EL JUEGO DE LA IMITACIÓN
Si Auschwitz, Bełżec u Ohrdruf, o el genocidio en Ruanda, son las grandes tragedias colectivas del siglo XX, la vida de Alan Turing es la tragedia individual del hombre frente al mundo y del mundo que desagradecido y asesino lo despedaza. Craso error por escondido, por maquillado y tardíamente sopesado -no fue hasta el 24 de diciembre de 2013 que la reina Isabel II promulgara el edicto que intentó saldar cuentas con las víctimas de lo ocurrido-. ¿Quiénes fueron esas víctimas? Fueron y somos todos nosotros.
Muchos hechos apuntan a que a menudo recordamos lo inmerecido.
A algunas figuras se las censura y entonces la posteridad las envuelve en prestigiosas corrientes de pensamiento y dignificaciones, pero otras, las más desafortunadas, son esas que, relegadas a la sombra, no conocen sino el silencio. Y el silencio es pérdida. Lo que no nombramos, no existe. Turing pasó muchas décadas sin existir. La afrenta a su memoria no conoce solución, de nada sirven palabras de reina o diletantes cuando el pasado ha enterrado ya al mito masacrado. Y todo ello debido a la irrefrenable tendencia del ser humano por murmurar, juzgar y tachar al resto.
Alan Turing, además de pionero en el campo de las computadoras, es la gran mente que descifra el código Enigma que permite poner fin gradualmente a la II Guerra Mundial salvando, se estiman, más de cuarenta y tres millones de vidas humanas. La resolución de Enigma fue secreto de Estado y nada se supo; años más tarde Turing, irreconocido, humilde, olvidado, sería detenido por conducta inmoral, -¿de veras? ¿podemos hablar de inmoralidad después de Auschwitz?-, sentenciado y condenado a la castración química por hormonación. Su delito: vivir como quiso, vivir para sí, que decía Horacio, del modo que le reportaba felicidad y sosiego. Murió desesperado, ingiriendo parte de una manzana envenenada con cianuro. ¿Recuerdan la manzana con el muerdo de la marca Apple? Ahí está Turing.
El mundo, condenado a su ausencia, desmerece del lado de estos genios malparados. Sólo en el pasado siglo se suceden Turing, Camille Claudel, Irène Némirovsky, Gandhi, Luther King, Mandela, Sophie Scholl, F. G. Lorca, Miguel Hernández…
Nos queda la imagen de Alan ya sentenciado en la maravillosa película de Morten Tyldum, The imitation game, con un sobresaliente Benedict Cumberbatch vagando por la casa, que no puede abandonar, pues en ella se encuentra la máquina -el fruto de su trabajo, Cristopher, la metáfora del nombre que eclipsó su vida entera-, la visita de Joan Clarke y el repiqueteo de muerte que acaricia sus oídos.
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