jueves, 26 de junio de 2014

   VOLVERÁ                                                             

La princesa Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor sustituyó hace ya mucho el castillo por la atalaya de papel.
Esta princesa roja, reveladora, imprime a su obra los matices mágicos de la condición de la mujer. Como si escribiera a partir del compromiso con la gente, la rebeldía es algo que admira mucho y en sus prosas y fidedignas ficciones se destila el aura de la fuerza personal, la grandeza de los momentos pequeños, cotidianos, el conocimiento de las razones y propósitos de sus criaturas; en su obra asistimos a la servidumbre al amor, a la sed de mediodía, a la orfandad de la espigas.

En su rostro ufano, de mirada limpia y felicidad resuelta, se desdibujan y perfilan los violentos senderos del humor ante la vida, de la lástima frente al horror ajeno, la barbarie del hombre, la redención y las intuiciones sabias. Los cabellos blancos le sirven de corona, las manos y su danza de misterio. 
Poniatowska es la Cristina de Suecia de nuestro tiempo por su amor al riesgo, a la palabra sincera y al mundo. Patrona de los desposeídos, la dama roja siempre vuelve, como el curso inextinguible de los grandes maestros, que apenas alcanza las cimas se despeña seguro, reconducido a llenar la nada y el alma.

Querido Diego, te abraza Quiela (1978) nos salpica; es un ejercicio epistolar elevado, el desgarrador discurso de un ser enamorado que luce la inconfundible palidez del sentimiento y que se da de bruces contra el silencio allá donde quisiera hallar una boca, un pecho, un chasquido. Doce cartas que son doce delicados silbos, doce manotazos duros; las cartas de Angelina Beloff a su amante, Diego Rivera; las cartas de la pasión cuando quiebra, y del punzón a la carne.

Bien se adivina entonces una luz de compasión y afecto en la mirada de Poniatowska, que parece nos susurra: “no callen nunca”. Bien sabe Elena que nos golpea el recuerdo un frío que viene de adentro, y que añoramos como Quiela el cielo bárbaramente azul de México, un lecho tibio. 
Bien se le aparece ahora la indulgencia con el ser en los labios teñidos de carmín, que se contraen, la fascinación por la gula de experiencia de los más sabios, por el juego. Entonces se vuelve a nosotros la princesa, una última vez, entre asombrada y dispuesta, para decirnos, quedamente: “no se callen nunca”.




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