sábado, 12 de diciembre de 2015


LA NOVIA; 
HA LLEGADO OTRA VEZ LA HORA DE LA SANGRE.


Si el primer largo de Paula Ortiz, De tu ventana a la mía, se mostraba como el trabajo rico y personalísimo de una voz madura y con un don especial al retratar la belleza, La novia, libre adaptación -revisitación extasiada, en delirio- de Bodas de sangre, es una auténtica pieza de orfebrería, un poema visual. Sin olvidar que la Andalucía de García Lorca era una Andalucía imaginada, conformada de retales viejos y nuevos de la Andalucía de los años del poeta, La novia cuenta con localizaciones en la Capadocia turca y el desierto monegrino y nos desvela un espacio yermo en que la tierra es inmisericorde y no mide sus efectos, descomunales. El verso de Lorca, su palabra honesta, más que dicha, o recitada, se susurra, y es un placer escucharla así. Es muy probable que Inma Cuesta realice la mejor interpretación de su carrera, y Álex García como Leonardo y Asier Etxeandía como el Novio la secundan inmensos, con la verdad en el brillo de los ojos. Pero la que sin duda encarna a uno de los personajes más poderosos es Luisa Gavasa, cuyo trabajo merece el elogio, ya no de los aficionados o la crítica, sino de la Academia. 



Italo Calvino decía en Seis propuestas para el próximo milenio: “cristal y llama, dos formas de belleza perfecta de las cuales no puede apartarse la mirada, dos modos de crecimiento en el tiempo, de gasto de la materia circundante, dos símbolos morales, dos absolutos, dos categorías para clasificar hechos, ideas, estilos, sentimientos”, y en esta versión que firma Paula Ortiz, junto a los conocidos símbolos de la luna o el caballo se añaden estos dos del cristal y el fuego como elementos perturbadores de la realidad. No es fortuito que el padre de la Novia –el ya desaparecido Carlos Álvarez Novoa– fabrique cristales o que esta, en los accesos de tos, eche a las manos esquirlas con sangre. Forma parte de la poética de un cine puro, en la línea de la misma poesía pura, con un imaginario libérrimo y fuerte, en que el Novio persigue en moto al caballo de Leonardo.
La recuperación formal de la tragedia en el teatro contemporáneo fue uno de los logros de la dramaturgia de Federico, esa y la fuerza toda de unos textos que vuelan alto, nacidos de una irrenunciable convicción: la cultura como factor de cohesión social, como un espejo en que la tradición se medía con la inventiva y la ideología de un universo que coronaba al perdedor, al marginado.


Hay en el personaje de la novia en la obra de García Lorca una rebeldía furiosa, valiente, (¿No he hecho yo trabajos de hombre? ¡Ojalá fuera!) que aquí se diluye dejando en primer plano la emoción desnuda, el dolor, la angustia. Imprescindible resulta ese último plano en que la Novia, contemplado el cadáver de Leonardo, se derrumba y el caballo le roza el rostro compasivo, como una sorpresa no esperada que ha quedado ahí, reservada del desgaste, cristalizada.
Mención especial merecen la labor musical de Manuela Vellés y el trabajo de Leticia Dolera como mujer de Leonardo, que aquí toma la licencia de guión de, veladamente, sugerir que, rota e impotente, asfixia al pequeño cuyo llanto ya en el segundo cuadro anticipaba la tragedia. 

Paula ha escrito: "Lorca nos señala un caballo, un ojo en el cielo, nos apuñala con cristales..., nos hace cantar y bailar alrededor del fuego y nos conduce en una hipnosis maravillosa que nos va susurrando "porque me arrastras... y voy... y me dices que me vuelva... y te sigo por el aire... como una brizna de hierba...". Hay algo esencial en Lorca, algo de semilla de lo que somos e imaginamos, algo de lo vital... de aquello que nos hace respirar. Todos hemos vivido alguna vez ese deseo que te hace gritar al viento... que yo no tengo la culpa... que la culpa es de la tierra...".

Se escuchan los ecos de Pasolini y Malick en el ritmo y las preferencias de una cámara atrevida, casi mística, como cuando en la primera escena se retuerce la Novia en el barro y la sangre, entre quejidos. La fuerza de lo narrado es telúrica; los personajes, astros. Y la banda sonora, que recupera el Pequeño vals vienés o la legendaria Tarara, enmarcan el lancinante epílogo de cuchillos y derramamientos, con la imagen aquí ensamblada de la luna y la mendiga –entregada María Alfonsa Rosso–, distorsionada por los cristales afilados de una huida al infinito, la tierra cuarteada que gime pidiendo chorros de agua.



