El buen talento y honestidad para entender a un poeta. Lluis Pasqual brinda un recorrido por la memoria de sus montajes e intuiciones en una obra de respiración corta, pero tan intensa como un puñado de versos. Es transmisión de un conocimiento irremplazable. Le debemos a Lluis, entre otros, la buena salud del teatro en nuestros días.
Opúsculo sincero, surgido para iluminar –qué difícil, después de tantas páginas escritas sobre él– la trayectoria vital y artística del poeta asesinado.
Aquí la perspectiva no es académica, sino personal, y es la fascinación por la obra de Federico un camino para ofrecer una semblanza, un autorretrato íntimo de director, el del gran director de escena recordado por El Público, Haciendo Lorca o La casa de Bernarda Alba, y cuyo último trabajo fue el magistral Rey Lear representado en el Lliure, teatro fundado por él en el 76; también se ocupó de la dirección del Centro Dramático Nacional, del Arriaga, del Odéon de Paris y de la Bienal de Teatro de Venecia.
Pasqual conoce a Lorca, es un amigo que le quiere bien, y nos regala sus anécdotas –como la fascinante de la Sardá cuando explica a la Poncia–, demostrando que sin el trabajo riguroso y sentido, a flor de piel, en sus montajes, la obra del dramaturgo, traducida a la escena, hubiese sido diferente, y que con su compromiso se volvió rica y fiel, natural, cargada de significaciones, como si el mismo granadino la hubiese puesto en pie, como montajes más de una barraca sin tiempo que siguiera cruzando los caminos.
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