viernes, 7 de febrero de 2014


COMENTARIO a Recuerdos gongorinos, de Dámaso Alonso, en “Poesía Española”


Bajo la forma del epilio arcaico, Góngora compuso su Fábula de Polifemo y Galatea, historia de la que se habían hecho eco los trabajos de Filóxeno de Citera, Calímaco, Luciano, Eurípides, Teócrito y Ovidio -por nombrar tan solo a unos pocos-. Su mérito fue el de oficiar un rito, el de traer a nuestra memoria la magia -creímos olvidada- de la imagen fonética. Cuando el inconformismo planea sobre la figura del poeta, tiende su ingenio a fraguar obras bellas, joyas máximas. 

Góngora es muchas cosas, pero es ante todo atrevimiento:
La asimetría barroca, los arranques lumínicos, la bifurcación expresiva, los elementos metafóricos de segundo grado y su entrelazamiento; la vegetación de Sicilia como el torso embrollado de un titán, la valentía conceptual frente a lo monstruoso, lo lóbrego y lo inarmónico; el rigor implacable que suponemos latente, próximo, germinal; la bilateralidad de acentos, los cultismos latinizantes, el hipérbaton desatado como elemento expresivo, el encabalgamiento abrupto y su prolongado esfuerzo, las complejidad de las distensiones léxicas, la melancolía expresiva, los dobles encabalgamientos que generan trenzaduras, la violencia repetida del lenguaje y su disposición agironada, el laberinto de laberintos; la armonia contrastada de la octava, ese contraste y ese claroscuro que el barroquismo ama; el desengaño de la ilusión y el engaño de la apariencia, los chistes conceptuales (manzana-falso virtuoso), la continuidad sintáctica que asemeja el arabesco, la huella de un petrarquismo español acendrado, el gigantismo que trae la hipérbole, la tendencia al costraste de ritmos y tonos; el afán de domar y violentar la lengua sin quebrarla, embelleciéndola. 

En definitiva, una obra suscitadora de tempestades exegéticas, sierpe de intuiciones.

Fascinantes las explicaciones del paralelismo entre camuesas y damas opiladas y el gran debate en torno al tributo de la encina, generado por la correspondencia de la partícula de! Sin duda, la genialidad de Góngora es poliédrica, orquestal.

En 1627 Luis de Góngora y Argote pierde la memoria. Conocedor de la libertad para variar el orden de la voces, el orden de los sentidos, advierte ahora ya solo la libertad para variar el orden de los pasos, el rumbo de cada pensamiento deshilado. El poeta avanza por el bosque que es fría greña, y que reconstruye en su cabeza con saña involuntaria, serena ilusión, tendido como está sobre el lecho, flanqueado por dos figuras que se yerguen, elevadas como las de El Greco, y que sabe irá dejando atrás, como una letanía. De suave sombra toman forma sus pupilas, que no son más guardesas de reflejos. ¿Dónde quedan los años jóvenes, la empresa bravía, los delirios de la corte? Persiste el deseo bullente del poeta en palpar con la palabra los cíclopes y los montes, el mar y las serbas y el acero del cuchillo. Luis de Góngora y Argote, tendido sobre la fina planicie de espuma, se agacha en sueños, atravesando así los portillos de las amplias estancias que lo cercan. Allí, en ellas, en todas ellas, habitan las efigies del amor que lo aquietan, amantes cuya figura, cuyo cosmos, quedaron tiempo atrás incólumes en su verso. Faber est suae quisque fortunae. La belleza y la fealdad, la serenidad y la esquiveza, la sombra y el rayo afilado irrumpen barrocos engastados, como las dos caras del mundo, como Jano. La yemas álgidas de una mano que lo seduce en la frente le agitan, como hiciera el viento a una arboleda, y lo hacen de nuevo partícipe de aquel arte suyo cuando lo fraguaba. El verso delicado, como cristal, moviéndose inquieto por la acción del soplete. Luis se serena entonces. Ya están aquí. Pensaba que tardarían aún un poco más. No puede negarlo; le han sorprendido. Pero se serena, no tiene miedo. No, debe comportase, sobre todo ante ellas. Está bien. No hay de qué preocuparse. Sabe que le considerarán arriscado, merecedor de su caricia. Las musas han venido a llevarle.

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