miércoles, 10 de diciembre de 2014

"Merecen la Libertad, como la Vida, quienes la conquistan día a día".
EMERGE UN TEATRO PROFUNDO

El Fausto de Tomaz Pandur, para quien el Teatro es un proceso de alquimia, huele a incienso y a universo poderoso. El director esloveno convierte espacios en atmósferas de gran voltaje en que la palabra se bendice y el actor es arrastrado fuera de su zona de confort; rescata la esencia del texto y la devuelve joven a nuestro tiempo, porque Fausto es el héroe oscuro, insatisfecho, descreído, desencantado, torturado, nada lo colma, como al hombre moderno.
El mundo Pandur es enérgico, sugestivo; vuelve en el escenario el milagro del teatro a ofrecer toda su magia: Fausto -gran Roberto Enríquez- sella su pacto bebiendo sangre, besando a cada uno de los cuatro miembros que encarnan las fuerzas, la familia Mefistófeles -el mundo contra el individuo-, cuyo común elemento es el mal. Marina Salas torturada entre las aguas; Ana Wagener desquiciada en la piel de la Inquietud; Pablo Rivero como Valentín y como quimera y Víctor Clavijo golpeando las piedras que condenan al hombre y que dominan la escenografía, perfecta, a cargo de Sven Jonke. La familia: un cuarteto de actores maravillosos, alegoría sabia del deseo acre por todo aquello que no poseemos. 
¿Qué le conceden a cambio del alma? 
Conquistar la realidad total, realizarla.
Emilio Gavira como símbolo de Dios, que pasea un incensario cuyo aroma se extiende entre el público, que fuma y que sostiene y reparte la copa con sangre, que se apoya lascivo sobre el pecho de Margarita, y que come hostias consagradas como galletas en una estampa genial e irreverente. 
Se ha hecho justicia. El teatro ya es templo. Templo pagano.
La escenografía se basa en una coreografía de tres paredes móviles gobernadas por la simbología alquímica y masónica, una estética de blancos y negros, a lo Pandur.


Basada en la obra de Goethe, en las leyendas medievales y en los estudios sobre el tema, hallamos una historia intelectual de la humanidad, el paisaje interior de un hombre que dice: “Instante, detente, eres tan bello”, el crudo retrato de nuestra civilización, belleza punzante, angustia existencial. 
Un trabajo escénico en que intuimos al elenco le va la vida en el texto, instantes irrepetibles, que no se detienen, y por eso tan válidos, como el de la carrera, o los dos grandes monólogos, o la muerte de Valentín, o la llamada desesperada al perro sobre la pared, o las proyecciones de símbolos astrales sobre el cuerpo derribado, o la familia Mefistófeles representando sus escenas de acuerdo al orden mortal. Teatro dentro del teatro.
Un montaje enemigo de las convenciones artísticas, que nace de la necesidad de un director honesto e inspirado, maravillosamente barroco, portador de una estética personalísima y de un sentido de los dramático encumbrado. 

Pandur hace del Teatro un rugir profundo, una experiencia rica y desatada, una ceremonia profana que acerca al hombre a lo que en verdad es, que lo reconcilia consigo mismo.







martes, 9 de diciembre de 2014

                        EL TESTAMENTO DE MARÍA


"Ya vendrá el día en que el engendramiento de Jesús por el Supremo Hacedor como su padre, en el vientre de una virgen, será clasificado junto a la fábula de la generación de Minerva en el cerebro de Júpiter”.
"En todo país, en toda era, el sacerdote ha sido hostil a la libertad”.
-Thomas Jefferson-.

Blanca Portillo lleva a flor de alma la crudeza y la pasión en El testamento de María, pieza teatral del irlandés Colm Tóibín que rastrea la humanidad perdida de un personaje que en el imaginario católico no es frecuentemente desligado de la noción de mito. Aquí María, como la Venus de Pigmalión, se hace mujer. Resultaba forzoso convertir a un personaje bíblico tan encorsetado y supeditado a las cuitas y devenires de mayores personajes masculinos en el de una mujer que sufre, piensa, influye y necesita de la palabra para liberarse y explicarse, para dar eco a su dolor, al resentimiento que guarda a Jesús por su arrogancia encendida, por no escucharla; un hijo al que le es imposible dejar de amar.
Ofrecer a este hijo de María como emanación violenta de un poder sin memoria es un acto tan válido como encumbrarlo. El Jesús que rememora Colm Tóibín por medio de la riqueza de su talento no es sino un aficionado a la grandilocuencia afectada que severo le espeta a su madre: “¿Qué tengo que ver contigo, mujer?”. Lo más cierto es que quien crea en el castigo eterno diste mucho de lo profundamente humano. Muchos sabios han puesto por encima de la figura de Cristo a personalidades como Buda o Sócrates. No iban mal encaminados con su pensamiento.
Y es justo. Debemos desbancar las nociones de mito. Bertrand Russell nos dejó escrita una valiosa reflexión: “Cualquier sistema moral que tenga una base teológica se convierte en uno de los instrumentos a través de los cuales los poderosos conservan la autoridad y dañan el vigor intelectual de los jóvenes”.
Esta obra desbanca a María, y la vuelve mujer a nuestros ojos, libre de expresar su dolor y su miedo.


