martes, 9 de diciembre de 2014

                        EL TESTAMENTO DE MARÍA


"Ya vendrá el día en que el engendramiento de Jesús por el Supremo Hacedor como su padre, en el vientre de una virgen, será clasificado junto a la fábula de la generación de Minerva en el cerebro de Júpiter”.
"En todo país, en toda era, el sacerdote ha sido hostil a la libertad”.
-Thomas Jefferson-.

Blanca Portillo lleva a flor de alma la crudeza y la pasión en El testamento de María, pieza teatral del irlandés Colm Tóibín que rastrea la humanidad perdida de un personaje que en el imaginario católico no es frecuentemente desligado de la noción de mito. Aquí María, como la Venus de Pigmalión, se hace mujer. Resultaba forzoso convertir a un personaje bíblico tan encorsetado y supeditado a las cuitas y devenires de mayores personajes masculinos en el de una mujer que sufre, piensa, influye y necesita de la palabra para liberarse y explicarse, para dar eco a su dolor, al resentimiento que guarda a Jesús por su arrogancia encendida, por no escucharla; un hijo al que le es imposible dejar de amar.
Ofrecer a este hijo de María como emanación violenta de un poder sin memoria es un acto tan válido como encumbrarlo. El Jesús que rememora Colm Tóibín por medio de la riqueza de su talento no es sino un aficionado a la grandilocuencia afectada que severo le espeta a su madre: “¿Qué tengo que ver contigo, mujer?”. Lo más cierto es que quien crea en el castigo eterno diste mucho de lo profundamente humano. Muchos sabios han puesto por encima de la figura de Cristo a personalidades como Buda o Sócrates. No iban mal encaminados con su pensamiento.
Y es justo. Debemos desbancar las nociones de mito. Bertrand Russell nos dejó escrita una valiosa reflexión: “Cualquier sistema moral que tenga una base teológica se convierte en uno de los instrumentos a través de los cuales los poderosos conservan la autoridad y dañan el vigor intelectual de los jóvenes”.
Esta obra desbanca a María, y la vuelve mujer a nuestros ojos, libre de expresar su dolor y su miedo.


La búsqueda de Portillo es una búsqueda de redención. Que nadie le acuse; está allí para contar la verdad, señalar la poca fiabilidad de las escrituras, su talante ficcionador, la ambición de los evangelistas por perdurar en nombre y a merced de burlas a lo honesto, como discípulos empeñados que fueron en dar a conocer las desventuras de una fábula imprecisa, dominados por un desdeño intransigente hacia todo lo que no fuese cristiano. La intolerancia y sus fuertes vientos nacen tras la proclama fiera de grandes verdades. 
María sufre y lleva a cuestas la vergüenza de no haber permanecido junto a la cruz hasta la muerte del hijo, de no haber lavado sus heridas.
La escenografía recrea con mesura el interior de su casa en Éfeso, donde permanece custodiada y medio secuestrada por los seguidores de las enseñanzas de su hijo. Los anaqueles y las maderas viejas no son sino los intrincados recovecos del recuerdo, un limbo llano que contiene los detalles que ha ido desprendiendo la vida al pasar. Un pozo luminoso del lado izquierdo recupera la trascendencia y el valor de los sueños, lo incognoscible, y libera de opacidad la escena. 

Intensa y poderosa Portillo, le nace un hambre de memoria que la domina y atormenta; sabedora de un dolor infinito, nos regala momentos de gran belleza, como ese incontenible, audaz y aleccionador en que le reza a la diosa Artemisa y se recuesta agotada con el deseo de hacerse viento, de dormir sobre la tierra seca. 
Cesen las plegarias que desde el comienzo se han proferido. María no ha tenido voz hasta ahora.

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