KAREN BLIXEN, honorable leona.
“Es que en realidad tengo tres mil años y he cenado con Sócrates”.
Karen Blixen, la honorable leona, reposa las manos sobre el pantalón caqui de montar sentada en la terraza empedrada al este de su casa en África, al pie de las colinas del Ngong, desde donde divisa el espectáculo rico en lontananza. Ha estado escribiendo cartas a sus aparceros. En pocos días se dispondrá a abandonar el lugar. Allí la vida la ha bendecido. Aquella tierra y aquel sol le enseñaron a permanecer sorprendida eternamente, a soñar con desmesura. Karen Blixen, o Isak Dinesen, o Tanne, o la Baronesa, a la leona, o Mem-Sahib, o la mujer de las mil caras, conoció en tierras africanas el valor de la palabra valentía, el don de amar.
Su escritura, carente de ritmo y continuidades narrativas, era sin embargo la escritura de las vivencias cuando se vuelven nítidas, del tiempo desempolvado, y remitía a los grandes sentimientos, a la pureza de la risa y el llanto en su estrato definitivo, primigenio. Sus libros deben leerse en alta voz, para así cumplir su petición, renovar el arte de escuchar historias.
Siempre de viaje en viaje al pasado, como escapada de una época y nostálgica de la misma, Karen Blixen aprendió a encadenar cuentos y vivencias en torno a ese mundo alterado por el yugo europeo.
Intuimos que el acercamiento primero de la aventurera al mundo literario se vio motivado por el desmoronamiento de su oasis de vida, riesgo y esfuerzos continuados en el África colonizada y convulsa que tan bien colmó sus años al pie del Ngong. Recurrió a la Literatura -además de por las consabidas pretensiones personales de fama y tinte social- como salvación profunda ante el ocaso de una etapa orquestada por los sonidos de las colinas cuando las mece el viento y los rugidos del león.
Fue, antes que novelista, fabuladora. Con una vitalidad volteriana, su genio le fue impelido por esos ojos oscuros de Kenia, que supo encerraban el misterio de la vida. Su rostro afilado se volvía a las colinas como el sediento a las fuentes. Su historia lo era todo, y ella, como los buenos escritores, a los que se ha llamado y llamaremos “los fieles”, se mantuvo siempre leal a su historia. Su estilo intrépido y noble, como la gacela, se aleja valiente del canon y demás patrañas. Su obra pervive por sí misma, y no rinde tributo alguno a modas o corrientes pasajeras, sino que se erige sabia y yerta, como una cima bañada por las neblinas grises del continente.
El propio Ernest Hemingway declaraba poco después de recibir el Nobel que “habría preferido que este premio se hubiese otorgado a esa magnífica escritora que es Isak Dinesen”.
Consideraba Karen que el hombre se había retraído en este nuevo mundo moderno, y que la soledad lo gobernaba. Recordemos ahora que fue ella quien abrió la puerta a la sabiduría africana, al inconmensurable poder del recuerdo -en una línea netamente proustiana- y al viejo placer de agrupar imágenes y escenas de vida en el minado y agitado campo de la Literatura del XX; que fue ella quien demostrara que la cotidianidad de una existencia sabiamente combatida puede llegar a convertirse en el mejor argumento.
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