La búsqueda de Portillo es una búsqueda de redención. Que nadie le acuse; está allí para contar la verdad, señalar la poca fiabilidad de las escrituras, su talante ficcionador, la ambición de los evangelistas por perdurar en nombre y a merced de burlas a lo honesto, como discípulos empeñados que fueron en dar a conocer las desventuras de una fábula imprecisa, dominados por un desdeño intransigente hacia todo lo que no fuese cristiano. La intolerancia y sus fuertes vientos nacen tras la proclama fiera de grandes verdades. 
María sufre y lleva a cuestas la vergüenza de no haber permanecido junto a la cruz hasta la muerte del hijo, de no haber lavado sus heridas.
La escenografía recrea con mesura el interior de su casa en Éfeso, donde permanece custodiada y medio secuestrada por los seguidores de las enseñanzas de su hijo. Los anaqueles y las maderas viejas no son sino los intrincados recovecos del recuerdo, un limbo llano que contiene los detalles que ha ido desprendiendo la vida al pasar. Un pozo luminoso del lado izquierdo recupera la trascendencia y el valor de los sueños, lo incognoscible, y libera de opacidad la escena. 

Intensa y poderosa Portillo, le nace un hambre de memoria que la domina y atormenta; sabedora de un dolor infinito, nos regala momentos de gran belleza, como ese incontenible, audaz y aleccionador en que le reza a la diosa Artemisa y se recuesta agotada con el deseo de hacerse viento, de dormir sobre la tierra seca. 
Cesen las plegarias que desde el comienzo se han proferido. María no ha tenido voz hasta ahora.

sábado, 22 de noviembre de 2014


DESDE BERLÍN, TRIBUTO A LOU REED

“La música es todo. La gente debería morir por ella. La gente muere por cualquier otra cosa, ¿por qué no por la música?”.  “La parte más importante de mi religión es tocar la guitarra”. -LOU REED-.

Visceralidad, belleza en la ruina, brutalidad en el amor y gran música son los principales atractivos de un espectáculo que nace y se nutre de la inquietante verdad de dos intérpretes -colosal Nathalie Poza, increíblemente entregado Pablo Derqui- y que deja al espectador con el corazón en un puño, des tripes à la gorge.
La poética de la marginación cobra sentido estético y humano cuando un director, Andrés Lima, los citados intérpretes, tres dramaturgos -Juan Villoro, Juan Cavestany y Pau Miró-, para el espacio sonoro Jaume Manresa y Miguel Ángel Raió en la  videocreación, se deciden con valentía -porque se requiere demasiada para este genial tributo- a dar voz a la angustia y a la dependencia que rodean a esos dos personajes -Caroline y Jim- imposibilitados a la vida, con la dificultad manifiesta de vivir la convención, llenos y confundidos de amor, temerosos de la cotidianidad y de su falta de apego a las reglas que ésta impone. 
La pieza es conmovedora; el desnudo, emocional y literal; Caroline y Jim, personajes del disco de Lou Reed, carne y grito.


viernes, 21 de noviembre de 2014

                    SU VERGÜENZA ES VIVIR

En el seno de una corte cargada de esbozos de reina y esbozos de héroe se gesta el ángel negro de Shakespeare, Ricardo III, ponzoña de odio y ambición, cuya vergüenza es vivir. Juan Diego se reencarna en Ricardo en el último montaje de la obra que lleva a escena el Teatro Español. Una reencarnación vuelta denuncia de la impiedad que asola a aquellos que se adentran por la senda intrincada y desapacible del poder.
Gran acierto la triada de damas que entona, ya al languidecer de la tragedia, un canto de desesperado recelo. Hablo de Ana Torrent, Lara Grube y Terele Pávez. 
La catarsis tranquiliza el ánimo del espectador bosquejando respuestas a sus incontables interrogantes. Pero Shakespeare va más allá, y hundiéndonos de lleno en esa marisma de odio y rencor, egoísmo y perversión, nos ofrece el retrato negro de nosotros mismos si la pintura se cargara de todos estos ingredientes. Shakespeare nos recuerda que la maldad es enfermedad y recurso a todos dispuestos.  La necesaria versión de Sanchís Sinisterra lleva la reflexión a una tierra si cabe más lejana: ¿de qué modo nos construye y construye la vida la conciencia? ¿Qué atesora de lo pasado? ¿Y en qué orden o medida?
La fuerza sin parangón de la palabra; eso es el Ricardo III de Juan Diego, dirigido por Carlos Martín -valiosos jirones de tela en cascada que vuelven la imagen de hierro vaporosa-. 
La perturbación mental como disfraz que vestimos y exploramos, las intervenciones de oro de Asunción Balaguer -la Lady Margaret experta en maldiciones-, y sangre, mucha sangre, ante todo la insistencia de la sangre y del deseo. Lo más sorprendente: Ricardo III, Juan Diego -dolorosamente feliz-, el tirano que, muy a su pesar, se sabe un ser débil, a merced de los fantasmas.



sábado, 1 de noviembre de 2014

                        LAS HERIDAS DEL VIENTO 
                      O DE LA POÉTICA DEL AZAR


Un texto de muy reciente creación, lúcido, que equilibra con talento los vises cómicos para que el platillo del gran drama no nos ahogue; palabras con vestiduras modernas -en estructura, epítetos, tono-, pero de naturaleza imperecedera, no ya en torno a las penalidades del amor, sino del compromiso con la vida y la intrincada esencia de sus efectos.
Kiti Mánver borda la creación de un personaje masculino, el de Juan, de corazón ingobernable por magullado. Con un muy eficaz control de los diversos matices -irónicos, sagaces, desvergonzados, serios y dolidos- con que se acompañan las réplicas.
Por su parte, Dani Muriel representa al perfecto contrapunto, con un trabajo que destaca por su sincero acercamiento al hijo del difunto. Una labor desnuda, con el sentimiento a flor de piel y una voz de teatro que no puede estar mejor colocada.

