LA MALOGRADA
Camille Claudel 1915; la vida de una artista privada de libertad por la envidia de los hombres. La sonrisa clarividente de Binoche, ingenua, falsamente esperanzada, como resultado del dolor de la injusticia cuando ya no quedan lágrimas. La convivencia con la locura, su exploración. Camille Claudel 1915; el fiero retrato de la soledad del artista martirizado; una película de silencios, gritos y risas huecas, ásperas.
Ha nacido un nuevo rostro de la tragedia en el cine. Se llama Juliette. Bruno Dumont le extrae todo el dolor, todo el quiebro, toda la emoción posible a ofrecer en pantalla. Si ya creíamos que la actriz no podía hacerlo mejor, no podía transmitirnos de un modo más elevado la fragilidad y el pesar tras joyas como Los amantes del Pont-Neuf o Azul, ahora se desvela suprema, absoluta. El trabajo de la Sra. Binoche es un milagro de la interpretación, el mejor ejemplo de cómo puede un artista sumergirse en el alma perturbada de su víctima, de su hermana, de su criatura. El abrazo que Juliette regala a Camille trasciende la vida y la muerte de la escultora; son dos almas en diáspora de energía.
La masacre de un artista indefenso, PRIVADO DE SU GENIO, zarandea al espectador de principio a fin y se prolonga incluso tras el visionado. La película lo deja roto, con una angustia como la de Camille malograda, que le alcanzaba las venas y hasta las puntas del cabello. La tierna, delicada e indefensa criatura que es Camille se ve estancada por la codicia excitada de los hombres. La imaginación, el sentimiento, lo nuevo y lo imprevisto que alcanzan a un espíritu desarrollado, a un espíritu como el de C. Claudel, tejen el tramado trágico cuando son cercenados por la impiedad de Rodin y de Paul Claudel, que se apoderan de la obra de toda su vida, condenando a la genio al esclavage. “Me encantaría estar en mi casa y cerrar la puerta” -dice la que sin duda fue las gran escultora del siglo XX-.
La religión puede -tal vez deba- ser remplazada por el arte. Camille, presa, condenada, rescata del suelo un pedazo de barro y lo moldea con el temblor de su débil pulso, con el temblor de un atroz martirio, del secuestro. Ya no puede crear; eso le asusta más que no volver a salir al mundo, que no respirar a sus anchas. Es la explotación de la mujer, el atropello a la artista. Rodin temió que Claudel fuera más grande que él. Lo era. El temor, la envidia, nos vuelven viejas bestias.
Camille contempla en la sala común del asilo, rodeada de viejos locos, un fuego mezquino. La invade un profundo espíritu de resignación, las manos en la falda abnegadas. Piensa: “disponen de mí a su antojo. Ya no podrán robar mis esbozos. No los hago. Pero disponen de mí. ¡Ah! Cómo saltaron sobre mi obra”. Cierra los ojos y recibe en la nuca el aguijón de la tristeza. Ni la esperanza ni la ilusión la muerden ya. Se esconde para escribir cartas a sus familiares, que privan al mundo de su belleza.
C. Claudel introdujo la autenticidad en el arte escultórico. Ser un genio tuvo su precio. Su historia nos hace ahora buen servicio. Recordarla es un acto de justicia; tenderle la mano, ampararla.
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