lunes, 24 de febrero de 2014

               LAS CEREZAS DE CÉZANNE


Las peras y cerezas de Cézanne dejan intuir la vida; de ahí que el pintor encontrara en la naturaleza el refugio que el mundo preindustrial no le brindaba. 
Las peras y cerezas de Cézanne festonean un instante; llaman irremisiblemente a la contemplación del ahora -ese tiempo leve de espuma que nos cerca y extingue-.

La pincelada libre del pintor francés, sus elegantes trazos, no hacen sino despertar una bella sonata, una intuición reveladora en que creemos hallar plenitud y consuelo.
Si bien son sublimes sus naturalezas, es en Les Baigneurs y Baigneuses donde los verdes veroneses y el laca de carmín fino ceden a la dulzura destilada de los cuerpos, que son remansos en que la naturaleza teje la prolongación de su vasto hechizo. De este modo, la vinculación precisa de carne y hoja, mundo y hombre, no es sino el irrevocable acto de fe de un pintor que sigue invocando la belleza del ser humano, puesto que cree en ella.
Hay dos lienzos en esta nueva exposición del Museo Thyssen-Bornemisza, Cézanne; site/non site, que despiertan inevitables una gran emoción. Se trata del bodegón de las cerezas, de un rojo que ni la naturaleza misma lo ha sabido hacer más vivo, y el del joven descansando, cuyo rostro se antoja viejo arcón en que guarda el artista el más alto triunfo de la expresión humana.

Las relaciones de color en Cézanne no hacen sino componer un bello poema que permite al pintor aherrojar la justeza de ese instante preciso: la pera que se tambalea, el desnudo que se toca el cuello, la luz que irradia la vuelta de un camino, la suave imagen de una ladera, el rugir de los castaños, la doblez del paño de cocina, el reposo de un hombre que descansa… Cézanne nos enseña a amar la vida, los instantes de singular belleza que atrapan sus cuadros, los momentos más ordinarios y reveladores que pueblan el día. En las cerezas de Cézanne se condensa la génesis del mundo.

Ante un paisaje encendido en que un camino serpentea al norte, ceñido de arbustos, el enamorado contempla cuanto la naturaleza le ofrece, suspira, mira en lontananza, tamborilea el bastón de paseante sobre la hierba que se mece y piensa: “lo preferiría todo esto de manos de Cézanne”. Y es que es precisamente esto lo que consigue el Maestro de Aix; no queremos otras cerezas que no sean las suyas, otro semblante en reposo que no sea el de su hombre descansando, feliz.
Cuanto más se le atiza al fuego más arde, cuanto más se contempla un cuadro suyo más sugiere.

A lo desnudo y a lo perdurable consagra el pintor su obra, a la rama impertérrita y al tejido, a la rocalla y al viento. Cézanne no construye un mundo, sino el mundo; no unas cerezas, sino las cerezas. Sabe ser sabio y genio, pues, sin caer ingenuo en la idealización, logra mostrar la belleza de cuanto existe en el brote y el aliento.

Siempre tan humano, tan generoso con el retrato de lo que nos rodea, Cézanne supera a la naturaleza en su perfección estética y formal, le arranca azul y corinto; su pintura: vibrante, un relámpago, -como diría Salinas-: caricia por caricia, abrazo por volcán.

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