martes, 27 de octubre de 2015


MEMORIA DE LA MELANCOLÍA

“Vivir no es tan importante como recordar”. 

“(…) Hermosa como los sueños donde los hombres dejan la vida”.

Miguel de Cervantes le decía en una carta al secretario del Consejo de Indias, Antonio de Eraso, en el ya lejano, ya cercano 1581, que se entretenía por entonces en criar a Galatea; le pedía también con denuedo y fiel licencia una vacante en una de las muchas carabelas rumbo a América. Miguel Saavedra quería viajar. Muchos de sus documentos, con sus anhelos en ellos puestos, se han perdido como tantos otros en la noche quieta de las empresas de la multitud que vino después del de la adarga antigua, de las masacres y los triunfos chicos. Es justo, toda vez que convengamos en que vivir, como reconocía Ana María Matute, vivir de veras, es perder cosas. De todos los textos en que el autor del Viaje del Parnaso trazara firme su nombre han sobrevivido doce, doce documentos autógrafos como único rastro de un nombre y de una vida. El resto, y entre ellos muchas de sus misivas, como la que hemos mencionado, quedó perdido en el camino, como quedan las cometas atrapadas entre las ramas de los viejos robles o como los recuerdos que sin querer se disipan. Y de recuerdos, y de Cervantes, y de esta tierra bastarda y hermosa como pocas que es España, y del exilio y de la pérdida y la lucha sabía mucho y sabía bien una mujer de letras por la que desde aquí pido y auguro la atención y el reconocimiento que merece, María Teresa León, o como gustamos en bautizarla, fieles a esa misma tradición cervantina en que se hizo caballera, “la contadora de horas”, una contadora esforzada y sin fortuna, con tanta fuerza y tanta voluntad como las de una tropa entera.
En algún momento escribió: “seguiremos andando hasta que todo se desvanezca o se ilumine”. Cumplió. Cumplió su palabra, siguió andando con la cabeza en alto, como buena dama castellana que era, hasta que la enfermedad del Alzheimer le diera fin en la navidad de 1988, después de muchos años de vacío en que pareciera se hubiese diluido sobre sí misma.


Memoria de la melancolía es el testimonio, el legado de un compromiso con la vida y el arte y la libertad. A menudo se ha dudado de la inclusión de las memorias en el ancho apartado de la literatura sin mácula -¡cuánto restringen las etiquetas, en todos los ámbitos!-. El buen libro de memorias, la autobiografía, contiene, digo y considero, el mismo valor y calidad literaria que pueda darse en cualquier novela ya consagrada, ya vencidas las pruebas del tiempo, desde Los hermanos Karamazov a Señas de identidad. Memoria de la melancolía es uno de los textos mejor escritos y más fascinantes que nos han llegado y creo necesario reivindicarlo. Se trata de un legado no muy fácil de conseguir, que no se ha reeditado todo lo deseado por ciertas cuestiones:
La primera es que se trata de un libro surgido en las cenagosas cloacas del franquismo -sí, permítanme ponerlo en minúsculas-, minusvalorado y censurado por muchas razones, siendo las principales que su artífice era mujer y que era una mujer con una fuerte conciencia política, de una filiación ideológica contraria al régimen. Es imprescindible calificar a María Teresa de revolucionaria por emancipada, divorciada, autónoma en sus decisiones de amor y comprometida social como arengadora del pueblo en las tribunas, el grito y el coraje en la garganta. 
La segunda cuestión sería de tinte autobiográfico. María Teresa, a menudo de forma intencionada, movida por su desmedido amor, se reservó un discreto lugar en la sombra ancha de la fama y el reconocimiento de su compañero de lides y de gozos, Rafael Alberti.
Debemos mencionar sin duda la debilidad de un tejido editorial que al despuntar de la transición se encontraba muy maltratado. También incluimos aquí el recelo por las cosas tristes que hay en los libros y la tendencia a reemplazarlas por las heroicas, la mala suerte que acompaña a las figuras que sufren mucho y que, sin embrago, se han salvado de tanto.


