lunes, 13 de junio de 2016


BUENAS NOCHES, PRÍNCIPE


Tomaz Pandur era un genio, un creador radical, que como Visconti, creía salvarse por medio de la belleza. Vivió una guerra civil, la guerra de los Balcanes, y sabía que el amor era un teatro lleno. De todos los países de Europa, escogió dos, el natal, Eslovenia, y España, para desarrollar su caudal de talento, infinito. Gracias a él, el teatro español ha logrado alcanzar múltiples cimas, como solo consiguen hacer los revolucionarios, aquellos que entienden el arte como una caída perpetua, el valor de esos grandes momentos de belleza y dolor, efímeros, que solo la escena puede regalar. Amo el teatro gracias a Pandur y a su montaje de Medea, donde un centauro recorría la arena y entonces las palabras, en su recuerdo luminoso, subían por las columnas del romano hasta alcanzar el cielo de verano. Si el altar es ese sitio en que nos arrodillamos, entonces su altar, nuestro altar, es el escenario. Las imágenes prodigiosas que gestó siguen, como en un cauce poderoso, permeando los corazones y la memoria. Instante, detente, eres tan bello. Su homenaje de hoy, en el María Guerrero, dos meses después de su muerte, tan temprana, no ha sido sino una muestra del mucho amor que despertó. Cuando la más rabiosa actualidad nos quiebra en su crónica de ignorancia y atropello, desigualdad, homofobia e injusticia, el teatro  recupera entonces su razón de ser: una ceremonia profana que acerca al hombre a su  verdad íntima, que lo educa, que lo reconcilia consigo mismo, que lo purga del horror. Porque alcanzan la libertad, como la vida, quienes la conquistan cada día. Hasta siempre, Tomaz. 

FUASTO
INFIERNO

LA CAÍDA DE LOS DIOSES
BARROCO

HAMLET
MEDEA

lunes, 6 de junio de 2016


REINA JUANA 

La reina Juana de Castilla, mal llamada loca, habiendo padecido el abuso por parte de su padre Fernando el Católico y su marido, Felipe de Habsburgo, dos perros enfurecidos sedientos de poder y de gloria, aparece en escena en el cuerpo, el rostro y la voz de doña Concha Velasco como un fantasma al que solo pueden calmar ya la lluvia y la música: la lluvia que empapa los rostros blancos inocentes, de una prudencia feliz, la música como bálsamo de todas las desgracias. 
Porque es nefasto que los reinos no puedan gobernarse con amor, y esto pocas veces se hace. ¿Sería un dislate rogarles a nuestros políticos, oportunistas a placer, mastines de raza, que contemplasen entre sus programas de desgobierno el trabajar con amor? Qué lastima que no tengamos un Trudeau como bien tiene Canadá, porque al menos así, con alguien de su temple, de su probada palabra, podríamos replegar lo ordinario, los reductos en cristal puro de esa España que tan poco gustaba a Gloria Fuertes, la de toma el dinero y corre, la del maniqueísmo de cajón, la que ora y embiste. Pero volvamos a Juana.
El monólogo, como en un pozo de luz oscura, va llamando a escena a los personajes de una vida; goza de un gran arranque en el buceo psicológico y gasta luego ciertas desigualdades, mantenidas en los pasajes de naturaleza más narrativa, más didáctica. Por lo demás, extraordinario trabajo de luces sobre las maderas oscuras, añosas, cuerpo de esa torre interior que todos llevamos como un secreto, camarín de angustias, dolor y sueños viejos.

El esfuerzo interpretativo supone una cumbre en la carrera de la popularísima actriz, que, fuertemente comprometida, luce la voz altiva de quien sabe llevar un espectáculo sobre las espaldas, la herencia entera de una carrera de gran cómica, salpicada de sacrificio, talento, ganas y riesgo. Juana de Castilla, que no Juana la loca, alentada por tantas actrices, se hace carne y gesto, camino pues de una memoria justa, porque la verdad no está en la foto oficial de la historia, sino en sus espacios de sombra, en la profundidad de campo.



jueves, 2 de junio de 2016

AMORES COMO RUINAS


Dos mujeres que se recluían para escribir, para amar, exiliadas de sí, de los compañeros de viaje, irremediablemente perdidos. Dos mujeres con dolor, con fuerza. Emily Dickinson. Teresa de Ávila. Dos mujeres a quienes, como a los personajes de Jheronimus Bosch, un arpa hecha arma de tortura parece tensarles sin remedio el alma, el cuerpo. 