"Cuando las cosas llegan a los centros... ya no hay quien las arranque".




KARAMÁZOV, UN LODAZAL EXISTENCIAL


Un festín de las miserias del hombre es este montaje del imparable Gerardo Vera, que firma una puesta en escena sobria en que los personajes y sus hilos se mueven con soltura y presencia, entre el melodrama y el relato elegíaco. Juan Echanove está poseído por su personaje, y regala escenas bordadas para el recuerdo, como por ejemplo esa magistral entrada de Fiódor Pávlovich Karamázov sentado en la alfombra que lleva y tira Smerdiakov, con los accesos de música hitchcockiana y el grito en la garganta, una soledad sumida en el alcohol y el deseo.
Los personajes de Dostoievski tienen en la cabeza, como bien asegura Dimitri Karamázov, un avispero de insectos desquiciados, y sienten placer en los oscuros lugares de la conducta, la humillación o el odio; inconscientes transmisores de la verdad, vehiculan fuertes nociones de sabiduría en las que reparan siempre demasiado tarde: el verdadero infierno es no poder amar. Almas abotargadas que de pronto se desbordan llenando la página y la escena de energía, como cuando Grúshenka expresa su deseo de arañar la tierra y vivir, ya cuando Dimitri se encuentra en prisión y en el horizonte se levantan las borrascas. 



El montaje sigue el itinerario enajenado de un brote epiléptico, incluso en las escenas en que nada ocurre el ánimo está en vilo, y precisamente por esto el acercamiento al retrato del creador, máximo Karamázov, se pergeña en la iluminación de Juan Gómez Cornejo con esos espacios del recuerdo psicológico y las tonalidades nocturnas y mortecinas. Recordemos aquello que tan bien formulara Rembrandt: que la luz venga siempre de la pasión. 
Dostoievski, atormentado por la mala fortuna, fue testigo de la temprana muerte de su madre y del brutal asesinato de su padre por parte de sus propios siervos, sufrió la censura de Iglesia y Estado y la condena a trabajos forzados en Siberia, la adicción al juego, los brotes epilépticos y la muerte de su hijo Aliosha a los tres años. Escribió 11 novelas, 20 relatos  y 3 ensayos. Ya se ha dicho. El dolor es fuente de conocimiento. 
Una obra sobre la culpa, el remordimiento, la redención, el perdón y el castigo, Los hermanos Karamázov es mucho más que la historia de un parricidio, escrita entre 1978 y 1880 y acabada tres meses antes del fallecimiento de su autor. Pasión y obsesión, ternura y dolor, y muerte, toujours la mort, que parece se personifica en la agrietada, podrida madera de las paredes. Ventanales abiertos y cegados como las cortinas de un matadero, así definía Vera la escenografía, que equilibra la temperatura emocional de una obra desmedida, en la que cabe todo, tantos sentimientos como rencores y sueños viejos. Un monumento a la compasión humana y a la comprensión de la naturaleza oscura de los hombres. 


No obstante, quedémonos con las palabras de Aliosha en el epílogo, cuando los hermanos, reducidos a la inocencia de tres niños, juegan con un Pávlovich luminoso, como nunca creímos que le veríamos, en una escena profundamente whitmaniana : caminaremos junto al mundo con esperanza.


martes, 8 de diciembre de 2015


UN OTOÑO SIN BERLÍN

Tal vez la lección de este film independiente sea que hay gente que no puede ser rescatada, que partir no es sino la consecuencia de una derrota, insalvable. Un otoño sin Berlín es también un retrato generacional auspiciado por el personaje de una joven que en nada teme a su independencia o a su libertad. Pero sin lugar a dudas es el aura de Irene Escolar -hay actrices cuya presencia imprimen más fuerza a la pantalla que el propio guión, los mismos planos- el que convierte el relato mundano de una joven en una historia para el recuerdo. Es carácter. Empatía. June.


Ópera prima de la realizadora Lara Izaguirre, Berlín queda en la retina del espectador como metáfora de aquel lugar al que el ánimo aspira, como meta sola de los personajes que huyen, en busca de la comodidad, que aquí es una comodidad figurada, una serenidad difícil. 
Lo interesante es lo que se intuye, lo que el guión no desvela, las miradas, los silencios..., porque el personaje busca siempre ese recodo en que se siente a gusto, que le es propio, y esa es, lejos de cualquier otra, la búsqueda que nos compete en el mundo, un lugar al que poder pertenecer, estar a gusto consigo mismo, porque, como Montaigne decía, lo difícil, lo verdaderamente difícil, es saber pertenecerse. 