No fue María Teresa retrato mudo, sí blanco de los tropiezos de la memoria, víctima del exilio, del dolor de una España peregrina, como así la llamó José Bergamín, siempre en tierras diferentes, la Argentina, México, Florencia…, con el ánimo enturbiado por la indignación que le producían las noticias que llegaban de la tierra que había sido republicana para sobre el limo de las fosas comunes levantar una dictadura a fuerza de balazos y opresión, silencio, un trono pulcro a merced del fascismo. 

Canta, sigue cantando la talla justa de esa patria que son tus amigos, las cuitas de “aquel pobre corazón cansado de querer”.
Camarada de las tierras sin aire, suave dama burgalesa, España te añora como antaño hacía. La tristeza del emigrado, recordabas bien en tu Memoria de la melancolía, es la de no saber dónde morirse. Morirás con tus ideas “altas como palmas”, al encuentro ilusionada de Niebla y de tantos amigos que como tú se fueron. Contraria a todo lo que fuese pontificar, te pasaste la vida rescatando instantes bellos, dolorosos también; te estremecía no poder atesorar tu historia. Si la memoria hablase, María Teresa…, ¡tú, que te pusiste como pseudónimo el apellido de una heroína d´annunziana! Isabel Inghirami. Nos has instruido en la fraternidad con tu obra, porque olvidábamos, si hacía frío, que había gente que se helaba, que había hambre y había jóvenes preocupados porque no sabían lo que la vida les pedía.  Te gustaba mucho la palabra creer. Dijiste: “es la afirmación más rotunda que usamos los mortales”.  Pediste que se respetara el derecho a creer, a creer en ilusiones políticas, en la compasión, en la comprensión, a que una mujer depositara la fe toda en otra mujer, un hombre en su otro hombre, compañero y vasallo -recordemos la lanza que rompía Federico García Lorca en El Público por “la libertad de los desnudos”-, a que un ignorante aprendiese a creer en la aventura del conocimiento, un desterrado en la ausencia del hambre, un joven en la felicidad remota y tangible. Pediste comprensión a la cerrazón del hombre para acabar llorando el precio de la libertad, acostumbrada y quién sabe si satisfecha de llevar el escándalo como bandera, y al mundo mucho bien que el escándalo hacía. 
Canta, sigue cantando la talla justa de esa patria que son tus amigos, las cuitas de “aquel pobre corazón cansado de querer”.

La prosa de María Teresa León, precisa e iluminada, desarreglada, deshilachada por los esfuerzos de una memoria prematuramente enferma que pugna por recuperar lo ya pasado, defiende el derecho a la palabra, y frente a las sentencias de muerte, las que son de vida. 
Junto a las Guerrillas del Teatro del Ejército del Centro acercó el teatro a la línea de fuego porque el teatro era su paraíso perdido; lo sabía un fuerte árbol que florecía siempre. Representaban para los soldados, para los brigadistas internacionales que comenzaban a hablar un español de trinchera, la Numancia de Miguel de Cervantes, y lejos quedaba entonces el terror de las escuelas viejas y el delicado paso de la primera juventud a la juventud en el mundo. 
Cuánto se esforzaron por proteger los tesoros del Prado, y mientras, los españoles, asesinándose. La voz del texto, cuando describe las jornadas de salvación del patrimonio artístico, ofrece una extraordinaria y tristísima reflexión: ¿cómo hacer comprender al pueblo -trabajadores que habrían de custodiar Grecos y Velazquez por carreteras minadas- la importancia de un concepto sobre el que jamás se les había instruido y que era el Arte? De nuevo, los malos efectos de un mal sistema educativo, de nuevo los arrestos de la gente humilde. Sí, queda dicho; no fueron altos magnatarios, ni intelectuales ni artistas de fachada pobre quienes salvaron los tesoros del Prado. Fue el pueblo humilde, jornaleros que custodiaron las obras en camiones que corrían el riesgo de perderse, que no habían disfrutado antes de la contemplación de ninguna de ellas. 

Cuidados por ángeles contrabandistas, María Teresa y Rafael escaparían cien veces de las órdenes de arresto y fusilamiento. El destino los quería para él, como hijos perdidos.

