MILENA, VENCIDA, Y QUE AVERGÜENZA AL VENCEDOR.
Milena Jesenská le debe el recuerdo de su vida a la obra de un autor capital, el maestro de la parábola pura que decía W. H. Auden, Franz Kafka. De no ser por la estela alargada de la fama y el talento de un autor de ficciones de su talla, la de Milena sería una semblanza más en el curso ancho de las voces perdidas. Silencio y destrucción. Suma y sigue. La ley del mundo.
Milena superó la ciega autoridad de un padre que la tiranizaba, el internamiento en un manicomio en que la recluyó tras no permitir su relación con Ernst Pollak, con el que finalmente se casaría y junto al que viviría una gastada rutina de engaños que acabarían estancando el más fino rescoldo de un amor que era fuerte, como ella. Tras la temprana muerte de su madre, Milena, siquiera una adolescente, se ratificó como dueña de su cuerpo y de su historia lanzándose a la bohemia y al placer en una Viena post-imperial poco acostumbrada entonces a tales transgresiones. De brazos en brazos, como en un cortejo de delicia pintado por el Bosco, Milena Jesenska ensayó su estrenada libertad. Se la conoció poco después como una de las grandes periodistas, de raza y sentido compromiso social, y como una intelectual, traductora de muchas de las grandes obras de Franz al checo, gran transportista de maletas, escritora, maestra –del mismísimo Hermann Broch siendo este un infante–, limpiadora, cocinera, confidente y demás trabajos para enfrentar o colorear la vida. Ejemplo de solidaridad y réplica justa a la barbarie, Milena, no siendo judía, resuelve caminar por las calles con una estrella amarilla prendida del abrigo, y acaba sus días encerrada en el campo de concentración de Ravensbrück, en que se ganará justa fama debido a su conducta animosa, valiente y compasiva, facilitando los estragos de sus compañeros, y en que habrá de sufrir el rencor de los guardias y de otros muchos internos –que padecían su mismo destino– confinados y partidarios radicales del estalinismo que no olvidaban las duras críticas de Jesenská a los horrores acaecidos en Rusia, en que, bajo el engaño de la utopía pacientemente edulcorada, se habían perpetrado las mismas atrocidades que entonces en suelo checo. Pese a todo, Milena no decaía, y el esfuerzo por la alegría, y si no ya por la alegría, por la esperanza, la supervivencia, seguía copando sus fuerzas.
Resolvamos su historia: una heroína moderna.
Nos viene a la memoria la muy kafkiana frase: “toda revolución se evapora y deja atrás solo el limo de una nueva burocracia”.
Era un tiempo borracho de dolor, de una crueldad rayana en lo patológico, de ahí que encontrase en la morfina un suave remanso, una adicción que, como el narcótico, anulaba la sensibilidad, para que la sensibilidad no se desquiciara.
El que alimentó por Kafka fue un amor que vivía entre cartas. De ninguna otra manera podía. El autor de la Metamorfosis, atormentado de miedos y fantasmas, la sombra de un sentimiento de angustia que le anegaba aún desde el horizonte de una infancia inacabable, posible víctima de un trastorno esquizoide de la personalidad, inhabilitado para la vida, no podía prometerle nada. Un destino cruel y doloroso, como sus libros. De haber contado la Psicología en su tiempo, tiempo también del prejuicio y el desconocimiento, como merecía y cuenta hoy, con los atributos de ciencia, profesión y disciplina académica, tal vez Kafka, como muchos otros, hubiese podido ahorrar padecimientos de carácter nervioso que, no hay duda, agravaron su ya aguda tuberculosis pulmonar.
En la nota necrológica de la joven Milena –que contaba con 24 años– sobre Kafka, diría: “veía el mundo lleno de demonios invisibles que destrozan y exterminan al hombre desprotegido. (…) Todos sus libros describen el horror de una misteriosa incomprensión, de una culpa inmerecida entre los hombres. Era un artista y un hombre de tan delicada conciencia que oía también allí donde otros, sordos, se creían a salvo”.
Consciente del temor que despertaba la perspectiva de una relación asentada con el escritor, acaudillada por el ascetismo riguroso, los tormentos del alma, Milena, que tenía la certeza de poder ayudarlo, sanarlo quizá, mejorar su condición, hacerlo vivir aunque tenuemente, decide no condenarse a sí misma, seguir el dictado de su propia dignidad, marcar un camino que no sería el de acompañante o consorte, sino uno propio, espinado, mas propio, y aquí estriba su grandeza.
No fue egoísmo, sino la necesidad de hacer valer una autonomía puesta tantas veces en duda, una felicidad que no llegaba, como los trenes que se pierden entre la niebla de las montañas y que caen por pendientes de rocas y falsos caminos.
Ya en los estertores de su fuerza, que había sido justa, que había sido grande, imaginamos a la señora Jesenská entre las alambradas de la muerte, y de pronto, con el golpe del viento sudeste, cómo le resuenan sorprendidas las palabras que le había escrito años atrás a Max Brod, albacea del autor de El proceso: “todo heroísmo es mentira y cobardía”.
Con la sonrisa que rápido se desdibuja, la ironía de quien sabe ha aprendido algo imborrable, Milena cierra los ojos.
Maravillosa pequeña historia, narrada con palabras humildes y fuertes, delicadas y apasionadas, para un ser humano, una mujer culta y llena de vida. Leí sus cartas a Kafka, pero tu me has regalado este articulo, y casi me parece de haberla conocida
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