Que en la escena no tienen importancia los géneros es algo ya conocido. Lo demostró el tiempo antiguo, la era isabelina -cuando los andreses hacían de Julietas y Cleopatras-, lo demostró Blanca Portillo con su perfecto Segismundo y en breve lo hará la gran dama,  Nuria Espert, con el Rey Lear en el Lliure. 
Pues bien, Mánver, cuya transformación se opera en escena, constituye un ejemplo más  -de gran magisterio en su caso- de cómo el teatro no es sino la tierra de libertad en que la belleza que se crea gana y nunca pierde aliento porque nace de la necesidad. La necesidad de ser, de encontrarse, de identificarse, aprenderse, valorarse, de juzgarse. Sí, es un medio peligroso, arriesgado si se quiere, impredecible, y también necesario, como una aventura, como la vida.

Las heridas del viento es un descarnado drama que nos recuerda bien de qué modo el amor no es siempre un diálogo cuando trueca burlón soliloquio. Un texto sumamente arriesgado en torno a las ficciones con que nos consolamos, sus heridas, y un viaje en el que, de manos de una figura que sonríe amarga, acudimos a la dificultad del engaño como promesa, a la pérdida de la elección y a la soledad.

Es teatro de hoy: la sala off del Lara, dos sillas, cuatro focos, un Iphone en que se reproducen canciones de Mina y la ilusión de la palabra. Una obra del rechazo, de la emoción, y de cómo una gran intérprete se apropia de su personaje en aciertos de entonación, humor y crudeza.





¡Flores, flores, flores para los muertos!

Thomas Lanier Williams, conocido como Tennessee Williams, bien podría haber afirmado, a lo Flaubert, “Blanche Dubois soy yo”. Como la pobre y finalmente desquiciada Blanche -hace nada la hemos vuelto a ver en Blue Jasmine (lograda revisitación, lo acepte Woody o no) en la piel del camaleón de escena que es Cate Blanchett- Tennessee deseaba morir en el mar. 
Escribir teatro es ingeniería, y el Tranvía es Teatro, Williams un magnífico ingeniero. 
Dependiente del amor de los demás, frágil, trastornada, insegura y cargada de sueños, Dubois es un corazón en lucha consigo mismo, que se ofrenda sin escudos a la implacabilidad de la vida. 
Arthur Miller hablaba de dos fenómenos de la escena: el arte del teatro y el comercio del teatro. Huelga decir que es el segundo el que tanto denunciaba Federico, el poeta asesinado, en sus declaraciones y conferencias, por ser éste un teatro impostado, zafio y hueco, supeditado a la vulgaridad de los malos públicos. Es esa idea ridícula del comercio del teatro la que seguro ha llevado y lleva a condenar a las tablas al ingenuo austericidio de que son víctimas. En fin, el error político parece no ser sino la marca de esta segunda década, esperemos no ya ominosa. 
El arte del teatro de Tennessee Williams recae en la fuerza abismal con que el dramaturgo dota a sus protagonistas, marginales y marginados. Del centro de la escena se escapa la trama a entrecajas y quedan personaje y lenguaje  -liberado éste último, sobriamente poético-.
Blanche Dubois, como tantos de sus antihéroes, es demasiado libre para el mundo, y éste la condena a la locura; la pena luego la vuelve sincera. Su tragedia: lucir la libertad, el deseo y la ternura como banderas.
La tosca bombilla que empeñada adorna con farolillo pintado no es otra cosa que ella misma. La resquebrajan como hacen Stanley y Mitch con el papel que tinta la luz volviéndola más amable. Una desposeída que, contrariada, atesora mucho en el corazón.
¡Flores, flores para los muertos! -sigue repitiendo a voz en grito la gitana, del lado de los tranvías que se pierden con este otro llamado Deseo-.

“Tener grandes riquezas puede acarrear una enorme soledad”.

                                DOS  HEROÍNAS 


Dos días, una noche, último film de los hermanos Dardenne, ofrece una historia honesta y aleccionadora, con nervio, en torno a la solidaridad y el derecho a decidir.
Bien podría hacerse anatomía de una escena fascinante: Sandra y su marido, Manu, están en el coche y él apaga rápido la radio cuando cree que la canción que emiten es demasiado melancólica para su mujer, que se debate en la periferia de una depresión casi extinta. Entonces Sandra decide poner de nuevo la emisora y sube decidida el volumen. Al tiempo que la letra lo llena todo, con sus mensajes funestos, la esperanza brumada,  el recuerdo de todo lo que se ha perdido, Sandra-Marion sonríe a Manu con el gesto señero del comienzo, el de las víctimas que creen algunas de sus heridas sanadas y que aceptan con la dulce serenidad de las estatuas las penalidades que el azar pone en su contra.
Luego ningún instrumento mejor que el rostro y la voz y el talento colosal de la intérprete gala, la Môme Marion, para contarnos esto.
La heroicidad en nuestros días lleva la impronta del compromiso y del respaldo, nos dicen los hermanos Dardenne, con la voz y la imagen de Marion como lenguaje, una heroína moderna. 
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Mercè Rodoreda -hace pocos meses revisitada en una película en que le daba vida de forma magistral Vicky Peña (cinta que lamentablemente ha pasado muy desapercibida)-  es autora de un texto que ha de acometerse desde la visceralidad, La plaza del diamante, que puede parecernos ya contado, pero que aglutina tal riqueza de símbolos e imágenes de alto vuelo literario que, en su torrente creativo, sobrio también, nos demuestra que hasta la vida más pequeña, anodina o conveniente es capaz de un alto logro humano y poético. 
Ha habido muchas Colometas: Mercè Pons, Rosa Renom, Montserrat Carulla y hasta Ana Belén. Ahora la sala pequeña del Teatro Español acoge una más, sabiamente dirigida por Joan Ollé y encarnada por Lolita, que nos cuenta esa dura crónica de juventud, amor y posguerra en que una mujer ingenua y poco letrada se ve endurecida por los avatares del tiempo. Su acto de amor es sobrevivir. Una gran interpretación que nace de las entrañas, humilde, sencilla y, lo más importante, muy sentida.
En la verdadera Plaza del Diamante se erige una escultora en honor a Colometa; la de una mujer en los huesos, atravesada por el infortunio, que se estremece, y que desespera y saca fuerzas de los más hondo para dar algo al frente de batalla, aunque sólo sea un grito.
Rodoreda escribe:   Querida Colometa, la vida es esto.