Uno de los momentos clave de estas memorias es cuando se introduce como personaje el testimonio de la figura de la madre de María Teresa León, un ser excepcional que con la mantilla puesta acudió a la iglesia a rezar para que ganase el partido comunista.  “Lo último que un español quiere perder es la gracia”. Y demás anécdotas que enseñan mucho, porque tal vez lo importante sea quedarse con la gracia de las cosas, desterrar la sombra. La vida de María Teresa León está llena de un fatigoso optimismo, y de mil anécdotas que han sido previamente reinventadas: se les ha quitado lo funesto, lo inservible, y se ha aprovechado lo mejor de ellas. Inteligente modo de vivir.
Fascinantes son también los apuntes en torno a las figuras de Juan Ramón Jiménez, Gerda Taro, Pablo Neruda, Zenobia Camprubí, Federico G. Lorca, Pablo Picasso y demás nombres porque, pocos textos conocieron páginas tan pobladas.

Las oportunidades que perdemos y que nos corren delante, María Teresa, y luego los muchos años para reconciliarse con el silencio, para seguir trenzando, con infinita paciencia, las voces que nos llegan. Eso es escribir.

No sobran tampoco en estas memorias los juicios críticos, como este hecho contra los franceses: “ (…) y aunque deben de pensar que somos un pueblo incivil que pisa sus cuidados campos del sur con las sucias alpargatas rotas. Pero la verdad es que aquellos valientes de las alpargatas rotas, desarmados y perdidos en su sueño deshecho, iban a dar a Francia, más tarde, el núcleo principal de la primera resistencia”. 
Se trata de la tragedia inacabable de España, que prolonga el cuidado de los recuerdos con el repaso de los meses de la República y sus malos fermentos.

La imaginación no hubiese podido pensar nunca esta crónica del siglo XX, crónica histórica y sentimental que María Teresa nos entrega nombrándonos camaradas. Hemingway se refería a ella como una miliciana rubia con pistola. Años después, seguimos viéndola así.

América les resucitó, a Rafael y a ella y dio prolongado espacio a una vida que fue un continuo echarse a andar. Les ponían nombres a las casas y cada tiempo era recordado por el libro que entonces les había surgido allí adentro, en el pecho, cuando el destino llegaba y obedientes lo cumplían. 

En los años treinta hubo una revista de poesía minoritaria que llevaba el original y arriesgado título de “En España ya todo está preparado para que se enamoren los sacerdotes”, a cargo de José Emilio Herrera, más conocido como Petere. Se abrían a la comprensión los desaciertos de todos, los gustos y las causas. Ella escribió: “todo el mundo puede comprenderse y admirarse”. Luego, tras la guerra, tras esa guerra “entrañablemente popular” los mejores hombres de España pasaron a ocupar las cárceles, en el gobierno las bestias y por las calles, empobrecidos, desilusionados, como Rafael hubiera dicho, los hombres deshabitados. 
Se desvanecieron las milicias de la cultura, que habían aprendido a proteger lo suyo, a quedarse con lo bello de la vida, a desbordar alegría en el cruce violento de las guerras y los odios. En una ocasión, hablando de los trenes que venían de tierras libres, María Teresa expresó: “qué simples son las palabras que nos hacen llorar”.


La memoria, el rincón de los prodigios, atestado de medias luces, fue para la miliciana que tanto dejó escrito su línea primera de combate, y del esfuerzo por dominarla, por abarcarla, memoria perdida, nace el genio de su arte, de su suerte y del recuerdo hilvanado de una España valiente y pobre. 
Gobernarían los traidores, los sublevados contra la legalidad constitucional española, al tiempo que los obispos “bendecían los cañones” y dirigían la educación, la “mala educación” que diría un consagrado, monumental cineasta de nuestro tiempo. Así escribió nuestra dama burgalesa, miliciana y caballera, una novela de acertado título: “contra viento y marea”. Y sí, contra viento y marea y tantos frenos a la dignidad.

