miércoles, 1 de octubre de 2014

                       CALDERÓN AMORDAZADO 


  EL LOCO DE LOS BALCONES, LA BATALLA DE LA CULTURA

La voz de Pepe Sacristán, grave, enseñoreada, melodiosa, de torrente limpio, nos comunica la tribulación de ese loco maravilloso que rescata antiguos balcones coloniales en la nueva obra vargallosiana que acoge la sala principal del Español. Que su gran propósito sea salvar las ricas balconadas es la empresa quijotesca que, convertida en metáfora de los grandes hitos alcanzados por la cultura -y que la modernidad arrogante engulle-, permite a su defensor dar batalla con un orgullo digno y descuidado del trato amable en ese cubil de burócratas en que han acabado convertidos nuestros ministerios.


 El respeto al pasado y sus ancestros es el motivo por el que el bueno de Aldo Brunelli le dedica la vida a tamaña cruzada, un Aldo bordado y embellecido por la presencia de Sacristán -uno de los pocos pilares sólidos, junto con el también soberbio Juan Diego consideran muchos, de la interpretación en lengua castellana-.
Su sano desvarío le acarreará obsesión, soledad y decepciones, pero el espectador lo sabe poderoso, pues antes que hombre, antes que profesor de historia del arte, es el principio el que lo encarna, el respeto a la belleza y a la memoria que no sólo lo construye, sino que le concede el suelo firme en que asentarse para, desde ahí, crecer. 
La palabra teatral de Vargas Llosa, de continuo en viajes entre el pasado y el presente, certera, coloquial, enérgica por sencilla, elegante, denuncia aquí los estragos primeros de la especulación, los desatinos inmobiliarios, los organismos que desdeñan la historia, a la que utilizan de escombro, y la ingenuidad. Entre todo ello, la que es una de las leyes de la literatura del premio Nobel: la limitación de la verdad, la resolución de la trama como misterio, una madeja enredada de voces, luchas y mundos que se nos antoja colmenar viejo, sabio retrato de un tiempo y dos temas fundamentales: deseo y desamparo. 
La dirección es efectista, de detalle, con tal vez dos tramos musicales dudosos, pero de una gran riqueza de precisión y dirección de luces.



Esos pedazos de madera, joyas de ebanistería, son las razones de peso que atesora el personaje de Sacristán, y son sus hijos y sus nietos también, en los que ha volcado todo su aplomo. Y por ello la obra da testimonio igualmente de la ausencia del valor al arte cuando le desbancamos el progreso, pues pocos más creen en la causa que Aldo defiende. 
Nada desmiente que Calderón comience a estar amordazado, y es que algunos de los acontecimientos, no ya de orden político, sino humano -un programa de gobierno de andamiaje inconsistente en la cultura, que parece se viene abajo, y en que se concede preeminencia al valor económico frente al artístico-, crispan los nervios del poeta universal. La pieza también nos recuerda todas estas cosas. Es un puente de unión con nuestro momento presente. Porque, cuando se perpetran atrocidades de lesa cultura, son pocos y marginados, sentenciados, los que reivindican su arreglo, como Aldo Brunelli, como tantos y tantos artistas que, de hinojos ante la estatua de Calderón, se solidarizan con la figura del poeta amordazado. No olviden lo que fueron, hasta cuando ni siquiera existían, pues es todo cuanto tienen. 

‘Cuando el Parlamento es un teatro… los teatros deben ser parlamentos’.


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