                                OUT IN THE DARK, 
                       CINE ISRAELÍ SIN MORDAZAS


Michael Mayer, lejos de encaminarse al fracaso, rechaza prejuzgar o bien decantarse por uno de los dos frentes del conflicto palestino-israelí mostrando de un modo puntilloso y elegante sus consecuencias, el dolor que despierta. 
Nimer es un estudiante palestino de psicología que sueña con una mejor vida en el extranjero. Esta historia cuenta cómo se confronta a sí mismo con la realidad palestina que se rehúsa a aceptarlo por su identidad y la sociedad israelí que lo rechaza por su nacionalidad palestina.

Un film valiente y prodigiosamente rodado, con dos grandes personajes que se quedarán muy adentro del espectador. Un drama intimista con momentos de acción que posee la capacidad de pergeñar con habilidad una historia bella y trepidante, de nuestro tiempo, que abre una gran ventana de claridad al conflicto de Oriente medio. Cine sabio, edificante, movido a despertar conciencias; cine obligatorio, forzoso, del que no podríamos prescindir.

sábado, 11 de octubre de 2014


           MÁS SE SUMERGE AQUEL QUE MÁS PORFÍA

“Nadie puede evitar lo que te hace la vida. Las cosas suceden sin que te des cuenta y luego se interponen entre lo que eres y lo que querías ser y acabas por no ser tú mismo” .

                                                                                  Mary Tyrone
                                                    LARGO VIAJE DEL DÍA HACIA LA NOCHE
                                                                               Eugene O’Neill

El título del presente es un verso de Fernando Pessoa, parte de uno de los 35 sonetos. Comparte con los personajes de O’Neill naturaleza. Éstos se sumergen, ahondan en ellos mismos, se obcecan con empeño, persisten para finalmente quedar derrotados. Esa es la ley abyecta que impera en una gran cantidad de obras del teatro norteamericano y universal de la segunda mitad del XX: que ningún personaje sea lo que ha deseado ser, una de las tragedias más perentorias de la escena y de la vida, también núcleo primario de conflictos en otros muchos creadores: Chéjov, Lorca, Alberti, Ibsen, O’Neill, T. Williams…

El teatro norteamericano del pasado siglo constituye un maravilloso polvorín de rencores y deseos encontrados, que convierte a los demonios familiares en el campo de labranza en que germinan todos esos seres que se pavonean irredentos, ya sin la grandeza calderoniana, con un patetismo de aliento no tan breve, perdidos en la niebla. 

El pasado miércoles ocho de octubre, luna llena, dos veteranos de la escena, Vicky Peña y Mario Gas, pusieron una vez más en funcionamiento la maquinaria compleja de una gran obra. El sonido de los primeros pasos, de las primeras palabras, fue atronador y pausado, como el quejido de las sirenas de los barcos, como los del animal moribundo.  

Largo viaje del día hacia la noche nos sumerge en toda una jornada en el seno de la familia Tyrone, cuatro miembros que comparten sangre, rencillas, odio y soledad, acuciados por el alcoholismo, la drogadicción o la tuberculosis.
Sin duda, es el de Vicky Peña el personaje más poderoso de la historia, de mayor poesía, con la mirada perdida, las manos temblorosas que recuerdan antiguas sinfonías, ya no tan bellas, y esa última aparición en que pronuncia estas frases que no pueden ser más dolientes por sencillas, amargas, con el ánimo derrotado: “luego, en primavera, me pasó algo. Ah, sí, ya me acuerdo. Me enamoré de James Tyrone y fui feliz durante un tiempo”.
El Teatro Marquina acoge un montaje sobrio y acertado, con una plataforma en esfera escorada y altas cortinas que agudizan el aislamiento y la indefensión, con el mar que se proyecta en ellas como la lástima en sus miradas. La dirección deja muy acertadamente al desnudo el trabajo humilde de los intérpretes, que se muestra sincero, maestro, contenido por momentos, delicado. 


Mario Gas ofrece como en un milagro la misma mezquindad que ternura, los hijos -Juan Díaz y Alberto Iglesias- están inspirados y, como ya hemos mencionado, Vicky Peña dota a Mary Tyrone de tal cantidad de matices, fragilidad y belleza que acaban por conquistar el ánimo y la congoja del espectador.

