada por el caudillo de caudillos, siempre digna de amor, ante la noticia de que sus hijos le van a ser arrebatos, y puesto que son parte de ella misma, los asesina. Acaba con sus vidas porque, en la desesperación, consciente de morir, una fuerza que es atávica y ancestral, que es la fuerza del mundo, de la Teogonía que se menciona al comienzo, la toma e insta a morir matando. Con Jasón, ella y él, eran uno; y si Jasón, miserable, la abandona, entonces solo le espera la muerte. Es la concepción del vínculo como soporte, prehelena. 

Teatro de la Ciudad, faro salvador, un proyecto necesario, propone construir las obras a partir de talleres, de prolongadas incursiones en la naturaleza del texto, para así hacer de la pieza escénica una materia viva, un tejido con ritmo propio. Esta Medea nace de ahí mismo, del teatro como experiencia vital, laboratorio escénico, como terapia, como oxígeno, como reclamo primero de los ciudadanos. El resultado lo demuestra. Es un teatro libre, poderoso, sin cuya verdad no somos nada, desmoralizadoramente sincero -como habría de ser el teatro siempre-, que avasalla, que remueve, que increpa, que sorprende. No es posible ponerse la máscara del espectador acomodado, que asiste a la cita en busca de entretenimiento, únicamente. Este teatro, como bien promulgaba Federico, exige un público continuamente alerta, activo, entregado. Entonces el diálogo entre voces, entre silencios, del actor y del espectador, en la penumbra de la ilusión, se levanta muy bien armado. Desaparecen los diques de contención. Las aguas corren sin freno. Queda la emoción desnuda.

En Medea el delirio deviene lenguaje, fuerza íntima nacida del sentimiento ante el abismo al que nos empuja la vida. Razón poética. María Zambrano hablaba de "razón poética" para referirse a la verdad que nos anda adentro, en las entrañas, la misma que en Medea se significa. Una obra acerca de todo a lo que al corazón no puede negársele.

Video: https://vimeo.com/113311286






miércoles, 6 de mayo de 2015


EN UN LUGAR DE LA MANCHA, DIEZ PINGÜINAS 

"Los cangrejos también van hacia el futuro reculando".
F. Arrabal.

El amor a la palabra de que es heredera la gesta del Hidalgo constituye la génesis de Pingüinas, una locura arrabalesca que desmitifica y reinterpreta El Quijote tomando de sus páginas el rasgo más distintivo de su espíritu: su incontenible afán de libertad. El espectáculo es una de las creaciones más arriesgadas de la escena de los últimos meses por su irreverencia y por su lenguaje desvergonzado y teñido de la influencia de la cultura pop que nos envuelve; un desfase fogoso, el cuento de la soledad, del deseo y la demencia. Y es sumamente arriesgado porque, para disfrutarlo, el público, el público bajo la arena en su tradición lorquiana, debe aceptar todo ese desacato, esa grosería; si lo hace, entonces Pingüinas le revelará uno de los mayores ejercicios de albedrío escénico, el espíritu cervantino en su vertiente más transgresora, metafísica, escandalosa, encarnado en tres mujeres, tres actrices: Ana Torrent, Marta Poveda y María Hervás, tres cervantas moteras, artífices de tres interpretaciones frenéticas, con réplicas que se atropellan a efectos de una lógica que solo puede ser teatral. Un espectáculo que exige del espectador inteligencia, un ancho barril de tolerancia, la aceptación de lo nuevo sin cortapisas y un anhelo de búsqueda, porque Pingüinas es también investigación, rastreo de nuevos lenguajes escénicos, la consumación del gran talento de la vanguardia en España. 
Las Pingüinas, las cervantas, las nenas, las quijotas, estos fantasmas con cuerpo de mujer, fuertes y desubicados, que siguen la pista de la obra de un autor perdido, el gallo del corral, anhelan morir de amor, viajar a la luna en medio de esa autopista de caminos cruzados que es el escenario.
Lejos del esnobismo, del academicismo, Arrabal consigue hablarnos de Cervantes desde su personalísimo universo, firmar una pieza que es algo más que una revisión inspirada en el clásico.


La fe en la palabra y en el amor para transformar el mundo es uno de los pilares de la locura que laurea a Alonso Quijano, la quimera y primer aliento de derrota. Esta creencia, prueba del ingenio, condena inevitable a Cervantes y a sus Pingüinas; la obra, como el libro, cuenta con un final amargo: la muerte de la belleza, del idealismo, la inocencia.

Algunos momentos de supuesta dilación, un tanto crípticos, pueden ser tomados como pasajes duros, difíciles, un tanto de plomo, pero tal vez es esa la intención del dramaturgo. La incomodidad, el acoso a interrogantes, es el deber, me atrevería a decir, principal del teatro. 

Con Miho -Miguel Cazorla; Cervantes rebautizado en código arrabalaico-, tienen voz hasta los perros. Una escena en que, al ritmo hueco del "que viva España..." las siete Pingüinas bailan como autómatas privados de deseo, de autonomía, porque se encuentran atadas de pies y manos a los dictámenes del patriotismo de feria, estéril, nos vuelve a la mente. En ese himno, en esa escena funambulesca, en delirio, es donde está presente en mayor medida el espíritu libérrimo y transgresor de Arrabal, un expatriado que huyó de un país convulso, saturado de rencillas, cuya marca era y es la envidia y que desprestigiaba y desprestigia el tejido teatral que bien podría redimirlo. Los que se quedaron, tras la llegada del régimen en tiempos de censura, de repetidos ataques, vieron su vida desgastada, pero su estela es heroica, como la del ingenioso hidalgo; hablo de los grandes artífices del crecimiento del teatro en España tras la guerra incivil: Cayetano Luca de Tena, Adolfo Marsillach, Fernando Fernán Gómez, Paco Rabal, los Guitiérrez Caba, Tamayo, Asunción Balaguer, José Luis Gómez, Nuria Espert, Julieta Serrano, Víctor García, Mario Gas...

La escena de la madre y de Miho en una jaula móvil, como traje, que le derriba frente a la progenitora -perfecta Lara Grube- con su grito sordo bajo la tela que le oprime el rostro, como una angustia honda, es la vuelta a tierra, al limbo de voces en que acaba convertido el escenario, del clasicismo a escena; un monólogo de la madre sentido y dicho a la manera de la heroínas de bronce de la tradición en verso. Un destello que rompe la temperatura y enciende la sorpresa. Como ese hay varios. El teatro de Arrabal es de todo menos acomodaticio. Es incisivo, nervioso, contestatario, como una veleta en ventisca.
La jaula que apresa a Miho es trasunto de las penalidades a las que el siglo XVII condenara a un autor curtido por la vida. Miseria, la prisión de Argel, vergonzosa recaudación, falta de reconocimiento, incertidumbre...

La escena del baile, con la entrada de Miho, desnudo el pecho, el morrión del que sale en humareda el incienso, como en credo laico, y luego las Pingüinas, con faldas de vuelo, blancas, bailando al tiempo que Miho se les acerca y les destapa los rostros llevándose la tela negra que los amordaza es de una belleza irrepetible, de las que acompañan luego después de los aplausos.
Las Pingüinas dando vueltas, libres de amor, libres de amarse.

Fernando Arrabal nos habla con su ultima creación del deber social de la escena y  de las barreras del público, que pueden y deben ser derribadas.

Pingüinas. Una aventura provocadora. Necesaria.