KARAMÁZOV, UN LODAZAL EXISTENCIAL
Un festín de las miserias del hombre es este montaje del imparable Gerardo Vera, que firma una puesta en escena sobria en que los personajes y sus hilos se mueven con soltura y presencia, entre el melodrama y el relato elegíaco. Juan Echanove está poseído por su personaje, y regala escenas bordadas para el recuerdo, como por ejemplo esa magistral entrada de Fiódor Pávlovich Karamázov sentado en la alfombra que lleva y tira Smerdiakov, con los accesos de música hitchcockiana y el grito en la garganta, una soledad sumida en el alcohol y el deseo.
Los personajes de Dostoievski tienen en la cabeza, como bien asegura Dimitri Karamázov, un avispero de insectos desquiciados, y sienten placer en los oscuros lugares de la conducta, la humillación o el odio; inconscientes transmisores de la verdad, vehiculan fuertes nociones de sabiduría en las que reparan siempre demasiado tarde: el verdadero infierno es no poder amar. Almas abotargadas que de pronto se desbordan llenando la página y la escena de energía, como cuando Grúshenka expresa su deseo de arañar la tierra y vivir, ya cuando Dimitri se encuentra en prisión y en el horizonte se levantan las borrascas.
El montaje sigue el itinerario enajenado de un brote epiléptico, incluso en las escenas en que nada ocurre el ánimo está en vilo, y precisamente por esto el acercamiento al retrato del creador, máximo Karamázov, se pergeña en la iluminación de Juan Gómez Cornejo con esos espacios del recuerdo psicológico y las tonalidades nocturnas y mortecinas. Recordemos aquello que tan bien formulara Rembrandt: que la luz venga siempre de la pasión.
Dostoievski, atormentado por la mala fortuna, fue testigo de la temprana muerte de su madre y del brutal asesinato de su padre por parte de sus propios siervos, sufrió la censura de Iglesia y Estado y la condena a trabajos forzados en Siberia, la adicción al juego, los brotes epilépticos y la muerte de su hijo Aliosha a los tres años. Escribió 11 novelas, 20 relatos y 3 ensayos. Ya se ha dicho. El dolor es fuente de conocimiento.
Una obra sobre la culpa, el remordimiento, la redención, el perdón y el castigo, Los hermanos Karamázov es mucho más que la historia de un parricidio, escrita entre 1978 y 1880 y acabada tres meses antes del fallecimiento de su autor. Pasión y obsesión, ternura y dolor, y muerte, toujours la mort, que parece se personifica en la agrietada, podrida madera de las paredes. Ventanales abiertos y cegados como las cortinas de un matadero, así definía Vera la escenografía, que equilibra la temperatura emocional de una obra desmedida, en la que cabe todo, tantos sentimientos como rencores y sueños viejos. Un monumento a la compasión humana y a la comprensión de la naturaleza oscura de los hombres.
No obstante, quedémonos con las palabras de Aliosha en el epílogo, cuando los hermanos, reducidos a la inocencia de tres niños, juegan con un Pávlovich luminoso, como nunca creímos que le veríamos, en una escena profundamente whitmaniana : caminaremos junto al mundo con esperanza.
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