Una obra que habla sobre la desgracia de no alcanzar a ser lo que se quiere, sobre la solidaridad, la envidia, el amor entre hermanos, la recepción de la desgracia y la locura; algunos de los grandes conflictos que acucian al hombre. El dramaturgo dijo en alguna ocasión: no hay presente ni futuro, sólo el pasado que se repite una y otra vez, ahora. Tal vez ese sea el lastre de sus personajes. Demasiado pasado. 




lunes, 6 de octubre de 2014


La vida secreta de las emociones que les bullen y la de sus palabras, que se ven tentados a reprimir.
Una cámara de cine que consigue arrancar belleza a una plataforma petrolífera que descansa en mitad del mar. 
Sarah Polley, encarnación de dolor y silencio, desheredada.
Tim Robbins, herido ciego, minado de quemaduras, que sin embargo no ha perdido ese antiguo don de mortales y héroes que es el de rescatar a los que se han perdido.
Javier Cámara, un enternecedor cocinero.
Julie Christie, una psicóloga que le pide al mundo mayor concienciación con la masacre. 
Una canción sublime: Hope there´s someone. 
Y todo ello, junto, una obra hecha para conmover, para recordar.

La soledad como defensa y elección, la búsqueda de la conciliación, de la dignidad, la compañía cuando hace frente al pasado, los pensamientos aislados, la compasión, la esperanza por largo extraviada. 
Escojamos un único adjetivo: necesaria, una película necesaria; la historia de la tristeza cuando agoniza, y la de los seres que a merced del dolor se alzan juntos. 



miércoles, 1 de octubre de 2014

                       CALDERÓN AMORDAZADO 


  EL LOCO DE LOS BALCONES, LA BATALLA DE LA CULTURA

La voz de Pepe Sacristán, grave, enseñoreada, melodiosa, de torrente limpio, nos comunica la tribulación de ese loco maravilloso que rescata antiguos balcones coloniales en la nueva obra vargallosiana que acoge la sala principal del Español. Que su gran propósito sea salvar las ricas balconadas es la empresa quijotesca que, convertida en metáfora de los grandes hitos alcanzados por la cultura -y que la modernidad arrogante engulle-, permite a su defensor dar batalla con un orgullo digno y descuidado del trato amable en ese cubil de burócratas en que han acabado convertidos nuestros ministerios.


 El respeto al pasado y sus ancestros es el motivo por el que el bueno de Aldo Brunelli le dedica la vida a tamaña cruzada, un Aldo bordado y embellecido por la presencia de Sacristán -uno de los pocos pilares sólidos, junto con el también soberbio Juan Diego consideran muchos, de la interpretación en lengua castellana-.
Su sano desvarío le acarreará obsesión, soledad y decepciones, pero el espectador lo sabe poderoso, pues antes que hombre, antes que profesor de historia del arte, es el principio el que lo encarna, el respeto a la belleza y a la memoria que no sólo lo construye, sino que le concede el suelo firme en que asentarse para, desde ahí, crecer. 
La palabra teatral de Vargas Llosa, de continuo en viajes entre el pasado y el presente, certera, coloquial, enérgica por sencilla, elegante, denuncia aquí los estragos primeros de la especulación, los desatinos inmobiliarios, los organismos que desdeñan la historia, a la que utilizan de escombro, y la ingenuidad. Entre todo ello, la que es una de las leyes de la literatura del premio Nobel: la limitación de la verdad, la resolución de la trama como misterio, una madeja enredada de voces, luchas y mundos que se nos antoja colmenar viejo, sabio retrato de un tiempo y dos temas fundamentales: deseo y desamparo. 
La dirección es efectista, de detalle, con tal vez dos tramos musicales dudosos, pero de una gran riqueza de precisión y dirección de luces.



Esos pedazos de madera, joyas de ebanistería, son las razones de peso que atesora el personaje de Sacristán, y son sus hijos y sus nietos también, en los que ha volcado todo su aplomo. Y por ello la obra da testimonio igualmente de la ausencia del valor al arte cuando le desbancamos el progreso, pues pocos más creen en la causa que Aldo defiende. 
Nada desmiente que Calderón comience a estar amordazado, y es que algunos de los acontecimientos, no ya de orden político, sino humano -un programa de gobierno de andamiaje inconsistente en la cultura, que parece se viene abajo, y en que se concede preeminencia al valor económico frente al artístico-, crispan los nervios del poeta universal. La pieza también nos recuerda todas estas cosas. Es un puente de unión con nuestro momento presente. Porque, cuando se perpetran atrocidades de lesa cultura, son pocos y marginados, sentenciados, los que reivindican su arreglo, como Aldo Brunelli, como tantos y tantos artistas que, de hinojos ante la estatua de Calderón, se solidarizan con la figura del poeta amordazado. No olviden lo que fueron, hasta cuando ni siquiera existían, pues es todo cuanto tienen. 

‘Cuando el Parlamento es un teatro… los teatros deben ser parlamentos’.


lunes, 29 de septiembre de 2014

DEMONIOS FAMILIARES

“Todo lo que es hermoso tiene un instante, y pasa”.   
-Luis Cernuda-.


