UNA SOMBRA EN MARCHA
El primer fotograma del Macbeth de Justin Kurzel es el del cuerpo sin vida de un niño de unos tres o cuatro años en sus exequias. Se intuye que Lady Macbeth es su madre, aquí interpretada con el alma y con el rostro incomparable de Marion Cotillard, que humaniza como nunca nadie antes había hecho a un personaje que ha sido epítome de la ambición asesina, la falta de compasión, la locura sin paliativos y el arrepentimiento. Kurzel consigue lo inimaginable, contar algo nuevo, ofrecer territorios de reflexión inexplorados: el recurso del joven bautizado en la guerra por Macbeth –irrepetible Fassbender– ya luego como heraldo de muerte, dueño de un afecto rico, ambiguo, por parte del futuro rey; la conversión del castillo de los asesinos en un poblado arcaico, con una fuerte simbología escocesa o el brillante planteamiento de la escena del monólogo aquel del acto V: “La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que nada significa”, cuando Macbeth sostiene el cuerpo sin vida de su mujer, apretándolo contra sí, en la penumbra de una sala que proyecta sobre los personajes las ruinas de su propia decadencia moral. Las brujas o súcubos han perdido en el metraje la malignidad, y se presentan como deudoras de un pathos ineludible para los Macbeth. Una versión para la historia, decididamente oscura en su fotografía, elocuente, que presenta al personaje encarnado por Fassbender a través del prisma del estrés postraumático, el de un hombre azuzado por la pérdida que regresa de la guerra, y de nuevo, la pérdida como resorte emocional en Shakespeare, la pérdida de un hijo, del amor, de la cordura. Es la bondad, como señaló W.H. Auden, la que origina su sufrimiento.
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