lunes, 28 de marzo de 2016

MILENA, VENCIDA, Y QUE AVERGÜENZA AL VENCEDOR. 



Milena Jesenská le debe el recuerdo de su vida a la obra de un autor capital, el maestro de la parábola pura que decía W. H. Auden, Franz Kafka. De no ser por la estela alargada de la fama y el talento de un autor de ficciones de su talla, la de Milena sería una semblanza más en el curso ancho de las voces perdidas. Silencio y destrucción. Suma y sigue. La ley del mundo.
Milena superó la ciega autoridad de un padre que la tiranizaba, el internamiento en un manicomio en que la recluyó tras no permitir su relación con Ernst Pollak, con el que finalmente se casaría y junto al que viviría una gastada rutina de engaños que acabarían estancando el más fino rescoldo de un amor que era fuerte, como ella. Tras la temprana muerte de su madre, Milena, siquiera una adolescente, se ratificó como dueña de su cuerpo y de su historia lanzándose a la bohemia y al placer en una Viena post-imperial poco acostumbrada entonces a tales transgresiones. De brazos en brazos, como en un cortejo de delicia pintado por el Bosco, Milena Jesenska ensayó su estrenada libertad. Se la conoció poco después como una de las grandes periodistas, de raza y sentido compromiso social, y como una intelectual, traductora de muchas de las grandes obras de Franz al checo, gran transportista de maletas, escritora, maestra –del mismísimo Hermann Broch siendo este un infante–, limpiadora, cocinera, confidente y demás trabajos para enfrentar o colorear la vida. Ejemplo de solidaridad y réplica justa a la barbarie, Milena, no siendo judía, resuelve caminar por las calles con una estrella amarilla prendida del abrigo, y acaba sus días encerrada en el campo de concentración de Ravensbrück, en que se ganará justa fama debido a su conducta animosa, valiente y compasiva, facilitando los estragos de sus compañeros, y en que habrá de sufrir el rencor de los guardias y de otros muchos internos –que padecían su mismo destino– confinados y partidarios radicales del estalinismo que no olvidaban las duras críticas de Jesenská a los horrores acaecidos en Rusia, en que, bajo el engaño de la utopía pacientemente edulcorada, se habían perpetrado las mismas atrocidades que entonces en suelo checo. Pese a todo, Milena no decaía, y el esfuerzo por la alegría, y si no ya por la alegría, por la esperanza, la supervivencia, seguía copando sus fuerzas. 
Resolvamos su historia: una heroína moderna. 
Nos viene a la memoria la muy kafkiana frase: “toda revolución se evapora y deja atrás solo el limo de una nueva burocracia”. 
Era un tiempo borracho de dolor, de una crueldad rayana en lo patológico, de ahí que encontrase en la morfina un suave remanso, una adicción que, como el narcótico, anulaba la sensibilidad, para que la sensibilidad no se desquiciara. 
El que alimentó por Kafka fue un amor que vivía entre cartas. De ninguna otra manera podía. El autor de la Metamorfosis, atormentado de miedos y fantasmas, la sombra de un sentimiento de angustia que le anegaba aún desde el horizonte de una infancia inacabable, posible víctima de un trastorno esquizoide de la personalidad, inhabilitado para la vida, no podía prometerle nada. Un destino cruel y doloroso, como sus libros. De haber contado la Psicología en su tiempo, tiempo también del prejuicio y el desconocimiento, como merecía y cuenta hoy, con los atributos de ciencia, profesión y disciplina académica, tal vez Kafka, como muchos otros, hubiese podido ahorrar padecimientos de carácter nervioso que, no hay duda, agravaron su ya aguda tuberculosis pulmonar. 



En la nota necrológica de la joven Milena –que contaba con 24 años– sobre Kafka, diría: “veía el mundo lleno de demonios invisibles que destrozan y exterminan al hombre desprotegido. (…) Todos sus libros describen el horror de una misteriosa incomprensión, de una culpa inmerecida entre los hombres. Era un artista y un hombre de tan delicada conciencia que oía también allí donde otros, sordos, se creían a salvo”.
Consciente del temor que despertaba la perspectiva de una relación asentada con el escritor, acaudillada por el ascetismo riguroso, los tormentos del alma, Milena, que tenía la certeza de poder ayudarlo, sanarlo quizá, mejorar su condición, hacerlo vivir aunque tenuemente, decide no condenarse a sí misma, seguir el dictado de su propia dignidad, marcar un camino que no sería el de acompañante o consorte, sino uno propio, espinado, mas propio, y aquí estriba su grandeza. 
No fue egoísmo, sino la necesidad de hacer valer una autonomía puesta tantas veces en duda, una felicidad que no llegaba, como los trenes que se pierden entre la niebla de las montañas y que caen por pendientes de rocas y falsos caminos. 

Ya en los estertores de su fuerza, que había sido justa, que había sido grande, imaginamos a la señora Jesenská entre las alambradas de la muerte, y de pronto, con el golpe del viento sudeste, cómo le resuenan sorprendidas las palabras que le había escrito años atrás a Max Brod, albacea del autor de El proceso: “todo heroísmo es mentira y cobardía”. 