MARTA ETURA ORA AL ALMA

Las cuatro formas de regar un huerto, los cuatro caminos de la comunicación con uno mismo, con un fuerte calado espiritual. Chevi Muraday (Premio Nacional de Danza 2006), muestra a través del lenguaje de la danza contemporánea los conceptos esenciales de la mística: acción, lucha, misticismo y amor desmedido. El leitmotiv del espectáculo son los cubos metálicos, que a menudo marcan los tempos de una coreografía liberada, dotada de la gracia y bien hacer de una intérprete poderosa llamada Etura. Una observación menos complaciente podría señalar, quizá, la necesidad del juego con el agua en su presencia física, que podría haber hecho del buen trabajo realizado una labor más ambiciosa, pues en verdad esta labor hubiera ido ya de vuelo. 


A través del movimiento y la palabra los bailarines, con Marta Etura a la cabeza, ponen en pie el universo afectivo e intelectual de Teresa de Ávila, la gran impulsora de una república de mujeres, la reformadora de los oscuros caminos de  una mal entendida religiosidad. Entender su manera de ver la relación entre cuerpo y espíritu es acercarse a su personalísima visión de la fe, comprendiendo todo impulso religioso desde una óptica netamente sensual. Es una dualidad mudéjar, como el propio imaginario de una mujer recordada en esta ocasión con motivo de la celebración de los 500 años transcurridos desde su nacimiento.


lunes, 7 de diciembre de 2015


LA LENGUA MADRE

Este monólogo de Juan José Millas, interpretado por Juan Diego, es una declaración pública de amor a las palabras, esas embajadoras de la realidad, y una denuncia a los desalmados, porque quienes pervierten las palabras nos extrañan del mundo. Un nuevo acto de fe, una apuesta ideológica y espiritual por el Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, habiendo dejado ya hace tiempo a la educación y a la sanidad abandonadas a las leyes del mercado, y al lenguaje, vilipendiado, en las calles. 
El lenguaje impuesto por los bancos, el poder evocador de la infancia y el afable temple de un falso conferenciante perdido y lúcido son algunos de los puntales de un espectáculo extraordinario.

Juan Diego lo recuerda al expirar su parlamento, en el tono mismo que solo un gran cómico sabe darle: amen, amen las palabras, pero no se fíen de ellas. 




NADIE QUIERE LA NOCHE, TODOS QUEREMOS A JULIETTE

Nadie quiere la noche es puro gesto, pura poesía; el retrato elevado de la relación de dos mujeres en el hielo, al desamparo. La humanidad se encamina precipitada a la extremidad, parece recordarnos esta historia y la carrera de la propia Binoche, poblada de personajes deshabitados, fuertes, luchadores, que buscan la luz. Su personaje en este nuevo film de Coixet es el de la mujer que, liberada de las barreras sociales, abraza al enemigo, al otro, al diferente, dándose irremediable. 

Josephine (Juliette Binoche), una mujer rica y culta, va al Polo Norte para reunirse con su marido, el explorador Robert Peary. Durante el viaje se verá obligada a dejarse ayudar por una humilde esquimal (Rinko Kikuchi). A pesar de sus diferencias, ambas tendrán que unirse para poder sobrevivir a las duras condiciones climáticas de la tundra.

Descender del pedestal es hacerse más accesible, más humano, más sencillo.
Una historia de amistad, porque la naturaleza obliga a dos seres a entenderse. En Alaka, la portentosa creación de Rinko Kikuchi, no hay rivalidad, pues no se la ha educado en ella. Por otra parte, ninguna otra actriz del panorama internacional podría haberle dado a ese personaje de la mujer del explorador tanta pasión, tanto coraje, tanto espíritu, como Juliette Binoche.
Nadie quiere la noche del alma cuando en soledad se combate el frío. En este instante suena en la radio Cold Water, de Damien Rice, y me gusta pensar que no es fortuito.

Nadie quiere la noche es, sin duda, una historia para el recuerdo, como Mi vida sin mí, como Elegy, como La vida secreta de las palabras. Trailer: https://www.youtube.com/watch?v=VdB_yp_GclY