La historia inconclusa que Ana María Matute nos ha dejado -Demonios Familiares- es el último suspiro literario de una autora que hizo de la fidelidad a su mundo blasón y bandera. Tardaremos en volver a conocer una valentía como la suya, un compromiso y un último grito de esperanza tan descomunal como el que ella ha proferido. Porque Demonios familiares también es eso: una última, consciente, voluntariosa mirada al mundo y sus secretos; la historia de los seres que se ayudan y despiertan a la vida, de aquellos condenados a convivir juntos e incomprendidos, de la acritud de las órdenes, la necesidad de la desobediencia, los rencores y el perdón.

Las últimas escenas de la novela no son sino el recorrido violentado de su protagonista, Eva, al bosque -donde pueden ocurrir tantas cosas-, la captura de una luciérnaga y el abrazo apretado y cálido que le concede incontenible a Berni, el herido -desamparado- al que rescatan y dan cobijo. “El amor era él”, escribe la autora de casi ochenta y nueve años que persiste en las frases y los respiros, espoleada por el hechizo de un oficio mago que la ha amurallado ya del tiempo y de su desmemoria, hecho piedra. Conmueve poderosa una frase ya tardía que, como un alfiler, hace sangrar delicada, con el atractivo del fino chispazo que el sol le arranca: “Sentía con fuerza la alegría incontenible de estar viva, aun a pesar de la muerte que nos rodeaba por todas partes, como el cerco de un asedio”. 

Y lo extraordinario de esta obra desmembrada -como el corazón de sus héroes-, bella y con nitidez de diamante -como asegura Pere Gimferrer en su prólogo-, es que tiene vuelo, y nos contagia de su historia, que corre a refugiar su eco en nosotros. Quien alcanza algo así con la palabra, cuando ya tan pocas fuerzas le quedan, no merece otro apelativo que el de “gigante”. Matute o la Verdad; Matute o el sentimiento; Matute o la amargura.

En el maravilloso epílogo de María Paz Ortuño, la que fuera amiga de la fabuladora recoge un párrafo inédito de la Matutova que bien pudiera cerrar la historia de Eva y la de la misma Ana María, la niña de los cabellos blancos. Su frase final es la siguiente; tras ella, conviene se abra tan solo el silencio: “Como todo en mi vida, siempre a punto de atravesar el umbral de algún paraíso, donde nadie logró entrar, ni lo logrará jamás, el inhabitado paraíso de los deseos”.


miércoles, 10 de septiembre de 2014


                                           JAIME, 
    CUANDO EL VERBO SE HACE TANGO

No quedan ya iluminados, o al menos no se muestran -que aseguraba un pintor caído en desgracia, del que ya pocos sabrán-. “Paradigma de la exquisitez, de la intelectualidad”, como tan bien lo definiera la escudera literaria Carmen Balcells, Jaime Gil de Biedma fue, tal vez, uno de esos últimos iluminados con arrestos para lucir su ingenio y su mundo. 

Jaime Gil comienza a escribir poesía a comienzos de los cincuenta espoleado por los versos de Manrique, Machado, Cernuda y de autores ingleses de la talla de Byron, Wordsworth, Eliot o Auden. Poeta de la experiencia, desarrolló una fina capacidad para medir el significado de los acontecimientos más nimios, su poso tras los años y en el arte. Porque Jaime comprendió que somos nosotros los valedores, los que deciden una vez Dios ha muerto, y fue esto precisamente a lo que el poeta se dedicó con su oficio, a otorgar a los versos esa otra realidad objetiva que atesoran. La belleza del arte de De Biedma reside en su empeño por estudiar y conceder el valor que merecen y atestiguan los grandes momentos de la vida.

Un estilo coloquial y desenfadado como de fin de fiesta en que a los trajes desperdigados por el parqué los baña la luz primera de la alabada, cuando un encabalgamiento que jadea trasluce la sensualidad verbal de que hablara y dos cuerpos sin adorno se mueven un poco a lo lejos, porque “no hay nada tan dulce como una habitación para dos”. Los versos, violentados en ocasiones -como si el lenguaje con su magisterio se crispara en espiral- dan testimonio del afán reivindicativo de un artista que halla en la palabra los instrumentos de una melodía que le insta a explorar el tejido de los sentimientos y sus oscuras razones. 


En Jaime el tiempo del deseo es siempre la edad del argumento, un pretexto para que su inteligencia, siempre fresca y en activo, tome del manzano de la vida esas centellas y desdichas -por todos compartidas- que no son sino los frutos una vez la poética se invoca. 

