LAS MAESTRAS DE LA REPÚBLICA
Una vez se llega al lugar, escenario becqueriano, piensa el viajero en el Madrid que ha dejado atrás como en una sombra gris que, día a día, se supedita servil a la intensa luz que emerge de la Colina de los Chopos, acrópolis de la República, tierra que acoge a una Institución que mira al futuro con determinación regia, que grita la injusticia, que abandera el cambio. Los dos edificios de habitaciones, conocidos como los gemelos, y levantados por Antonio Flórez entre los ya pasados 1913 y 1915, reciben al visitante como cíclopes, faros alejandrinos en los que se cultiva la mente y el cuerpo de los más jóvenes. El lugar se guarece bajo una pátina de nigromante misticismo que, con su feroz dominio, llega hasta los opalinos adoquines de la entrada, engulléndolo a uno con las tretas que gastan las novelas o nivolas aquellas en las que habitan Augustos Pérez, Fortunatas y Jacintas. El romero, tomillo y jara de sus jardines, y que tan servilmente alfombran el terreno, lo embrujan desatando los efectos del sahumerio; y las puertas de madera chirrían al viento, las voces de sus residentes se cuelan por sus quicios; el débil sol del invierno vuelve la forma inerte viva.
Una vez se llegaba al lugar en tiempos de la República, se sentía todo eso. Hoy queda solo un regusto amargo, como el de los vinos cuando se estropean, como el de los sueños fallidos, cuando se visita la Residencia de Estudiantes, una Institución desde la que se combatían las grandes deficiencias a las que habían tenido que hacer frente las universidades: la sentida ausencia de las lenguas modernas, la precariedad de los laboratorios, la inexistencia de atención individual a los estudiantes..., y demás aristas intolerables que hacían imposibles a los maestros impulsar una sociedad nueva y justa.
De sus muros de piedra salían pequeñas ramitas de verde oliva que serpenteaban como las letras en el papel. En la Residencia de Estudiantes se educaban ciudadanos, no señoritos. Cuando se estaba allí, se intuía siempre una nueva forma de vida que se remusgaba profundamente humana, que se expandía.
El ganador del Goya 2014 al mejor largometraje documental, Las Maestras de la República, dirigido por Pilar Pérez Solano, rescata del olvido los nombres e historias de un inabarcable grupo de mujeres que por primera vez en décadas se empeñaban por formar y no adoctrinar, y que poco después serían encarceladas, exiliadas o fusiladas.
En este país tan poco generoso, se agradecen las pequeñas muestras no de afecto, sino de respeto y consideración, de rescate, hacia los docentes que impulsaron una educación basada en los principios de la escuela pública y democrática.
En este país tan poco generoso, se agradecen las pequeñas muestras no de afecto, sino de respeto y consideración, de rescate, hacia los docentes que impulsaron una educación basada en los principios de la escuela pública y democrática.
Si bien se trata de un trabajo documental puramente convencional y de escaso prodigio directivo, sí despierta una dialéctica necesaria entre nuestro pasado, presente y futuro. En la actualidad tendríamos que hablar del yugo -cuasi imperial- del inglés en detrimento de otras muchas lenguas, de la vejación a la que se han visto sometidas las humanidades clásicas, de la inmune, disfrazada y perniciosa intrusión del catolicismo en los programas educacionales, del nulo fomento de la creatividad... Es extraño que el siguiente pensamiento de Josefina Aldecoa sea una meta por alcanzar aún en nuestros días, cuando nos queda la tarea de que el compromiso ético se constituya como una de nuestras señas de identidad: "Educad a los niños. Educadlos en la tolerancia, en la solidaridad. Transmitidles lo más importante que tenemos: la herencia cultural".
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