PICASSO SE ARROGA EL DERECHO A MANIFESTARSE
Su presencia en diez obras en el Museo del Prado cierra un pacto de siglos.
Cuidado; un fantasma muy vivo anda suelto.
Picasso se consagra en el Prado. El pintor malagueño midió con la necesidad del genio huidizo, mas consciente del valor de la memoria creativa, desapegado de las normas que coartan, su propio talento en la pintura con los grandes, desde Velázquez a El Greco, antes de trazar caminos propios, desde el periodo azul a la muerte del compañero del alma, compañero, Carlos Casagemas, a la rotundez de las formas en los arlequines que parecen mirar a la farsa de que está hecho el mundo; los retales de colores los visten a lo Cocteau: sí, de todo esto estoy hecho, a semejante manera adornado, el sello de la raza de los acusados -que diría Jean-.
La variedad del registro picassiano no es sino la prueba de un alma que siempre se interroga a sí misma, la evolución exaltada de un estilo que es una nueva perspectiva con que pensar la vida, un intento de suicida por que el arte y la sociedad se entiendan. Tal vez recordó de nuevo Picasso el modo en que debían vivirse los cuadros.
Los diez Picassos del Kunstmuseum de Basilea han sido prestados al Museo del Prado. Echan raíces finas ya en la galería principal, hasta el 14 de septiembre, del lado de los grandes lienzos de los maestros con quien el malagueño osó medirse. Es un pacto. No tiene mayor valor El entierro del Conde Orgaz que el Arlequín sentado. Ambos constituyen piezas indiscutibles que ofrecen rico testimonio de la capacidad de un espíritu cuando se muestra inquieto, cumbres de un museo que Jean Leymarie definió como “santuario de la pintura occidental”.
Pablo Picasso fue director del Prado entre los convulsos 1936 y 1939, antes de la llegada del fanatismo hueco y el culto nacional-católico, aniquilador, que recordaba Juan Goytisolo perdura aún como despropósito. Ahora parte de su obra es acogida por la institución y hermanada a los otros maestros. Pablo y Velázquez se saludan afables. Es un pacto, como decimos, un pacto firmado tras un puente de varios siglos de memoria del arte.
El malagueño es desde nuestro punto de vista el gran hacedor de la sencillez humana en pintura; sus figuras, muchas de ellas dominadas por los trazos limpios del arte ibérico, mediterráneo, incluso africano, más primitivos, vuelcan su imaginario en una tradición vasta y mítica que se remonta lejana a los pasos primeros de un minotauro en Creta. Si algo hace soberano a Picasso en la nómina de artistas del pasado siglo -junto a otros pocos como Amedeo o Matisse- es su voluntad por alejarse de las corrientes de grupo y por crear, con la única compañía de sus traumas y de sus miedos, de sus muertos y del recuerdo del olor limpio de sus amantes, una forma alejada de la abstracción y del expresionismo de hacer arte, un camino exclusivo en que hallar el alma última de sus retratados, que trazan esa suerte de mascarada horadante que crea en la memoria el recuerdo de su pintura.
Hay un redoble fenicio, también etrusco, en la mirada fuerte y desgarradora de sus figuras más presentes, un recuerdo de mediodía entre encinas y cante jondo. Apollinaire decía que Picasso era más latino por el espíritu y más árabe por el ritmo. Más allá de la aurora y del Ganges crepita un mundo nuevo. El vasto imaginario oriental se filtró a la cultura española por vía oral y ha perfundido plácido, solícito, como un amigo viejo, el corazón del malagueño.
La volumetría picassiana la ostentan por derecho las diez pinturas cedidas al Prado, entre las que se incluyen Los dos hermanos (Les deux frères, 1906), Hombre, mujer y niño (Homme, femme et enfant, 1906) o El aficionado (L’aficionado, 1912).
Leymarie nos vuelve a hablar de la sexualidad como el resorte esencial de la poesía en pinceladas de Picasso, que demuestra congela movimiento, tal cual es, como prueban los tesoros de Basilea.
La fotografía de más arriba la hizo Robert Capa. Retrata a Pablo jugando con su hijo Claude en Vallauris en 1948. Reclamada la atención, el pintor se presta a un juego antiguo, que con cada chapoteo le apega a la criatura, al momento ya preciso, la gracia del pequeño desnudo, de su fragilidad rescatada, la imagen lechosa de su piel -a la que tanto aguarda-. El ánimo es el mismo que cuando con el pincel. Se opera sobre una materia en vida plena sumergida, ora color y lienzo, ora músculo y risa y latido y, consciente de su valor, la vanidad aparente de haberla sugerido, de haberla provocado, reporta el placer satisfecho de que nos habla la instantánea. Mucho se ha dicho de la personalidad tormentosa y abusadora del genio, de su maltrato y su arrolladora sed de tiranía. La expresión de su rostro en la fotografía de Capa nos comunica otra cosa: el misterio dulce de quien con su obra eclipsa su propia vida. Picasso ya no es el padre de la imagen, el de su hijo Claude, sino el portento a la carne, a un rostro que nació anónimo -que ha visto borrado el tiempo atrás a favor de su arte-, el trazo nunca mudo del ingenio que supo el camino porque él mismo lo creaba, de la llamada del color en lienzos a los que se apega el conocimiento todo del hombre, apoteosis y escarnio, progreso y comienzo, resistencia, recuerdos amables; de esta suerte se metió Pablo Ruiz en el discurrir lento de las altas empresas de la sangre, que no se rinden; se sacó toda la poesía del alma para, antes de morir, legárnosla.
De su locura de artista tomamos ánimo; las ilusiones nos duran más fuertes.
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