Cuando siente el viaje y respira venturoso, el poeta escribe desde la juventud recién en flor esa sutil y conmovedora oda a los amigos que es Amistad a lo largo, un acierto que bien pudiera haber hecho las delicias del arcaico Catulo en uno de sus temas predilectos. La conciencia física como festejo de lo que se hace presente en Idilio en el café; cómo de pronto advertimos también, en Noches del mes de junio o en Aunque sea un instante, como si lo intuyéramos débilmente, que el entramado de maderos que nos da tierra no sólo nos sostiene, sino que, al callar su misterio, también hila la suerte que a cada paso nos asiste, hiela o sorprende. Su ataque a las supersticiones que emplomaban España, a los condicionamientos socio-burgueses, a sus imperativos, al Régimen de gerifaltes de patas cortas; su compromiso frente al dolor ajeno de la multitud descalza -que encuentra su retrato que espejea en Lágrima-, son otros de los temas de su primer libro de poemas: Compañeros de viaje (1959).
En Moralidades (1966) se abren horizontes más nítidos, que dejan a merced de la vista el rastro de pequeñas ínsulas: en Apología y petición encontramos al Gil de Biedma que clama contra los demonios de la dictadura que roban al hombre el ser dueño de su historia; el despertar a los deberes de civil y apellido en Albada; la gracia que conserva un recuerdo de amor en París, postal del cielo; la vasta consecuencia de la compañía añorada en Mañana de ayer, de hoy; la expresión de un deleite finito, de un ramillete de horas ya marchitas, con color de nuevo en la palabra, en Volver; ¿qué habrá sido de su amigo Pacífico en La novela de un joven pobre? El poeta que gritó lo más dulce acuerda en Canción de aniversario -hazaña poética que conmemora el Vals de aniversario- que el amor, una vez resquebrajada la promesa de la larga vida en común, una vez puesta en duda, se ufana prisionero cuando se lo invoca en la mañana, sobre la sábana sucia. En El castillo de Luna se atraen las fuerzas instintivas del Romancero -que tan bien han despertado en Jaime la intuición- y el gusto por los marginados, como ese joven hecho anciano preso en el país de las rejas y los vigilantes que lleva a la espalda la España negra. La indignación ante las mujeres adiestradas de Años triunfales; la emoción ensordecida de Asturias, 1962; la saliva y la arena en Peeping Tom; la vejez y su mundo de letras receloso de ella en Desembarco en Citerea. El poemario contiene dos últimos logros: En una despedida, cuya estrofa final concentra en los años que se dejan, que son derrota, la promesa de un sentimiento digno, un acto verdadero que, de hacerse hueso y de hacerse carne, le será dado al pecho vacío del amigo que se pierde; y Pandémica y celeste, el alarido vital que todo suicida debiera leer para hacer fracasar su empresa, el gusto exaltado del placer, del “sabor a sí mismo”, “la palpitación de un miembro” y “los muslos hermosos”. 
Poemas póstumos (1968) recoge las últimas campanas de triunfo de una carrera intensa y depurada como por alambique: Contra Jaime Gil -exorcización del miedo y la identidad-, Nostalgie de la boue; la perfección formal y de sentimiento del que creo que es el poema que más sugiere por hazañas vanas de amor oscuro, T´introduire dans mon histoire; No volveré a ser joven -quizá su pieza más conocida-; el Jaime muerto que habla con el Jaime de los versos en su trabajo contenido en Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma; Artes de ser maduro, o el encuentro del compañero pasado en Amor más poderoso que la vida.


En 2009 Sigfrid Monleón llevó a la gran pantalla la vida de Jaime en El cónsul de Sodoma. Y si bien tendemos a entronar en importancia excesiva la vida de los artistas, creyendo que sólo con ella puede y debe concebirse y analizarse su obra, es indiscutible que una porción biográfica del Gil de Biedma de la Barcelona de la Gauche Divine se desliza inquieta por su poesía. Jaimes hubo muchos, pero el retrato contenido que ofrece el siempre locuaz y soberbio Jordi Mollá constituye el que es uno de los mejores homenajes que le han sido hechos. 

Lo que sorprende y enamora en Biedma es que, tras descubrirnos las caras más amargas de su aventura y de los días, se decanta con empeño por atrapar el detalle que le induzca a amar la vida, como en La calle de Pandrossou. En la poética de De Biedma el lector que se vuelca rompe contra los versos, una vez derrama la noche el vértigo sobre los párpados cansados. La convivencia del verso de forma, de armadura clásica, y del libre, emocionado, dejan paso a un mediodía firme, a una medianoche gastada en sudor y lágrimas, pues ésta y no otra es la voz del poeta, irónica, corpórea, seria también, descarnada, en desamparo y no por ello menos telúrica, vital, confidente.




MI VIDA SIN MÍ, donde un tierno personaje apura el tiempo, un drama descarnado y reparador que toma conciencia del pequeño prodigio que es estar vivo. ¿Cosas que hacer antes de morir? Ver esta película.
Lo mejor: Sarah Polley y Mark Ruffalo, la riqueza de los personajes más pequeños, los últimos diez minutos, el Senza Fine de Gino Paoli y el personal manejo de cámara de Coixet.

martes, 26 de agosto de 2014

CONOZCAMOS A LOS HOMBRES ILUSTRES
Por Dorothea Langes
Walker Evans es un profeta; Ansel Adams un visionario. 
Por un lado, las fotografías de Walker Evans nos muestran los rostros curtidos de las gentes de la calle. Cada semblante inquieta y seduce de un modo puramente genuino, porque su autor no banaliza, sino que recupera en sus miradas el carácter de los retratados, sus secretos y desdichas. El suyo es un estilo sobrio, áspero, contundente, desnudo, reflejo de la cruda realidad, de la miseria y del dolor del hombre, preso de un mundo que no genera movilismo. Sus imágenes son el más bello y duro testimonio de las comunidades rurales y de los ominosos azotes de la Gran Depresión. Walker dignifica a los miserables, del mismo modo que Víctor Hugo hiciera en su novela cien años antes. Para él, todos ellos eran grandes damas y caballeros, en los que sin duda quedaban manifiestos los logros y tragedias de la condición humana. De hecho, cuando decidió publicar las fotografías tomadas en una granja de Alabama lo hizo bajo el certero título: "conozcamos a los hombres ilustres". Por otro lado, sus instantáneas de los pasajeros del metro de Nueva York impactan por lo acertado de los contrastes, por la palpable presencia del alma en sus ojos, esa que nos define y apresa.

