domingo, 19 de enero de 2014

A PROPÓSITO DE “PIERRE MENARD, AUTOR DE EL QUIJOTE”.
                Cuando se abre el libro se acciona suave un picaporte, y una densa nube de papel sume a lectores, escritores y personajes en lo que Pierre Menard denominó -y para la constatación de lo siguiente podrán referirse a las memorias de la Baronesa de Bacourt- “la vorágine de las Troyas”.
En esta nube de papel y de sombra que engendra al lector, que engendra al escritor, que engendra al personaje, que engendra la vorágine, confluyen lo terrenal y su liberación, la carne y el sueño, la naturaleza y el espíritu. 
En el Don Quijote de la Mancha de Cervantes, novela de novelas, el canónigo hace un detallado escrutinio de la biblioteca del iluminado, al igual que el narrador del cuento con la obra de Pierre; esta semejanza, este espejo contra espejo, este detalle, este guiño, no es sino la chispa que vincula a Monsieur Menard y al universo de Don Miguel en un mismo microcosmos. Esta vinculación no se hubiera podido dar con otros títulos, con textos fácilmente legibles y cerrados. La vinculación con el monumento cervantino viene justificada por su contemporaneidad inmanente.
Pero Menard no quiere ser Cervantes. Menard quiere seguir siendo Menard y llegar de este modo a Don Quijote, desde sus propias vivencias y expectativas en tanto que Pierre y no Don Miguel. Es decir, llegar a Alonso Quijano no por medio de la intentio auctoris, sino de la intentio lectoris
Pierre Menard consagra su vida a una empresa bravía, un coloso. Este afán, este misterio, este claro propósito es a Pierre su tósigo y redención. Alguien dijo que no hay nada más bello que unir literatura y cine. En el maravilloso film de Jane Campion, El Piano, el personaje principal, Ada, cuando cae en la cuenta de que no volverá a tocar como antes, se deshace del instrumento, que es su voz, su único modo de expresarse, arrojándolo por la borda; pero desliza segundos antes el pie a la cuerda que rodea el bello piano y, cuando este cae, cae ella también con él. Si su voz torna cautiva del mar, entonces su cuerpo también será cautivo. Así es Pierre Menard, un tierno recluso de ese deseo que radica en la ejecución de una idea que muchos considerarán ilusoria. Pero, ¿no es acaso nuestro baluarte la ilusión? Como Ada para con su piano, Pierre vive para alimentar la escritura de Don Quijote de la Mancha, un sueño ya soñado del que quiere participar, la interminable y heroica hazaña de una vida, digna empresa de la que ya no queda un solo borrador que la atestigüe. 
Profundamente irónico, Borges despliega los resortes teóricos de la creación literaria en una historia en que se desvanece el punto de vista narrativo. A medio camino entre la ficción y la realidad, Borges hilvana como nadie el juego intertextual y la tematización del acto del leer y el proyectar. El mise en abyme de la metanarrativa planea sobre el relato con la persistencia del diluvio. Durante la lectura, al igual que Cervantes en cierta ocasión, uno se ve arrastrado por la fuerza de su subconsciente y, desamparado, se ve en la obligación de cubrir con su experiencia los espacios de indeterminación. Por eso Pierre Menard nos fascina, porque nosotros somos él mismo. Nosotros le damos cobijo en nuestra memoria, le soñamos, al igual que él hace con Don Quijote. Sostiene nuestro intelecto y deducción a Monsieur Menard del mismo modo en que sostiene él un sueño: el de ser Cervantes; y no solo esto, sino el de ser Cervantes y trascenderlo, mucho tiempo después de su extinción, en un siglo que implora al cielo caballeros de nobleza inextinta. 
El acto de la lectura completa el texto del mismo modo en que la serpiente que se da alcance completa el uróboro. Las palabras de Borges estimulan al lector, lo incitan y, en última instancia, lo despiertan. Y es que la revisitación de las grandes obras tiende a modificar su potencial significativo y trascendente. Las obras se muestran proclives a su enriquecimiento, aceptan su modificación. Las grandes obras, aquellas que se definen por su apabullante contemporaneidad, como Don Quijote de la Mancha, son como esos antiguos espejos aztecas de obsidiana: una fina superficie de bruma en que nos vemos reflejados, amparados allí, frente a nuestro cuerpo, en la superficie cambiante, rodeados por las historias que alguien ideara y que, á la diable, a ciegas, siguiendo el instinto último que nos cimbra, completamos. 
Lo que hace de la Literatura un milagro es su necesidad de renovación. Los textos no son fósiles enterrados en la cripta de lo que aconteció. Los textos son agua, una bella y diáfana corriente que no cesa; de ahí su especial natura, su alquimia. Las palabras pasan siempre por el tamiz de nuestra experiencia, y la palabra poética retiene el tiempo, lo cloroforma, lo condensa y lo arrastra a la tierra profana en que se gesta la condición del hombre, una historia que no es ni verdad ni mentira, sino verosimilitud. La Literatura pone al tiempo en diálogo consigo mismo y, finalmente, lo anula. Prefiguración, configuración y refiguración son las premisas que nos hacen cuestionar la totémica presencia de las agujas en derredor. Anaximandro dijo que “las cosas expían sus propios excesos”. Pues bien, la Literatura es el espacio en que el tiempo expía los suyos, sus muchas inclemencias. Del despertar de cuanto presuponíamos incierto, del descubrimiento, emerge un mundo en que el tiempo no es más que un pedazo de piedra apenas cincelado. Contemplación, invitación; las palabras convocan a la existencia. 
Y en la armadura de Cervantes se reflejan muchos mundos, muchas sombras. Cuando uno lo lee se refleja en ella, y en ella queda atrapado, felizmente recluido. En la armadura de Cervantes se refleja en tierna efigie Pierre Menard: creador, mito, fracaso, enamorado. La armadura de Cervantes contiene la génesis del mundo, el milagro hecho a sí mismo.  

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