Con la sonrisa que rápido se desdibuja, la ironía de quien sabe ha aprendido algo imborrable, Milena cierra los ojos.  

lunes, 21 de marzo de 2016

A LA SOMBRA DEL HORROR

Mustang es un film turco de denuncia social, la de la explotación de la mujer, constreñida por los imperativos religiosos de un orden patriarcal del horror y el silencio, pero, a diferencia de otros títulos, el acierto de Mustang está en saber contar su historia en un marcado tono de liviandad, de falsa comedia, con una fotografía de colores fuertes y luminosos, que esconde, como los cuentos de terror de los Grimm o algunos otros de Perrault, un corazón negro, la carga ponzoñosa de muchos dolores. La familia de las cinco hermanas, ciega a su propia crueldad, una crueldad inalcanzable, dominadora a decir basta, impulsa argumentalmente una trama ágil en que la cámara, libre, entumecida a veces, desvela en sus últimos minutos, como a través del reflejo de los cristales del bus, la imagen primera de Estambul como una promesa, la esperanza. Pero si Mustang se ha revelado como una historia para el recuerdo es sin duda por la sintonía y lucidez de sus cinco jóvenes interpretes, con la más pequeña a la cabeza. Deniz Gamze Ergüven compone una fábula moderna, de inevitables resonancias con Las vírgenes suicidas, primer largo de la también realizadora Sofia Coppola.

Las cinco intérpretes de Mustang.
De El hijo de Saúl se debe decir poco. Es una aventura en imágenes tremulantes ahormada que solo la pantalla debería contar, de un realismo devastador, y pasado Oscar al mejor trabajo en habla no inglesa. El discurso de los nietos de quienes participaron o sufrieron el horror. László Nemes retrata a Saúl, un prisionero judío húngaro en el campo de concentración de Auschwitz encargado de quemar los cadáveres de los prisioneros gaseados nada más llegar al campo y que encuentra cierta supervivencia moral tratando de salvar de los hornos crematorios el cuerpo de un niño que toma como su hijo. Tal vez, una de las mayores experiencias del horror que ha dado el séptimo arte, de fotografía empolvada y oscura, caliente como las habitaciones atestadas. Es un trabajo con el que sufrir, recordar, reflexionar. Se sale del cine con el cuerpo baldado, los ojos abiertos, el corazón vacío. Una visita al infierno.

Géza Röhrig en El hijo de Saúl.

DE LA MANO DE FEDERICO

El buen talento y honestidad para entender a un poeta. Lluis Pasqual brinda un recorrido por la memoria de sus montajes e intuiciones en una obra de respiración corta, pero tan intensa como un puñado de versos. Es transmisión de un conocimiento irremplazable. Le debemos a Lluis, entre otros, la buena salud del teatro en nuestros días.

Opúsculo sincero, surgido para iluminar –qué difícil, después de tantas páginas escritas sobre él– la trayectoria vital y artística del poeta asesinado. 
Aquí la perspectiva no es académica, sino personal, y es la fascinación por la obra de Federico un camino para ofrecer una semblanza, un autorretrato íntimo de director, el del gran director de escena recordado por El Público, Haciendo Lorca o La casa de Bernarda Alba, y cuyo último trabajo fue el magistral Rey Lear representado en el Lliure, teatro fundado por él en el 76; también se ocupó de la dirección del Centro Dramático Nacional, del Arriaga, del Odéon de Paris y de la Bienal de Teatro de Venecia.

Pasqual conoce a Lorca, es un amigo que le quiere bien, y nos regala sus anécdotas –como la fascinante de la Sardá cuando explica a la Poncia–, demostrando que sin el trabajo riguroso y sentido, a flor de piel, en sus montajes, la obra del dramaturgo, traducida a la escena, hubiese sido diferente, y que con su compromiso se volvió rica y fiel, natural, cargada de significaciones, como si el mismo granadino la hubiese puesto en pie, como montajes más de una barraca sin tiempo que siguiera cruzando los caminos. 


sábado, 12 de marzo de 2016

DESDICHADO EL PAÍS QUE NECESITA HÉROES 


El Galileo de Bertolt Brecht lo expresa claro: “tengo fe en los hombres, lo que quiere decir que tengo fe en su razón”. ¿Qué mensaje oculto se esconde en la vida de un pensador obligado a abjurar ante la Inquisición de sus ideas? Eso es lo que intenta desvelarnos esta obra.
Que la verdad es hija del tiempo, no de la autoridad, y que la ignorancia, por su parte, es infinita. 
Ramon Fontseré encarna al filósofo, físico y matemático en el montaje que dirige Ernesto Caballero y en el que brillan Tamar Novas y Borja Luna. Música de Hans Eisler contrastada con la del cabaret alemán de los 30 en un escenario circular para advertirnos del peligro que entraña dar las cosas por hecho. 
Galileo, un humanista que consigue difundir los Discorsi cuando su tiempo no daba alas al progreso social, acosado por las academias viejas y los buitres de la Iglesia. Einstein ya dijo: “resulta más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. 

La pericia verbal de Brecht es mucha, y secunda la del físico alemán de origen judío en su anterior pensamiento: “desdichado el país que necesita héroes”.

Vida de Galileo, hasta el 20 de marzo en el Teatro Valle Inclán.