miércoles, 16 de julio de 2014

                  ALEJANDRA PIZARNIK 

                       -Ese amar bendito y absurdo-


“en la otra orilla de la noche 
 el amor es posible 

-llévame-”.


 «En fin, tengo mucho miedo y sin embargo estoy maravillada, fascinada por lo extraño y lo inextricable de todo lo que soy, de todas las que soy y las que me hacen y deshacen».

(Correspondencia Pizarnik, Buenos Aires, Seix Barral, Editorial Planeta Argentina, 1998, p. 50).

Es Alejandra Pizarnik una dama vieja del vivir, un quejido ufano que decanta el dolor que engreído se pavonea, un eclipse. Sus creaciones son como el rebrote de alaridos en mitad del bosque, que dejan un eco profundo, amartilleado por ramas y hojas secas. 

Los poemas de Pizarnik son tristes panteras, y ostentan un corazón muy tierno; son panteras que sangran por los costados, y los riachuelos de bermellón le hacen estrías de ébano al pelaje ya oscuro, ya sinuoso, antes de que la herida abriera, antes que la voz se alzara y la mirada intrépida volcara en el abismo. Lucen el trazo recto de las panteras saumerias; no hay duda, no hay vaivén. El discurso se levanta como el animal elegante, y cuando el poema ya está cerca de su pronto expirar deja escapar la pantera un quejido, ese lento quejido ufano. Es el lamento del gigante, aherrojado, como los personajes de Calderón, que vociferan lúcidos.

Confiada en dejar atrás las fronteras, vertió Alejandra la vista en el pozo frío de la locura, y nadó, nadó, comenzó a nadar perdida en la profundidad de hilos de plata, encontrándose a cada brazada consigo misma.
De raíces ruso-judías, parece que la huida por parte de su familia de la barbarie nazi prefigure ya el regio perfil de la muerte que habría de cercarla hasta antes de su nacimiento, el 29 de abril de 1936.
Los primero, escasos e inseguros pasos por la escarpada senda del periodismo, el asma y la temprana tartamudez, el psicoanálisis, la nostalgia, las inclinaciones sartrianas y faulknerianas, el surrealismo, las anfetaminas, analgésicos y somníferos darán cabida a los primeros años de una juventud que ya gestaba a la poetisa, a la gran poetisa que se sacrificaría en el mundo, por el mundo y las palabras.
En la vida de Flora hubo un lugar para Olga Orozco, para Ana Becciú, para la amistad con Julio Cortázar -no olvidemos que un rumor muy extendido dejaba creer que era la propia Alejandra la Maga de Rayuela-, con André Pieyre de Mandiargues, Octavio Paz, Paul Verdevoye, Italo Calvino… y con tantos y tantos nombres que pudieron ver a la pantera dejando los hilos rojos a su paso, su gatear sinuoso y desesperado.

La mejor Pizarnik se acerca a la hoja en blanco sin propósito alguno, sin inclinación técnica, sin el deseo de una estética encontrada. La hoja en blanco le es propicia al no hallar otro lugar en que poder derramar su descontento y remediar su rotura, saciar su hambre. Acude a la escritura y en ella constata que no hay salvación, tan solo ese acceso intrincado al conocimiento puro que tan bien supo hallar, supo captar, supo transmitir. De esto se colige la autenticidad de lo conquistado por medio de la palabra, la insatisfecha redención de un alma débil y desgarrada, agónica, que parecía se daba a tientas contra los anchos muros de lilas a los que tanto le gustaba invocar. A sus más altas creaciones Pizarnik no acudió con el fin de ser leída, sino movida por la fiera necesidad de salvarse. Donde nunca hubo unidad es difícil la reconstrucción. El paraíso queda perdido, la empresa infructuosa, mas necesaria, pues la poetisa crea y consagra belleza en su intento de redención. Su oficio era exorcizar, un rastreo de la memoria por recuperar la infancia, hasta no ser ya nada, hasta ser ausencia. Su oficio lo ejerció para sanar las heridas del tiempo porque, según ella, todos estamos heridos. Su más grave herida fue siempre la soledad.
Los poemas de Pizarnik no son su obra, sino algo más, algo mejor; son los restos de su naufragio, los vanos y sublimes intentos por alcanzar aquellas aventuras del espíritu y el cuerpo que acabaron siendo perdidas.
La única muerte que habría de llorarse es aquella del amor que canta.

Su obra es una tribuna desde donde se exalta la libertad y el compromiso, la fidelidad del sentimiento y la poética de la muerte, la vida que nos arrastra como en una humorada. El zumo de las violencias no es sino un suave restallido, siempre presente, que humedece los versos en Pizarnik, como la lluvia las cabelleras.

Alejandra, Flora, la mujer que desdeñó las políticas, que nos abraza en la penumbra, la desventrada, la dama vestida con cenizas al alba, decidió poner fin a la aventura el 25 de septiembre de 1972 con cincuenta pastillas se seconal sódico. Ana Nuño escribe que su muerte «ha acabado produciendo una especie de relato de la pasión que la recubre con el velo de un Cristo femenino». "Heredé de mis antepasados las ganas de huir” -diría sumida en una intuición terrible, sobria y aguzada-.
Luego cuando muramos ella seguirá bailando.
Vestida con cenizas al alba, como bien le hubiera gustado, la poetisa nos sacude ferozmente, sin concesión, como la sacudió a ella la vida, sus desajustes anímicos, su honda tristeza. 

No se alcanza el prestigio poético del modo en que se alcanza el genio en el umbral de la vida, cuando alma y sangre ofician su milagro. Si no fuera esto así, no habría poetas malditos. El prestigio cesó en tiempo tardío su aleteo, y la dama sintió ya tarde su posarse sobre los hombros fríos de bailarina desmembrada. 

Hermanada con Leautréamont, con las víctimas del sentimiento y el dolor, Alejandra es una grieta profunda en el ancho muro de la Literatura, un despeñadero mudo, un río de piedras, una ronda de palomas disecadas -como las del granadino-.
Antonio Requeni ya entendió el suyo como un destino más vasto que la muerte. Tenía pensado escribir la poetisa una novela que jamás fue. El viento con garras que mueve al corazón y repercute en los actos se lo impidió, conduciéndole por el espinoso sendero del verde amado. Allá vayas Pizarnik, por la senda abrupta. Allá vayas, envuelta en sombras, donde mendigas voces y madrugadas te acunen, te mezan, allá, allá lejos, en tu ansiado lugar de reposo, bajo el árbol de Diana. Porque luego cuando muramos seguirás bailando.

“la rebelión consiste en mirar una rosa 
hasta pulverizarse los ojos”.


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