sábado, 11 de octubre de 2014


           MÁS SE SUMERGE AQUEL QUE MÁS PORFÍA

“Nadie puede evitar lo que te hace la vida. Las cosas suceden sin que te des cuenta y luego se interponen entre lo que eres y lo que querías ser y acabas por no ser tú mismo” .

                                                                                  Mary Tyrone
                                                    LARGO VIAJE DEL DÍA HACIA LA NOCHE
                                                                               Eugene O’Neill

El título del presente es un verso de Fernando Pessoa, parte de uno de los 35 sonetos. Comparte con los personajes de O’Neill naturaleza. Éstos se sumergen, ahondan en ellos mismos, se obcecan con empeño, persisten para finalmente quedar derrotados. Esa es la ley abyecta que impera en una gran cantidad de obras del teatro norteamericano y universal de la segunda mitad del XX: que ningún personaje sea lo que ha deseado ser, una de las tragedias más perentorias de la escena y de la vida, también núcleo primario de conflictos en otros muchos creadores: Chéjov, Lorca, Alberti, Ibsen, O’Neill, T. Williams…

El teatro norteamericano del pasado siglo constituye un maravilloso polvorín de rencores y deseos encontrados, que convierte a los demonios familiares en el campo de labranza en que germinan todos esos seres que se pavonean irredentos, ya sin la grandeza calderoniana, con un patetismo de aliento no tan breve, perdidos en la niebla. 

El pasado miércoles ocho de octubre, luna llena, dos veteranos de la escena, Vicky Peña y Mario Gas, pusieron una vez más en funcionamiento la maquinaria compleja de una gran obra. El sonido de los primeros pasos, de las primeras palabras, fue atronador y pausado, como el quejido de las sirenas de los barcos, como los del animal moribundo.  

Largo viaje del día hacia la noche nos sumerge en toda una jornada en el seno de la familia Tyrone, cuatro miembros que comparten sangre, rencillas, odio y soledad, acuciados por el alcoholismo, la drogadicción o la tuberculosis.
Sin duda, es el de Vicky Peña el personaje más poderoso de la historia, de mayor poesía, con la mirada perdida, las manos temblorosas que recuerdan antiguas sinfonías, ya no tan bellas, y esa última aparición en que pronuncia estas frases que no pueden ser más dolientes por sencillas, amargas, con el ánimo derrotado: “luego, en primavera, me pasó algo. Ah, sí, ya me acuerdo. Me enamoré de James Tyrone y fui feliz durante un tiempo”.
El Teatro Marquina acoge un montaje sobrio y acertado, con una plataforma en esfera escorada y altas cortinas que agudizan el aislamiento y la indefensión, con el mar que se proyecta en ellas como la lástima en sus miradas. La dirección deja muy acertadamente al desnudo el trabajo humilde de los intérpretes, que se muestra sincero, maestro, contenido por momentos, delicado. 


Mario Gas ofrece como en un milagro la misma mezquindad que ternura, los hijos -Juan Díaz y Alberto Iglesias- están inspirados y, como ya hemos mencionado, Vicky Peña dota a Mary Tyrone de tal cantidad de matices, fragilidad y belleza que acaban por conquistar el ánimo y la congoja del espectador.

Una obra que habla sobre la desgracia de no alcanzar a ser lo que se quiere, sobre la solidaridad, la envidia, el amor entre hermanos, la recepción de la desgracia y la locura; algunos de los grandes conflictos que acucian al hombre. El dramaturgo dijo en alguna ocasión: no hay presente ni futuro, sólo el pasado que se repite una y otra vez, ahora. Tal vez ese sea el lastre de sus personajes. Demasiado pasado. 




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