Por Walker Evans
Artífice de la América profunda, el Eugène Atget americano, Walker Evans transciende.
Cuando aquellas personas que pueblan sus trabajos miran a cámara lo hacen con un especial fin, una intensa atención que nace del dolor y la pobreza. De ahí que los semblantes nos sacudan: pues o nos vemos reflejados en ellos, o constatamos que la vida también puede llevarnos a su condición, a su mundo. Tal es su poder; el gesto siempre acerado, conciso, a menudo ecléctico, enemigo de la pose infundada. Sus retratados nos miran tal y como son, con una desnudez y frialdad cortantes, que reavivan las ascuas de lo emotivo. Miran tan solo, y al mirar, se reafirman en sí mismos. Porque, como muchos piensan, la belleza reside en los ojos de quien la mira. Su belleza, la belleza de todos ellos, trasciende lo material. Su belleza es su historia, su dolor desgarrado, su doliente amargura.

Por otro lado, y como ya hemos advertido, Ansel Adams es el visionario. Podríamos apuntar
Por Ansel Adams
como tema fundamental de su obra la inexorable brutalidad de la belleza, entendida ésta como naturaleza en estado puro, despojada de entes civilizados, sagrada.
En la inasible inmensidad de sus fotografías los elementos componen sonetos; el mar, los árboles, la tierra..., todo parece conjugar un canto a la vida. Ansel, víctima de una inspiración poética demoledora, hace de los espacios naturales auténticos paraísos terrenos.

Dorothea Langes es, como muchos defienden, el otro miembro que completa la tríada de maestros en fotografía norteamericana; capaz de retener con el objetivo misterios que encandilan a la imaginación. Soledad y desamparo son los dos grandes temas del trabajo preciso de Langes. 
Estos tres nombres (Evans, Adams y Langes) son monarcas indiscutidos de la grandeza de la fotografía estadounidense y universal. También nos hacen reflexionar acerca de la necesidad del cambio y la vanguardia, desde la influencia de los presupuestos artísticos de Walt Whithman a las transgresoras instantáneas de Diane Arbus en los sesenta o al surrealismo de Cecil Beaton e incluso al objetivismo social de August Sander; la tríada de autores trasciende su propio tiempo abriendo un diálogo fructífero con los artistas posteriores. 


lunes, 25 de agosto de 2014

EL INSTANTE DECISIVO

La canícula perezosa ha llamado a los fotógrafos: la Fundación MAPFRE acoge una retrospectiva de Cartier Bresson, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando una muestra de Ortiz Echagüe y la cartelera el último trabajo de Eric Poppe, Mil veces buenas noches. Es un acto de reflexión el que se despierta en semanas pasadas al calor del sol y los flashes. 

Las instantáneas de Cartier-Bresson, de la estética surrealista al foto-periodismo, pasando por felices descuidos intimistas, pronuncian el convulso y exaltado discurso de un siglo rico en luces y bombas. La exposición, comisariada por Clément Chéroux, es testimonio del afán renovador de un fotógrafo que se reinventaba de continuo, siempre enérgico. Sus dos grandes dominios -que coinciden con los ejes en los que descansa toda fotografía- son la composición y la espontaneidad. Además de documentar la realidad, Cartier Bresson la moldea, la conjura, la calibra. 

El cineasta noruego Erik Poppe ha estrenado Mil veces buenas noches, trabajo semiautobiográfico en que Juliette Binoche -impecable, como es su costumbre- se mete en la piel de una fotógrafa de guerra que se debate entre el amor a un oficio desgarrador que ama y su familia. El film comienza con Binoche acompañando a una terrorista suicida y termina allí mismo, en ese lugar agitado que la aleja de casa, cuando intuye la urgencia de la calma y de la paz. Con un montaje elegante y un conjunto de planos cuidados y potentes, el film viene a reivindicar la necesidad de un fotoperiodismo de calidad no autocomplaciente. Los fotoperiodistas son los ojos del mundo; ponen rostro a las víctimas.


 José Ortiz Echagüe retrata el eco de la voces que se pierden en la ingravidez de las dunas, ese norte de África idealizado y de delicadeza encendida que bien pudiera haber salido del imaginario nómada y sus liturgias. Trabajos pictorealistas y depurados en que el detalle o la magia de la luz hacen mella en la sala de exposiciones de la Real Academia de San Fernando. 


Las fotografías constituyen un manantial de conocimiento porque traducen la enmascarada realidad que nos sostiene, mostrándonos lo que con anterioridad se nos velaba, sus luces y sombras, y porque democratizan el mundo. La imagen -y sobre todo la imagen pura, sin artificio- levanta de su sueño a la conciencia. La fotografía es la memoria del mundo ya envejecido, cuando ha perdido el rumbo, el rastro de los hechos una vez han pasado, una vez se han vivido, ya cuando se recuerdan. Virginia Woolf dijo que una cosa ha ocurrido realmente cuando se recuerda. La cámara, como la pluma de un autor, atrapa y encierra momentos, instantes decisivos. Si bien la escritura hace más rico aquello que perpetúa, pues opera en la medianía de la realidad y la invención -bendita invención-, la fotografía posee un desabrimiento, una acritud que hiela, pero que también alumbra. En la fotografía no hay veladuras, cada imagen es un empujón brutal a esa otra realidad que representa y ampara; es una ventana a cuanto nos rodea y a cuanto nos pasa desapercibido, pues le da apariencia a aquellas cosas que no la tienen, rostro y voz a los desposeídos. 

“Entre las muchas formas de combatir la nada, una de las mejores es hacer fotografías”.

                        -Julio Cortazar-