A PROPÓSITO DE “PIERRE
MENARD, AUTOR DE EL QUIJOTE”.
Cuando se abre el libro se acciona suave un picaporte, y una densa nube de papel sume a lectores, escritores y personajes en lo que Pierre Menard denominó -y para la constatación de lo siguiente podrán referirse a las memorias de la Baronesa de Bacourt- “la vorágine de las Troyas”.
Cuando se abre el libro se acciona suave un picaporte, y una densa nube de papel sume a lectores, escritores y personajes en lo que Pierre Menard denominó -y para la constatación de lo siguiente podrán referirse a las memorias de la Baronesa de Bacourt- “la vorágine de las Troyas”.
En esta nube de papel y de sombra que engendra al lector, que
engendra al escritor, que engendra al personaje, que engendra la vorágine,
confluyen lo terrenal y su liberación, la carne y el sueño, la naturaleza y el
espíritu.
En el Don Quijote de la Mancha de Cervantes, novela de novelas, el
canónigo hace un detallado escrutinio de la biblioteca del iluminado, al igual
que el narrador del cuento con la obra de Pierre; esta semejanza, este
espejo contra espejo, este detalle, este guiño, no es sino la chispa que
vincula a Monsieur Menard y al universo de Don Miguel en un mismo
microcosmos. Esta vinculación no se hubiera podido dar con otros títulos,
con textos fácilmente legibles y cerrados. La vinculación con el monumento
cervantino viene justificada por su contemporaneidad inmanente.
Pero Menard no quiere ser Cervantes. Menard quiere seguir siendo
Menard y llegar de este modo a Don Quijote, desde sus propias vivencias y
expectativas en tanto que Pierre y no Don Miguel. Es decir, llegar a Alonso
Quijano no por medio de la intentio auctoris, sino de la intentio lectoris.
Pierre Menard consagra su vida a una empresa bravía, un coloso.
Este afán, este misterio, este claro propósito es a Pierre su tósigo y
redención. Alguien dijo que no hay nada más bello que unir literatura y cine.
En el maravilloso film de Jane Campion, El Piano, el personaje principal, Ada,
cuando cae en la cuenta de que no volverá a tocar como antes, se deshace
del instrumento, que es su voz, su único modo de expresarse, arrojándolo por la borda; pero desliza segundos antes el pie a la cuerda que rodea el
bello piano y, cuando este cae, cae ella también con él. Si su voz torna
cautiva del mar, entonces su cuerpo también será cautivo. Así es Pierre
Menard, un tierno recluso de ese deseo que radica en la ejecución de una
idea que muchos considerarán ilusoria. Pero, ¿no es acaso nuestro baluarte
la ilusión? Como Ada para con su piano, Pierre vive para alimentar la
escritura de Don Quijote de la Mancha, un sueño ya soñado del que quiere
participar, la interminable y heroica hazaña de una vida, digna empresa de la
que ya no queda un solo borrador que la atestigüe.
Profundamente irónico, Borges despliega los resortes teóricos de la
creación literaria en una historia en que se desvanece el punto de vista
narrativo. A medio camino entre la ficción y la realidad, Borges hilvana como
nadie el juego intertextual y la tematización del acto del leer y el proyectar. El
mise en abyme de la metanarrativa planea sobre el relato con la persistencia
del diluvio. Durante la lectura, al igual que Cervantes en cierta ocasión, uno
se ve arrastrado por la fuerza de su subconsciente y, desamparado, se ve en
la obligación de cubrir con su experiencia los espacios de indeterminación.
Por eso Pierre Menard nos fascina, porque nosotros somos él mismo.
Nosotros le damos cobijo en nuestra memoria, le soñamos, al igual que él
hace con Don Quijote. Sostiene nuestro intelecto y deducción a Monsieur
Menard del mismo modo en que sostiene él un sueño: el de ser Cervantes; y
no solo esto, sino el de ser Cervantes y trascenderlo, mucho tiempo después
de su extinción, en un siglo que implora al cielo caballeros de nobleza
inextinta.
El acto de la lectura completa el texto del mismo modo en que la
serpiente que se da alcance completa el uróboro. Las palabras de Borges
estimulan al lector, lo incitan y, en última instancia, lo despiertan. Y es que la
revisitación de las grandes obras tiende a modificar su potencial significativo
y trascendente. Las obras se muestran proclives a su enriquecimiento,
aceptan su modificación. Las grandes obras, aquellas que se definen por su
apabullante contemporaneidad, como Don Quijote de la Mancha, son como
esos antiguos espejos aztecas de obsidiana: una fina superficie de bruma en
que nos vemos reflejados, amparados allí, frente a nuestro cuerpo, en la superficie cambiante, rodeados por las historias que alguien ideara y que, á
la diable, a ciegas, siguiendo el instinto último que nos cimbra, completamos.
Lo que hace de la Literatura un milagro es su necesidad de
renovación. Los textos no son fósiles enterrados en la cripta de lo que
aconteció. Los textos son agua, una bella y diáfana corriente que no cesa; de
ahí su especial natura, su alquimia. Las palabras pasan siempre por el tamiz
de nuestra experiencia, y la palabra poética retiene el tiempo, lo cloroforma,
lo condensa y lo arrastra a la tierra profana en que se gesta la condición del
hombre, una historia que no es ni verdad ni mentira, sino verosimilitud. La
Literatura pone al tiempo en diálogo consigo mismo y, finalmente, lo anula.
Prefiguración, configuración y refiguración son las premisas que nos hacen
cuestionar la totémica presencia de las agujas en derredor. Anaximandro dijo
que “las cosas expían sus propios excesos”. Pues bien, la Literatura es el
espacio en que el tiempo expía los suyos, sus muchas inclemencias. Del
despertar de cuanto presuponíamos incierto, del descubrimiento, emerge un
mundo en que el tiempo no es más que un pedazo de piedra apenas
cincelado. Contemplación, invitación; las palabras convocan a la existencia.
Y en la armadura de Cervantes se reflejan muchos mundos, muchas
sombras. Cuando uno lo lee se refleja en ella, y en ella queda atrapado,
felizmente recluido. En la armadura de Cervantes se refleja en tierna efigie
Pierre Menard: creador, mito, fracaso, enamorado. La armadura de
Cervantes contiene la génesis del mundo, el milagro hecho a sí mismo.
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