VINDICACIÓN DE UN GIGANTE
Leer a Sándor Márai es un acto de justicia; afán de reconciliación con un siglo en que el
corazón de los hombres se creyó cercado por la insania. Sándor nos demuestra que no todos
claudicaron, que hubo un grito señero que se afanó por salvar la belleza y compadecer a los
náufragos.
Sándor Márai nos enseña que sobrevivimos al dolor, y que siempre prevalecen las buenas hazañas, esas por las que vale la pena vivir, las del honor y las del amor.
Sándor Márai fue uno de los escritores centroeuropeos más reputados tiempo atrás; su prosa era equiparada a los grandes logros de fabuladores de la talla de Thomas Mann o Stephan Zweig; pero los címbalos del mundo parecieron no serle justos, dándole la espalda. Márai fue considerado “un autor burgués” por el régimen comunista. Su obra fue prohibida y a sus personajes, como a él, los engulló el silencio. Al escritor olvidado, al hereje, al extranjero, se le afrentó; y a su tierra, a su hogar y a toda Europa los alcanzó el fango de las trincheras, la ceniza consecuente a las granadas.
Imaginemos al señor Márai en desbandada, alejándose poco a poco del horror que se cierne sobre Europa, en un pequeño barco que tiene por misión cruzar el Atlántico, y que deja tras de sí una estela de barbas blancas sobre las aguas de las que, rezagado en cubierta, se despide. Acompañado de sus historias, arropado por el calor de sus personajes, que se engarza en torno a su cuerpo como un ropón, el escritor habría de esperar toda la vida a que sus compañeros de ficción y de aliento volvieran a tener voz. Cincuenta años de olvido son larga tortura para el artista que ansía ser leído. Murió desesperado, preso en la cárcel más impía de todas, la de la resignada desesperanza. Por largo tiempo creyó que las huestes, la sangre y la barbarie, que se enseñoreaban del mundo, podrían ser más fuertes que la palabra. Nuestro deber es dar voz ahora a aquellas nobles personas que creó y que habitan sus páginas para, que allá donde se encuentre, en el limbo quizá de los poetas de bronce, nos devuelva una sonrisa satisfecha, un gesto de perdón, de renovada e inquebrantable fe en el hombre y su imaginería.
Sándor Márai nos enseña que sobrevivimos al dolor, y que siempre prevalecen las buenas hazañas, esas por las que vale la pena vivir, las del honor y las del amor.
Sándor Márai fue uno de los escritores centroeuropeos más reputados tiempo atrás; su prosa era equiparada a los grandes logros de fabuladores de la talla de Thomas Mann o Stephan Zweig; pero los címbalos del mundo parecieron no serle justos, dándole la espalda. Márai fue considerado “un autor burgués” por el régimen comunista. Su obra fue prohibida y a sus personajes, como a él, los engulló el silencio. Al escritor olvidado, al hereje, al extranjero, se le afrentó; y a su tierra, a su hogar y a toda Europa los alcanzó el fango de las trincheras, la ceniza consecuente a las granadas.
Imaginemos al señor Márai en desbandada, alejándose poco a poco del horror que se cierne sobre Europa, en un pequeño barco que tiene por misión cruzar el Atlántico, y que deja tras de sí una estela de barbas blancas sobre las aguas de las que, rezagado en cubierta, se despide. Acompañado de sus historias, arropado por el calor de sus personajes, que se engarza en torno a su cuerpo como un ropón, el escritor habría de esperar toda la vida a que sus compañeros de ficción y de aliento volvieran a tener voz. Cincuenta años de olvido son larga tortura para el artista que ansía ser leído. Murió desesperado, preso en la cárcel más impía de todas, la de la resignada desesperanza. Por largo tiempo creyó que las huestes, la sangre y la barbarie, que se enseñoreaban del mundo, podrían ser más fuertes que la palabra. Nuestro deber es dar voz ahora a aquellas nobles personas que creó y que habitan sus páginas para, que allá donde se encuentre, en el limbo quizá de los poetas de bronce, nos devuelva una sonrisa satisfecha, un gesto de perdón, de renovada e inquebrantable fe en el hombre y su imaginería.
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