EL PÚBLICO
UNA CABEZA DE AMOR EN LA RUINA
El hecho que aísla El Público, de Federico García Lorca, es su falta de continuidad, siendo esta mucho más que un acierto, un ejercicio de fragilidad y de introspección que dirigen el rumbo, sonámbulo e iluminado, del espectáculo. Mucho se ha hablado del desorden de algunos de los cuadernos, de la sospecha de obra inconclusa. Poco importa. El Público es una sucesión de imágenes que no buscan otra cosa que la esencia del teatro tal y como su autor la ideó: un cuerpo conmovido en medio de un espacio en penumbra. Nada más. Peter Brook lo definiría de un modo muy parecido años más tarde. El señor Brook, bendito Brook, dice en La puerta abierta: “en el teatro es posible experimentar la realidad absoluta de la extraordinaria presencia del vacío, comparada con el pobre revoltijo de una cabeza atestada de pensamientos. (…) Una idea ha de hacerse de carne y hueso, ser una realidad emocional. (…) La vida en el teatro es más visible, más vívida que fuera de él”.
El público no aspira a ser una obra de teatro en el sentido más convencional, merced de una tradición medida por patrones sociales heterotópicos -tradición que sigue imperando, y que habría que desestabilizar-. Lorca desestabiliza esos mismos patrones y lo hace en la década de los treinta, e inaugura un nuevo camino para la empresa dramática, un profundo y dificilísimo juego poético.
“no quiero daros miel, porque no tengo, sino arena”. (Extracto de una conferencia. Nueva York, 1929).
El público, subyugado por las imágenes, atendería el drama del teatro bajo la arena, el que por prejuicio y cobardía nunca se mostró. La pieza, como nos deja adivinar su título, reflexiona sobre la actitud de los espectadores, y les invita a zambullirse de golpe en una realidad que les es ajena y atractiva.
Álex Rigola recoge el testigo de Lluis Pasqual -primer director en poner en pie el sueño en 1985- y convierte el teatro de La Abadía en el camarín de un “alegrísimo deseo”. Largas cintas de lo que parece aluminio en que queda reflejado el rostro del poeta, un piano y otros instrumentos, tres lámparas de cristal y un alto montículo de corchos oscuros como arena. El reparto coral y en sintonía, con un gran respeto por el texto, sin alteraciones, se compromete. Brilla una Irene Escolar encantada en la palabra, en el valor de la denuncia de un texto libérrimo:
“pero después enarbolaron los cuchillos y los bastones porque la letra era más fuerte que ellos y la doctrina, cuando desata su cabellera, puede atropellar sin miedo las verdades más inocentes”.
La voluntad bastarda de las máscaras, la lucha con la máscara otorga razón de ser a las pulsiones sexuales en el drama, encarnadas en los caballos que aquí aparecen desnudos.
“La libertad de los desnudos…”.
“Porque somos caballos verdaderos, caballos de coche que hemos roto con las vergas la madera de los pesebres y las ventanas del establo. Desnúdate, Julieta…”.
Una Julieta resucitada para volver a amar, volver a vivir, un Director encarnando las pulsiones creativas con miedo a vencer la norma, abandonar la tribu, un centurión con disfraz, la cabeza fuera con el dibujo de un conejo manchado en sangre, verdugo e imagen de la ortodoxia sexual, con un bate en las manos, la violencia en el paso egoísta, luego tres personajes, tres hombres que sopesan el enterrar un teatro, ¡un teatro al aire libre!
Quedan las escenas -tan logradas- de la figura de Pámpanos y la figura de Cascabeles, la salida de Julieta del sepulcro, su parlamento con los caballos, los versos del Pastor Bobo -en el Teatro del Siglo de Oro figura arquetípica, la del tonto que dice la verdad- antes del cuadro quinto -con el acierto de que sean versos cantados-.
“¡Balad, balad, balad, caretas!”.
El Público aborda la represión que sentimos por el mundo que nos rodea y aquella que nosotros mismos nos imponemos frente al mundo.
Una revuelta teatral que devuelve a la escena toda su dimensión poética. Amores imposibles y dolores inexplicables. Miguel García Posada escribió en su prólogo al teatro completo de Federico que El Público “tiene mucho de auto sacramental, sin sacramento religioso”, pero sí hay un sacrificio, el del Hombre 1. “El drama de la subversión total”, concluye.
El arte es una premonición de la vida. Lorca, como el Hombre 1, sacrificado; Rafael Rodríguez Rapún, sacrificado. Valientes, no se dejaron devorar por la máscara. La grupa de los caballos les llevó a lo oscuro, camino del “musgo sin luz”, y dijeron adiós con los ojos abiertos.
El Público es una de las empresas literarias más valientes del teatro conocido, la búsqueda enardecida de una pasión, una identidad, un modelo de libertad; el cese de la turbación sexual y afectiva, no ya de un autor, sino de una fuerza creadora como no se ha conocido.
Teatro representable, teatro para el conocimiento, un viaje a la cabeza de Federico García Lorca, a sus miedos y anhelos más profundos, “para que se sepa la verdad de las sepulturas”.
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