jueves, 25 de junio de 2015


Hace un año ya que se le partían las alas a una rara luciérnaga, Ana María Matute, sabia y maga. La fecha de hoy nos recuerda a un alma grande que necesitaba de la anchura de la imaginativa. Gimferrer decía de su escritura que era sortilegio. Matute dedicaba su gran epopeya, el libro de su vida, la gesta de Gudú, de este modo: “a todo lo que perdí, a todo lo que olvidé”. Porque perdemos, porque olvidamos, creamos. Escribir y escribirnos nos confirma a nosotros mismos. Porque será siempre nuestra hidalga, también nuestra escudera, la imaginamos ahora haciendo justicia en las Artámilas, la cabeza repleta de arzadú, siempre libre.

Ana María Matute junto a su hijo, manipulando un títere, dándole vida como a tantos personajes.

UN RECUERDO CON PERFIL DE VENECIA, AGUAS SALADAS


Un escritor al que nada grande le ha ocurrido todavía, que se refugia en la inercia de la creación de personajes y ciudades, y que piensa: aguardo una nueva ficción: la vida. 
Aschenbach sigue siendo aún hoy ese amago de hombre que, de improviso, a ciegas y sin cuidado se entrega a todo aquello que nunca fue. 
Es difícil olvidar la imagen del pobre hombre anclado a la butaca, en la arena, la figura de Tadzio al fondo, la pelea con el otro chico -que no es sino la farragosa lid del hombre en el mundo- y luego los accesos primeros de muerte. Aschenbach decae no tanto por acercarse al abismo, a esa fuerza dionisíaca que llamamos pasión y llamamos recelo, sino por el golpe seco de ese instinto reprimido durante tantas décadas, ese sueño de amor ahogado que, una vez cruzada su mirada con la del efebo, se despierta y embravece. 
La Muerte en Venecia se erige como recordatorio de la necesidad de aprender a vivir, de aceptarse y de postergar la moralidad en aras del placer y la dicha. Lo moral no es sino un nuevo canon alentado por el prejuicio. 
Es ese aire de fábula en bruma y calor que circunda Venecia el que nos hace creer en la historia como en un sueño, una elucubración, una elegía en torno a la muerte y el deseo. 
No vivir para la obra de arte, sino a través de ella. El conocer que todo sentido de las cosas depende de una única palabra: resistir; y que no hay mayor juez que la verdad del corazón. Ningún dolor es tal si lo aflige la belleza.
Que pasen los años. Por siempre, Thomas Mann, per sempre, La Muerte en Venecia.

Última versión de la ópera de Britten en el Teatro Real.


miércoles, 17 de junio de 2015

ARTISTAS DEL RECUERDO


Dos películas, dos artistas del recuerdo:

Clouds of Sils Maria es otra de las nuevas propuestas en salas, un juego de espejos en que se proyectan los miedos de un actriz veterana durante la preparación de un personaje que traerá el efecto siempre agudo del paso del tiempo y el cambio de una industria banalizada, monopolizada por las superproducciones de cartón piedra en torno a superhéroes que no pueden ser definidos sino como patéticos. Juliette Binoche es la Margo Channing de una historia con múltiples lecturas cuyo trasfondo está muy cerca de ella misma: un mundo globalizado y educado en la sobre-estimulación en que un escándalo viral resulta más importante que el trabajo duro en torno a un personaje, una obra de arte o una función. 
La escena en que Binoche, desternillándose, se mofa de esas superproducciones de adolescentes tardíos con superpoderes no es sino el resultado de dos formas de ver el cine: como arte, y como negocio.
Kristen Stewart, pasado premio Cesar a la mejor actriz secundaria, encuentra la réplica certera en un duelo interpretativo profundamente interesante. Menos mal que ha dejado ya de lado a los vampiros; su talento se lo agradece.

Olivier Assayas confecciona un viaje en nada condescendiente en tres actos y tomando como horizonte la influencia de un film tan cercano al suyo como Persona -Bergman- para demostrar cómo una actriz, inconscientemente atrapada en la praxis de un nuevo cine que desprecia por vacuo y mercatilizado, se da cuenta, ya en los últimos tres minutos del film, que es posible seguir contando historias desde el empeño único de crear belleza. Si la opción que resta es disidir, bienvenida sea.



Irène Némirovsky ha sido recuperada para la gran pantalla. Su última gran empresa, Suite francesa -inacabada, la autora murió asesinada en Auschwitz el 17 de agosto de 1942- ha sido llevada al cine de la mano de Saul Dibb y en el gesto y el tono de tres grandes intérpretes: Michelle Williams, Matthias Schoenaerts y Kristin Scott Thomas. 

La historia, en la línea de transgresión temática de una Marguerite Duras de estilo más dilatado, nos cuenta el romance entre una mujer francesa y un soldado alemán en los días de la ocupación, en el corazón de un pequeño pueblo de campaña inventado: Busy.
La autora de raíces rusas escribía en esa arquitectura de la salvación, en su más personal Guerra y Paz, lo siguiente:

“Todos sabemos que el ser humano es complejo, múltiple, contradictorio, que está lleno de sorpresas, pero hace falta una época de guerra o de grandes transformaciones para verlo. Es el espectáculo más apasionante y el más terrible del mundo. El más terrible porque es el más auténtico. Nadie puede presumir de conocer el mar sin haberlo visto en la calma y en la tempestad. Sólo conoce a los hombres y a las mujeres quien los ha visto en una época como ésta".


