miércoles, 10 de diciembre de 2014

"Merecen la Libertad, como la Vida, quienes la conquistan día a día".
EMERGE UN TEATRO PROFUNDO

El Fausto de Tomaz Pandur, para quien el Teatro es un proceso de alquimia, huele a incienso y a universo poderoso. El director esloveno convierte espacios en atmósferas de gran voltaje en que la palabra se bendice y el actor es arrastrado fuera de su zona de confort; rescata la esencia del texto y la devuelve joven a nuestro tiempo, porque Fausto es el héroe oscuro, insatisfecho, descreído, desencantado, torturado, nada lo colma, como al hombre moderno.
El mundo Pandur es enérgico, sugestivo; vuelve en el escenario el milagro del teatro a ofrecer toda su magia: Fausto -gran Roberto Enríquez- sella su pacto bebiendo sangre, besando a cada uno de los cuatro miembros que encarnan las fuerzas, la familia Mefistófeles -el mundo contra el individuo-, cuyo común elemento es el mal. Marina Salas torturada entre las aguas; Ana Wagener desquiciada en la piel de la Inquietud; Pablo Rivero como Valentín y como quimera y Víctor Clavijo golpeando las piedras que condenan al hombre y que dominan la escenografía, perfecta, a cargo de Sven Jonke. La familia: un cuarteto de actores maravillosos, alegoría sabia del deseo acre por todo aquello que no poseemos. 
¿Qué le conceden a cambio del alma? 
Conquistar la realidad total, realizarla.
Emilio Gavira como símbolo de Dios, que pasea un incensario cuyo aroma se extiende entre el público, que fuma y que sostiene y reparte la copa con sangre, que se apoya lascivo sobre el pecho de Margarita, y que come hostias consagradas como galletas en una estampa genial e irreverente. 
Se ha hecho justicia. El teatro ya es templo. Templo pagano.
La escenografía se basa en una coreografía de tres paredes móviles gobernadas por la simbología alquímica y masónica, una estética de blancos y negros, a lo Pandur.


Basada en la obra de Goethe, en las leyendas medievales y en los estudios sobre el tema, hallamos una historia intelectual de la humanidad, el paisaje interior de un hombre que dice: “Instante, detente, eres tan bello”, el crudo retrato de nuestra civilización, belleza punzante, angustia existencial. 
Un trabajo escénico en que intuimos al elenco le va la vida en el texto, instantes irrepetibles, que no se detienen, y por eso tan válidos, como el de la carrera, o los dos grandes monólogos, o la muerte de Valentín, o la llamada desesperada al perro sobre la pared, o las proyecciones de símbolos astrales sobre el cuerpo derribado, o la familia Mefistófeles representando sus escenas de acuerdo al orden mortal. Teatro dentro del teatro.
Un montaje enemigo de las convenciones artísticas, que nace de la necesidad de un director honesto e inspirado, maravillosamente barroco, portador de una estética personalísima y de un sentido de los dramático encumbrado. 

Pandur hace del Teatro un rugir profundo, una experiencia rica y desatada, una ceremonia profana que acerca al hombre a lo que en verdad es, que lo reconcilia consigo mismo.







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