Agosto
Un sórdido desfile de las bajezas humanas
La tenacidad de la codicia y la vileza, la farsa, el sesgo firme del reproche, el aguijón de la sangre y la fidelidad de los hijos, el engaño y el fracaso, la adicción, la demencia y la compasión son algunos de los colores de esta paleta oscura, de manchones dispersos, emborronados, como las nubes empedradas en los días huracanados, que es la nueva película de John Wells.
Al incuestionable placer de ver a la Streep en acción (si sólo se atuvieran a la justicia, los académicos tendrían que otorgarle este año su cuarto Oscar) se suma el de disfrutar de un elenco de actores de alto voltaje que construyen personajes de carne y hueso, con mil capas, y que consagra una dirección soberbia, refinada, titilante, implacable, mordaz y condescendiente, que no condena a sus criaturas, sino que las ampara. Ya sabíamos que la Streep volvería a rozar la maravilla interpretativa con este nuevo papel, una Bernarda Alba que, al contrario que el personaje lorquiano, pone en evidencia su dolor y sus desgracias, haciéndonos su recepción más dolorosa; imposible no sentir un verdadero torbellino entre la fascinación y el compadecimiento. Ya sabíamos que la veterana volvería a hacer historia, sí, pero desconocíamos que Julia Roberts fuera a demostrar que está preparada para ser una digna heredera; su interpretación es de una riqueza de matices que obnubila al espectador. No se trata ya de un registro, sino de un virtuosismo del dominio dramático que se vuelve inolvidable.
Cada escena guarda una pequeña reliquia: una mirada, un gesto, una réplica, un haz de luz. Wells ha sentado cátedra. Imposible olvidar la conversación de las tres hermanas o la historia de infancia del personaje de Meryl. Supremo, arriesgado y valiente el momento en que Roberts arroja a la cara del doctor las pastillas que con sus recetas estaban lastrando la salud de su madre; incisivo reflejo de una Norteamérica narcotizada.
Agosto es la historia de las familias y de sus claroscuros, de cómo gestan inquina las pasiones más funestas; es la historia de nosotros mismos cuando nos perdemos, también cuando nos encontramos; una oda a la persistencia y al arrojo, un sórdido desfile de las bajezas humanas, un banquete agrio y deslenguado. Recordamos ahora ese momento en que Meryl corre por entre los henos de paja en una carrera desesperada, como corren las alevillas a la luz que las ve arder, como corren los privados de razón, como corren los hombres que han perdido el rumbo. No te apresures, Meryl. No es necesario. Ya has alcanzado la gloria; estás en el Olimpo.
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