El film rinde homenaje a esa autora que expresó: ¡Lo esencial es salvar la vida! El personaje de Williams no es sino el instrumento con que honrar su memoria.

Si bien la fidelidad de la adaptación puede ser cuestionada y muchos aspectos de la segunda parte de la novela quedan reducidos o simplificados, Saul Dibb, compensando las exigencias comerciales de las productoras y las transferencias al lenguaje cinematográfico, ha sabido reflejar la esencia de una historia que reinventa el amor como dique al odio y a la diferencia. 
Creemos que Irène estaría orgullosa.
Grandes escenas para el recuerdo: el ataque de los aviones a campo abierto, la lluvia de panfletos alemanes o la cuidada fotografía en que la cámara sigue a Lucille Angellier, personaje a través de cuya conciencia nos adentramos en el devenir de la guerra, en el difícil papel del que por inercia se erige como conciliador. Porque si en verdad quieres conocer a alguien, provoca entonces un conflicto.



                                              HABLAR

Hablar. Escuchar. Sentir. Mostrar. Joaquín Oristrell lo tiene claro; cámara en mano y con el compromiso de un elenco insuperable se aventura a filmar esta radiografía social. Un barrio: Lavapiés. Una realidad: la nuestra. 80 minutos, medio kilómetro de recorrido, 20 personajes y muchas crisis -económicas, sociales, políticas, existenciales- que los van llevando de aquí a allá. Hablar. Qué poder el de la palabra. 

Está por ejemplo el trabajo de Marta Etura dando voz a esa mujer supercualificada, -dos carreras, tres idiomas- a la que nadie contrata, puede por infortunio del exceso de conocimientos. Su desesperación es la de muchos de los ciudadanos de un país que premia poco la excelencia. Está Astrid Jones como representante de toda esa parcela de trabajadores maltratados; Nur Levi como empeño fracasado de todas aquellas personas que buscan el ejercicio de la educación laica en un país hipócrita con un pie en el confesionario, el otro en la cárcel: “A mí me parece estupendo que usted haya ido a un colegio de monjas, pero usted no sabe cómo estaría usted si no hubiera ido a un colegio de monjas”; Melani Olivares como ciudadana exhausta, que ya no cree más mentiras procedentes de señores con corbata; Petra Martínez, Juan Diego Botto, María Botto, Peris-Mencheta, Raúl Arévalo y tantos otros.

¿Se encuentra el lenguaje pervertido? ¿Acaba por enturbiar el uso del lenguaje la celeridad con que la sociedad cambia y nos altera? ¿Tiene el ser humano capacidad para racionalizarlo todo? ¿Es la vida un bucle vertiginoso del que cuesta tomar perspectiva?

Un ejercicio que llama a la reflexión, profundamente realista, satírico. Un tímido esperpento que reivindica igualdad, justicia, tolerancia y libertad, siempre tras el disfraz de la anécdota.



domingo, 7 de junio de 2015


                                        ATCHÚUSSS!!!

Antosha Chejonte, más conocido por todos nosotros como Antón Chéjov, tuvo, en la edad más temprana del genio creativo, el difícil poder de, por medio del vodevil, la escena cómica, hacer que el lector, más tarde el público, riera a carcajadas con esos personajes astutos y desalmados, histéricos e hiperbólicos, que no eran sino el inteligente trasunto de los hombres de su tiempo y del nuestro. 
Adriana Ozores, Malena Alterio, Fernando Tejero, Ernesto Alterio y Enric Benavent conforman una trouppe de cómicos a la antigua usanza, a lo Fernán Gómez, para crear todo un universo de rencillas, viejos amores, dineros olvidados, memorias…, la vida en su retrato más cotidiano.



Al son del piano, Ernesto Alterio compone al verdadero conductor de las escenas, un personaje mitad duende mitad director de orquesta que recupera algunas de las historias de ese viejo y olvidado acomodador de teatro que es Enric Benavent.
Dos espejos en que queda reflejado el público se abren prolongados a la luz en que, tras las lunas, los actores se cambian y maquillan y toman el cuerpo delicado de sus personajes, con la huella de la raza inextinta de los cómicos de hace años, la vida peregrina, la vocación en lo más alto y una ristra interminable de maletas que viajan de aquí para allá, el cuerpo a la intemperie y el corazón a buen cobijo. Un viaje a muchas partes, como el que emprendían Carmela, Paulino y Gustavete en la obra de Sinisterra. 


Historias en apariencia corrientes, pero que deslizan una verdad descubierta, velada mucho antes de alzarse el telón. Se trata de la belleza de lo cotidiano, de los asuntos que competen a los hombres de a pie: dolor, pérdida, vergüenza, odio… Escenas conmensuradas, amargamente cómicas, que se hilvanan como en una retahíla de lecciones del hombre para el hombre.
Uno de los personajes se despide así, después de los dramas, y de la música, extinto ya el cuento:

“donde haya arte y donde haya talento no existe ni vejez ni enfermedad y hasta la misma muerte de uno parece la muerte de otro”.
Quedémonos con sus palabras, como con el testimonio de Antosha Chejonte.