De Sócrates andaba enfermo el mundo
El Sócrates de Josep María Pou, ciudadano pervertidor de la juventud, irrespetuoso con los dioses y los civiles de bien, cumple la sentencia de muerte como el trato fiel que el filósofo le dispensa a la ley de los hombres, los preceptos de un sistema de poder que debe respetar. Sabe que la muerte, esa eterna prostituta que decía Hemingway, servirá de lección y memoria, de alta evidencia de integridad de un ser que no podía desafiar las mismas leyes que convencía en defender a voz en cuello. Lo nefasto no es el que los hombres no legislen, sino el que legislen mal. Pervertidor de la juventud, le dijeron; pues mira que no se nos ocurre mejor oficio… Irrespetuoso con los dioses y las tradiciones, ¿y qué si no? El montaje que ha dirigido Mario Gas para el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida, ahora en gira por España y en 2016 en el Teatro Español, sabe aunar apuntes biográficos y lecciones de honor sin estridencias y abusados recortes. El espectáculo lo justifica, entre muchas cosas, la voz incomparable de un cómico en la cumbre de su carrera, Maestro Pou.
Sócrates, juicio y muerte de un ciudadano. Es un error el que nazcan almas grandes; haciendo uso de nuestro acostumbrado egoísmo, continuamos abocándolas al fin.
Impotencia. El peso inevitable de una decisión mal tomada. Sócrates encontró en ello la razón de una muerte diferente, más útil, ya no tan vulgar como resultaba el decaimiento de un organismo imperfecto. Le dio orgullo esta muerte, pues era digna; no podía encontrar mejor colofón a su obra, que era una obra muda, desatenta, nacida de un espíritu que albergaba el delirio del razonamiento puro. Allá sobre campos de asfódelos se verá escudado por las sombras de Alcibiades y Fedón, y le llegará el caos del mundo en un rumor grosero ante el que se sonreirá irónico. Pobres bestias…
Los voceros intransigentes de un mal llamado sistema democrático dieron muerte a la vida de un anciano que nada había hecho lejos de advertir acerca del peligro de las mentiras y la vanidad. Con él empezó la historia de los mártires: Cristo, Giordano Bruno, Juana de Arco, Pier Paolo Pasolini…
Sócrates llevaba a cabo una tarea no muy agradable, la de llamar la atención del público y orientarla a los desmanes de la pobreza, la injusticia, la fragilidad del ser humano -pues solo sabiéndonos frágiles se nos irá el gran mal del orgullo-, la peligrosidad de la soberbia -que a él también le picaba-, y la necesidad de interrogarnos, cansados y persistentes. ¿Llegaremos algún buen día a conocernos?
Parte de ese oficio socrático por dar luz a la injusticia y a aquello que el hombre, intencionadamente o no, esconde, recuerda a un cineasta mexicano, hacedor de magníficos dramas -que no de tan magníficas comedias- llamado A. G. Inárritu. En uno de sus films, Biutiful, Javier Bardem daba vida a Uxbal, un pobre hombre desamparado, en el límite de la legalidad y la precariedad y la salud que mediaba entre inmigrantes ilegales y policías corruptos, entre trabajadores explotados y abusadores con poder. Resultaba necesario mostrar ese otra cara -impactante, estremecedora- de la Barcelona de nuestro tiempo y a un personaje extraordinario, compasivo, al que las circunstancias sociales, los malos frutos de un sistema político y económico viciado, llevarán a su fin. A Uxbal, como a Sócrates, le persigue la muerte durante cada escena, en un metraje corrosivo que recorre la ciudad y los momentos de vida de un buen número de personajes también atrapados, también penados. A diferencia del pensador ateniense, Uxbal no cuenta con los beneficios y lastres que otorga el don de la palabra; instado por la bondad, Uxbal ayuda. Lo salva el puente con los que ya se han ido, esa propiedad suya de mediar incluso hasta con quienes han abandonado el mundo. Lo salva el nuevo viaje en la nieve, la paz que Barcelona no supo darle. En definitiva, una historia de periferias, como la vida del filósofo.
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