martes, 19 de mayo de 2015


CARNE EN ROJO Y GRITOS BLANCOS 
                                             ¡Evoé, evoé, evoé!

“Llevo en mi la conciencia de la derrota como un pendon de victoria”. Fernando Pessoa.  

El teatro clásico conoce dos vías de representación primordiales, la una opuesta a la otra, de igual dificultad: la que domina la contención y elegancia de sonido y la que, como en un hechizo feroz, se convierte en cascada de gritos y llanto, de ruido y furia volcados sobre el espectador que ido enmudece, pues se trata siempre de un dolor complejo, de más de dos mil años de antigüedad, sabio y concluyente; es el dolor del hombre en su estado primigenio, desatendido de voluntades, como un pájaro al que los vientos zarandean o como el clamor de una tormenta a campo abierto, que no se deshace, una cuchillada y su silbo. 
Miguel del Arco, gran nombre del teatro español de los últimos años, ha optado por la segunda vía para su montaje de la Antígona primera, la de Sófocles, enfatizando el lugar escénico del coro y su efecto en el devenir de la trama: reconducir las acciones de los personajes, plasmar su psique, recoger la voz del pueblo, el imperativo de la ley universal cuando decreta. En este montaje Creonte es mujer y es centro -pues Carmen Machi hace de su personaje una creación colosal, que se come el espectáculo-. Del Arco nos ofrece una Antígona de finos matices. Aquí la atención no es ya foco indisoluble tras los pasos de la hija de Edipo -maravillosamente interpretada por Manuela Paso-, sino indagación en la naturaleza compleja de ese dirigente que condena la disidencia amparándose en palabras de ley, dominado por el orgullo y la ceguera. La Machi nos regala un Creonte humanizado, cargado de sátira y continuas referencias a nuestro tiempo y a nuestra gran marca: la corrupción, las bajezas con que el poder maltrata a sus víctimas. Verdadero eje central de la proyección de la tragedia en escena, la Machi construye de forma magistral un Creonte que ha dejado de ser el malo del cuento, que es todo fuerza, que tiene sus motivos para hacer lo que hace, que es víctima y al que nos une una afinidad muy grande: aquella de la cobardía; y es que en nuestros días, puede, se hayan extinguido ya las Antígonas.


Del Arco hace de Antígona un drama sacro y de Creonte su gran protagonista, siguiendo la difícil senda de los theomachoi, es decir, las narraciones del hombre que se enfrenta a los dioses, su castigo.
La Antígona de Del Arco nace como afán de investigación -porque en teatro, como en ciencia, también es crucial investigar-. Ángela Cremonte pone en pie una Ismene extraordinaria, entregada. Santi Marín abre el espectáculo con la pulida coreografía del hermano muerto, de la fuerza del instinto que aquí es un caballo derribado, sin aliento para coces. Cristóbal Suárez es un Tiresias de fábula, alucinado, que nos hace reflexionar acerca de la naturaleza de la adivinación: ¿es teatro o es divina potestad?
Solo un vestuario sobrio y una escenografía casi desnuda podrían contraponer toda la fuerza, la carne roja y los gritos blancos, de los intérpretes. Atención a la luna o esfera presente en escena desde el principio, tótem y misterio, cueva e implacable fuerza.


Nunca he amado tanto a Antígona como la amo ahora. Antígona no tiene ideología, soslaya toda ideología. Resuelta en construirse como un ser íntegro -antes incluso que una mujer íntegra, pues Antígona, como Medea, trasciende los géneros- se aleja gustosa de toda forma de dogmatismo. 
Ismene, hermana de la víctima, dice en el texto sofocleano algo que define en su complejidad el carácter de la heroína: “tienes un corazón ardiente sobre cosas que hielan de espanto”; y es ese corazón ardiente el que le ayuda a mancillarse con sus propias manos, a disidir. 
La figura de Creonte viene a inducir que el dogma y la conformidad de pensamiento, la autocracia moral, filosófica o política, hacen un daño irreparable que es del dormir a la razón, el de cloroformar todo atisbo limpio y espontáneo de autonomía.

El agón trágico entre tío y sobrina es inolvidable porque es universal, porque la heterodoxia sigue siendo diana de improperios y hachazos y el mundo cruel busca placer en aniquilarla.

Cuando leemos Antígona, cuando la sentimos sobre un escenario, trascendemos a Antígona.
En ella humea una misma hoguera de transgresión que templará toda la historia de la literatura venidera, a Sófocles gracias.


Hegel había interpretado el conflicto desarrollado en Antígona como el de dos esferas de derecho igualmente válidas: la del Estado y la de la familia. Otros, entre los que me incluyo, ven únicamente el choque frontal entre los mandamientos colectivos, los imperativos ético-religiosos y la voz personal, el derecho del individuo a seguir su propia fe, el valor del amor. 

La paz de los derrotados, la grandeza de los vencidos, la buena razón de los inocentes, el amor fraternal frente al dictado político, los rebeldes desprotegidos cuyas fuerzas en nada flaquean…, todo eso son las Antígonas.

Jose Ángel Valente ya definió el gesto de Antígona como “acto creador de libertad”; nunca una soledad tan acompañada. Nosotros vamos más allá: el ser humano libre no nace de la costilla de Adán, o brota de la tierra -creencia indoeuropea-, sino que nace de la muerte de otro ser, de su sacrificio, de su ethos personal. Somos hijos de Antígona.


El sentido de los actos de Antígona es inequívoco: muestran la hondura de un alma nacida para morir, para cargar de aliento el corazón cobarde del público, de las futuras generaciones. Lo que hace de Antígona una de las grandes obras de todos los tiempos, memoria del valor de la derrota, es su dimensión sobrehumana. Antígona no es sumisa a los dioses, sino solidaria para con ellos. El imaginario de la muerte se presenta como amigo ajeno a todo conflicto, a toda pena. El fin de la vida alcanza la temperatura escénica de un abrazo estrecho, entrega que posibilita la consecución de una gesta interna, anímica, que trasciende las leyes del hombre. Como al compás del Epitafio de Sícilo, la muerte es solemne, bella, porque es aceptada. La llamada “ataraxia” griega alcanza los confines de la vida orgánica para hacer del expirar una auténtica oda a la eternidad. Antígona no morirá completamente. La gravedad del parlamento último de la genial disidente abre paso a la conciencia del error en Creonte -un personaje escénicamente más rico, pues en él opera el cambio-. Los sollozos y los gritos de Carmen Machi a los pies del hijo muerto no son sino el dolor de todas las madres. Luego todo es silencio. 


La joven tebana inunda el escenario del conflicto con su voz, su dolor y su diferencia, que sacuden la conciencia, entonces y ahora, de quienes asisten a su triunfante declive. La ética de la insumisión queda inaugurada con el latido final de un corazón revolucionario que perfunde con su veneno muchas almas. Es un veneno agradable, necesario. Ya lo dijo Marguerite Yourcenar: "el péndulo del mundo es el corazón de Antígona".




                           https://vimeo.com/118519962






1 comentario:

  1. Bravíssimo! Es una gozada leer tus comentarios, críticas, reflexiones. Me he llevado tu blog a Facebok y al blog que gestiono para los alumnos del Ies Francisco de Orellana Rincon del escribidor. Gracias por este torrente límpido. Emilia Oliva

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