domingo, 8 de junio de 2014

                           SIEMPRE DICKENS 



“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”.
                                                                                  Historia de dos ciudades

Sabio compañero, feliz cautivo de su oficio, Dickens influyó no solo en la tradición literaria europea, sino también en el mundo sobre el que proyectaba la sombra alargada de sus personajes. Recordemos que el escritor fue una de las grandes personalidades públicas de su tiempo; con sus historias catalizó la toma de conciencia de los problemas sociales poniendo en pie una moral de la solidaridad y el perdón.  Sobre su prosa, popularista y sabiamente contenida, elegante, giran los goznes de lo humano. 

Ralph Fiennes, gran ejemplo del actor formado en la tablas que acostumbra a rechazar las pomposidades del nuevo Hollywood -si bien a veces queda atrapado en la red-, dirige y protagoniza la última película del proclamador de verdades, del pintor de lo real y cotidiano, del estratega del corazón, Charles Dickens.

La mujer invisible cuenta la historia de amor entre un Dickens en el apogeo de su fama y una jovencísima aspirante a actriz, en un romance condenado por las severas convenciones sociales de la época.  Filmada en celuloide, con lentes anamórficas, y con gustos profundamente eficaces -adelanto de sonido antes del corte de plano, escenas en silencio, acercamiento audaz de la cámara-, se siente la influencia del genial y desaparecido Anthony Minghella en la ternura del discurso, y en el hecho de que los personajes se digan con la mirada todo cuanto les conjura por dentro, pues se trata de una pulsión de fuerza incontenible la que los gobierna.

Fiennes retrata con maestría ese momento atroz en que debemos lidiar con nosotros mismos, aceptar sin dolor el pasado, izarse sobre ese vértigo y dar frente a la vida. No es tanto la restrospectiva colosal de la trayectoria del genial escritor como el retrato fiel y delicado de la personalidad amorosa del autor de Great Expectations.

En junio de 1865, Dickens viajaba en un tren que sufrió un accidente terrible cuando cruzaba un puente en obras. Muchos de los vagones se despeñaron por un precipicio y el escritor pasó horas atendiendo a los heridos. Había dedicado el viaje a un pasaje de su penúltima novela, Nuestro amigo común. Los secretos de la intimidad que viajan en ese tren que descarrila no son sino el tramado de las relaciones personales que siempre, en época victoriana y actual, se encuentran bajo escrutinio.
Se requiere una gran dosis de coraje y presteza a la ceguera para olvidar -no, acaso esto no sea posible-, para superar mejor, un tormento antiguo, un hondo secreto. Perturbados por las circunstancias, los amantes alimentan esa vaga ilusión que los hace creer que, lejos del mundanal ruido, de los nidos de arte y las campiñas, el uno forma parte del carácter del otro; y cuando Dickens muere queda entonces el rostro de Felicity Jones, la rutina de sus paseos maquinales al mar, el rugir de las aguas cuando cierra los ojos como señal última de todo lo sufrido, como trasunto del impreciso susurro de la memoria, que viene a herir la imaginación.


No hay comentarios:

Publicar un comentario