Los misterios de la existencia, el infinito y la creación engarzados en
una cadena de sueños; eso es Las ruinas circulares. Pero, ¿qué nos fascina de Borges y
de su universo? ¿Qué tiene este cuento que, por mucho que nos empeñemos, no
podemos definirlo? Pues bien, estas palabras que nos habitan, engarzadas como los
sueños de los que hablan, ostentan el fino cetro del misterio. Porque cuando las cosas
son obvias en Literatura, siempre se debe desconfiar; y aquí, nada es obvio. Las ruinas circulares encierran un complejo cifrado, comparten con el fuego su naturaleza oculta.
En perfecta sintonía con lo que se ha
dicho en clase: el hombre que sueña es un extranjero, un
expatriado, pues es esta una de las divisas del artista, que
arriba a la tierra sin nombre como náufrago, y que se refugia en
la inmensidad de las ruinas, la piedra y el mito. Lacerado por las
cortaderas, este soñador ve cicatrizar sus heridas pronto. No es
un hombre corriente, como tampoco lo es el creador y, por
extensión, el propio escritor que, en su oficio mágico, se deslinda de lo humano y roza lo insondable. El creador conoce el disentimiento, la
diferencia y la heterodoxia. Y el fuego visible insinúa la presencia de un fuego invisible
que da vida a nuestra esencia y que se manifiesta en las variadas oscilaciones y
excitaciones de la vida psíquica. La perturbadora ambigüedad del fuego y de la historia
que Borges teje podrían haber hecho las delicias de Heráclito, y hasta haberlo despertado
de su noche eterna.
En cierta medida, todas las cosas vivas son fertilizadas, templadas,
maduradas o destruidas por distintos tipos de fuego. ¿De qué fuego se habla en la
historia? A lo mejor de uno, o incluso de mil tipos distintos. Tal vez sea símbolo el fuego
del afán por crear del ser humano, de esa llama inquieta y punzante que palpita en el sitial
de la razón, dicho a la manera de Shakespeare. Cuando el soñador, al comienzo de la
historia, desembarca en la unánime noche y repecha la ribera, y cuando las cortaderas le
dilaceran las carnes, me asalta una imagen: ¿no se entra así también en la Literatura,
como en la vida, con dolor y lágrimas? Los escritores también sueñan nombres que
imponen a la realidad; también buscan almas que merezcan participar en el universo.
Escribir es “mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin
cara”. ¡Cielos! ¿No tiene esta última línea del maestro complejidad infinita, realidad
propia? ¿No condensa la arrolladora fuerza creativa que concede a pocos, muy pocos, la
genialidad? El soñado al fin despierta porque es lanzado al mundo, como el escrito
rebrota a los ojos del que lo lee.
Considero que, tanto el dios del fuego como el de las ruinas, remiten
a un pensamiento claramente heleno. El fuego como dios y como principio es el eco de
las máximas grecohoméricas, y el círculo como modo cognoscitivo: todo deviene, y todo
acontece siguiendo el esquema de una esfera que se retroalimenta. Esta noción cíclica
del tiempo -eterno retorno- se encuentra ligada a la noción de finitud y racionalidad
propias del espíritu griego antiguo.
Las ideas del mundo y de la realidad como productos de la mente,
alquimia oficiada por el hombre, se presentan en estas páginas arrolladoras, como un
torrente lacerado. El cuento recuerda otros textos de Borges, como el poema “El ajedrez” ,
y remite a modelos estéticos y filosóficos de gran calado.
Borges dijo en una afortunada ocasión que la Literatura era un
sueño dirigido. No puedo concluir estas líneas sin hacer mención de una divisa alquímica
con la que me topé en Opus Nigrum: Obscurum per obscurius, Ignotum per ignotius.
¿No es esta la labor del escritor: ir a lo oscuro por lo más oscuro, a
lo desconocido, a través de los más desconocido?
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