CONDENADO PAVESE
La luna y las hogueras, última novela del abatido, malhadado Cesare Pavese, confiesa el viaje a la isla interior de un autor y de un personaje tenazmente confundidos, que en la narración carecen hasta de nombre -le dan solo un apodo, “El Anguila”-, pues, ¿tiene nombre quien no se conoce?
La historia no se comprende en Pavese como fin, sino como medio en que pesa sobremanera el tono pesimista, existencialista en una carrera a la muerte por costumbre desalmada. Las claves de su obra echan raíces en el cuento primero de su vida, marcada por la necesidad imperante de pertenecer a algo, de pertenecerle a alguien. Los personajes, desubicados, buscan su voz, y no la encuentran. Los objetos tienen mayor entidad, presencia, que ellos mismos.
Cesare Pavese pasó por el mundo en su episodio turbulento de la primera mitad del XX como un ser derribado. No supo reelaborar su experiencia pasada, de constantes derrotas, y eso lo hizo infeliz. Un náufrago.
Le debemos su compromiso del lado de la cultura con la editorial Einaudi y su batalla sin cese en las terceras filas de la historia de la literatura, a la que recurrió como santuario, pero en cuyas líneas poco se apaciguaron la soledad y el dolor.
Temeroso, solo, impotente, mal parado, en ocasiones resentido -única razón de los comentarios misóginos de su diario, El oficio de vivir-, Pavese se vio cercado por la necesidad de afecto -que se vería ligeramente colmada por su hermana y algunos amigos-, la paternidad frustrada y los cuadros depresivos que habrían de acompañarlo de por vida. No ayudaron ni su estancia en prisión ni la muerte temprana de su padre. Las circunstancias acabaron por condenarlo, habiendo nacido ya vulnerable, con el corazón sembrado de miedos.
Pensemos en el destino de otros muchos escritores que, a diferencia del italiano, sí tuvieron suerte. ¿Habría vivido lo que vivió una mente extraordinaria, pero en el abismo, como la de Virginia Stephen de no haber encontrado en su camino la fidelidad de Leornard Woolf -verdadero apoyo, confidente y centinela-, Vanessa y el amor -decisivo, destructor, como todo amor- de Vita Sackville-West? La peripecia vital de Cesare Pavese remite a la presencia crucial de los compañeros de viaje. Un carácter vulnerable solo encuentra como salvación la ayuda incondicional que reporta un alma hermana, un amor comprometido.
Inolvidables Nuto y Cinto, y hasta Santina, cuyas cenizas cierran una historia de derrotados, seres abocados al abismo, en busca de algo que perdieron hace tiempo, una razón de ser. Todo se destruye -como en las hogueras, que purifican la tierra- y todo se repite -como en los ciclos de la luna-.
Pavese nos advierte que el poder está en manos de quienes quieren que la gente no sepa.
La luna y las hogueras remite a la conveniencia de hacernos tierra y de hacernos pueblo, también a las viejas pobrezas que nos tienen bajo la ignorancia y a la insoslayable obligación de hacerse un nombre.
Pero, ¿ofrece Pavese las claves para luchar contra todo eso, esa alta ola encrespada que es el mundo y que pocos saben esquivar? Nos gustaría pensar que sí, que el narrador de esa historia de fogatas se embarcará y acabará regresando al Belbo, que encontrará en el Piamonte paz y alegría, del lado de Nuto y su familia y de las tierras que tanto y tan poco lo conocen, pero no lo sabremos. La tierra prometida, reducida a escombros, invita al desarraigo. Pavese lo dejó escrito en otro lugar: "no se trata de buscar fuera, sino en dejar que hable a su ritmo la vida íntima". A veces unas palabras valen para abrirte los ojos. Escucha estas Anguila: queda el olor de los tilos, y queda el alba tras los adustos montes; échale redaños.
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