La escena es un limbo. La muerte ha agotado el tiempo, y las dos poetas comparten espacio. Esperan. Aguardan la llegada de un dios que se demora. Y no aparece. Tal vez no exista. Como dice Emily, ¿será dios solo la certeza, la idea en sí, de que los hechos de este mundo no nos son suficientes? La luz es fría. La de Ahumada pregunta cuánto tiempo llevan allí, cuánto tiempo muriendo sin morir. Silencio. Se escucha un aleteo. Es el aleteo de un pájaro. Un gorrión. Quizá dios esté ahí. O en ninguna parte. O en nosotros. O, como se dijera alguna vez, ya haya muerto.
Bien medidas, las transiciones son precisas y con una fuerza alegórica para el recuerdo. Poemas hechos voz. El dispositivo escénico, con dos grandes cómicas –Silvia Abascal e Irene Escolar– y los cuerpos en movimiento de Olga Pericet, Paloma Díaz y Diego Garrido consigue algo extremadamente complicado: mostrarse fiel al peculiar espíritu de las dos poetas al tiempo que conquista un puente entre ambas. 


El punto de carne del flamenco, con el taconeo seco, imprime a la evocación de la poesía en calidad de lectores y oyentes las simetrías y resonancias propias de la modularidad de la mente cuando, en su vertiente más emocional, recibe los dardos a imágenes del poema.

Emily lo dice claro:

No hay potro de tortura que me haga sufrir. 
Mi alma, en libertad.

Ocupan una habitación propia.
Y en ese espacio luminoso, encontrado por la directora, Carlota Ferrer, creemos, como Emily, haber perdido de vista nuestro mundo particular de potros de tortura.


¡Vengo, amore! 


Las normas impuestas, las jaulas que nos crea la sociedad, el miedo, la cárcel del corazón… son algunos de los nudos temáticos de una obra que Tennessee Williams escribió estando locamente enamorado de un italiano, en Barcelona, junto al mar.

T. Williams nos cuenta la historia de una mujer que ha perdido a su marido y decide encerrarse a guardarle luto para siempre. Producto de una educación tradicional está convencida de que eso es lo que hay que hacer. Ella vive según las normas impuestas sin ser consciente de que justamente esa es la causa de su sufrimiento.
Además, Serafina es inmigrante y consigue el respeto de sus vecinos con un comportamiento “intachable”. Pero poco a poco descubre la hipocresía de su vida y, sin proponérselo, afloran sus deseos no reconocidos.
Tiene que elegir entre el sexo y la muerte, entre la vida y el ostracismo. Y elige vivir, no puede dejar pasar su vida como si tuviera otra, porque no la tiene.


Una mujer que entra en barrena por el dolor y la pérdida, que decide abrirse a las señales de la vida. Una obra en que revisar la masculinidad con un personaje hecho del ridículo inocente, la ternura, de las almas bondadosas. Temperamentos a los que la vida se les queda pequeña, como al autor que los concibió. La liberación personal a través del sexo. Un personaje que cree bálsamo para su pena la compañía sola de sus maniquíes desnudos, mudos, porque ha perdido la fe en las gentes, maldicientes e impostoras. Eso es La rosa tatuada, en una gran traducción de Vicente Molina Foix.

En la escena final llueven en el escenario pétalos de rosas, y Aitana, Serafina, baja de escena para recorrer el pasillo central del patio de butacas, corriendo, gritando «¡Vengo, amore! ¡Vengo, amore!, y abandona el teatro. ¿Cuántos personajes han abandonado con toda su voz y su torrente de vida a cuestas, en lo más alto, el espacio del María Guerrero? El de Serafina Delle Rose entra a formar parte del panteón.