Al fin de la guerra sentencia: “nos habíamos quedado sin aliento. Nuestra literatura de combate expiraba. Federico, muerto al comenzar la agonía; Antonio Machado, al terminarla. Dos poetas. Ninguna guerra había conocido jamás esa gloria”. Aquella no había sido la derrota de la República, sino la de la apuesta pequeña, con costuras por pequeña, de un sistema democrático independiente, el brote primero que asolaría los gobiernos legítimos de media Europa. 

Cuántos continentes has caminado, y por una causa, la de la libertad del hombre, “por la que el español ha muerto tantas veces”. Y María Teresa nos contesta: “sí, he pensado con la sangre del corazón a cada tiempo, con cada cambio". ¿Y luego? "¿Luego? Sí. Luego a espigar recuerdos”. 

“¿Cuándo terminará esa horrible manera de tener razón, de convencer y vencer?”

Fueron para ella y los suyos días felices los de guerra: “una maravilla de fraternidad, de comunicación, de paridad en los peligros”. La guerra le hizo aprender quién era; nunca olvidar que la vida ganaba a la guerra en valor. 

Representemos La cantata de los héroes, María Teresa. 
Representémosla con los ojos de entonces. 
Vuelve y vente deprisa a bambalinas.
Ahora traen el vestuario y los polvos para la cara, para que pese a las candilejas te vean bien, como bien mereces, castellana.
Qué difícil es seguir representando cuando ya no estás.
Esto que escribo es apenas un recordatorio.

María Teresa vivió durante muchos años en Italia, honrando, sin duda, a esa jeunesse dorée florentina que surge de las páginas del Decameron y otros textos. Qué grato hubiese sido un paseo por Florencia en compañía de su talento. 

Tal vez sea todo tarde en la vida de los hombres, como nos advertía.
Formuló también alguna vez: “diariamente enterramos muchas cosas”, y con cuánto sentido. Qué bueno que leyendo desenterremos tu vida entera y tu sueño toscano, aunque tarde, muy tarde en la vida. 

La escenografía de esta memoria de la melancolía sería…
José Bergamín ha dicho, nuestra dama recuerda: si quieres vivir libremente, procura vivir encadenado.
Se nos ha enganchado su nombre y lo que su nombre evoca. María Teresa León, miembro primera del batallón del talento. Dijiste: “ninguna fuerza del mundo debe separarte de tu obra”. No dio tiempo a que toda la vida que guardabas se te desprendiera de los ojos. Camina errante tu gesta, como un ejemplo que ilumina bien. La escenografía de esta memoria de la melancolía sería entonces la de unos episodios de novela, pongamos aquellos de Sierra Morena en que Don Quijote, seco y avellanado, sobre el arrimo de su lanza, acompañado de su intrépido corazón, dejaba atrás a Alonso, al señor Quijada, Quesada o de Rinrrimanrroque y despertaba a la vida. Para confusión de los hombres, Quijote se arrojaba al camino. 
Son muchas las almas cervantinas que configuran la bandada de personajes rebeldes que te anteceden y que son tu herencia, María Teresa, como las mujeres que se empeñan en regalarse a la soledad libre de los montes, las doncellas que desean ver mundos, las Zoraidas lanzadas a vivir con la identidad religiosa que les place, los hijos de caballeros que contrariando a sus padres cultivan las letras, el mozo que desiste de ir a la cárcel ante Sancho gobernador (¿será vuestra merced bastante con todo su poder para hacerme dormir, si yo no quiero?) los jóvenes que convencidos por sus hermanas se disfrazan de mujer y salen a la noche ajenos al prejuicio, los pajes disfrazados de dueñas, las doncellas que en guisa de mancebos disparan a Vicentes Torrellas para reparar la dignidad burlada, las Doroteas que deciden y gobiernan el lagar, los moriscos Ricotes que nos son caros amigos y que, expulsados, evidencian un profundo dolor... Todas estas historias te anteceden y te dan sino. 

Canta, María Teresa, sigue cantando la talla justa de esa patria que son tus amigos, las cuitas de “aquel pobre corazón cansado de querer”.

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