miércoles, 6 de mayo de 2015


EN UN LUGAR DE LA MANCHA, DIEZ PINGÜINAS 

"Los cangrejos también van hacia el futuro reculando".
F. Arrabal.

El amor a la palabra de que es heredera la gesta del Hidalgo constituye la génesis de Pingüinas, una locura arrabalesca que desmitifica y reinterpreta El Quijote tomando de sus páginas el rasgo más distintivo de su espíritu: su incontenible afán de libertad. El espectáculo es una de las creaciones más arriesgadas de la escena de los últimos meses por su irreverencia y por su lenguaje desvergonzado y teñido de la influencia de la cultura pop que nos envuelve; un desfase fogoso, el cuento de la soledad, del deseo y la demencia. Y es sumamente arriesgado porque, para disfrutarlo, el público, el público bajo la arena en su tradición lorquiana, debe aceptar todo ese desacato, esa grosería; si lo hace, entonces Pingüinas le revelará uno de los mayores ejercicios de albedrío escénico, el espíritu cervantino en su vertiente más transgresora, metafísica, escandalosa, encarnado en tres mujeres, tres actrices: Ana Torrent, Marta Poveda y María Hervás, tres cervantas moteras, artífices de tres interpretaciones frenéticas, con réplicas que se atropellan a efectos de una lógica que solo puede ser teatral. Un espectáculo que exige del espectador inteligencia, un ancho barril de tolerancia, la aceptación de lo nuevo sin cortapisas y un anhelo de búsqueda, porque Pingüinas es también investigación, rastreo de nuevos lenguajes escénicos, la consumación del gran talento de la vanguardia en España. 
Las Pingüinas, las cervantas, las nenas, las quijotas, estos fantasmas con cuerpo de mujer, fuertes y desubicados, que siguen la pista de la obra de un autor perdido, el gallo del corral, anhelan morir de amor, viajar a la luna en medio de esa autopista de caminos cruzados que es el escenario.
Lejos del esnobismo, del academicismo, Arrabal consigue hablarnos de Cervantes desde su personalísimo universo, firmar una pieza que es algo más que una revisión inspirada en el clásico.


La fe en la palabra y en el amor para transformar el mundo es uno de los pilares de la locura que laurea a Alonso Quijano, la quimera y primer aliento de derrota. Esta creencia, prueba del ingenio, condena inevitable a Cervantes y a sus Pingüinas; la obra, como el libro, cuenta con un final amargo: la muerte de la belleza, del idealismo, la inocencia.

Algunos momentos de supuesta dilación, un tanto crípticos, pueden ser tomados como pasajes duros, difíciles, un tanto de plomo, pero tal vez es esa la intención del dramaturgo. La incomodidad, el acoso a interrogantes, es el deber, me atrevería a decir, principal del teatro. 

Con Miho -Miguel Cazorla; Cervantes rebautizado en código arrabalaico-, tienen voz hasta los perros. Una escena en que, al ritmo hueco del "que viva España..." las siete Pingüinas bailan como autómatas privados de deseo, de autonomía, porque se encuentran atadas de pies y manos a los dictámenes del patriotismo de feria, estéril, nos vuelve a la mente. En ese himno, en esa escena funambulesca, en delirio, es donde está presente en mayor medida el espíritu libérrimo y transgresor de Arrabal, un expatriado que huyó de un país convulso, saturado de rencillas, cuya marca era y es la envidia y que desprestigiaba y desprestigia el tejido teatral que bien podría redimirlo. Los que se quedaron, tras la llegada del régimen en tiempos de censura, de repetidos ataques, vieron su vida desgastada, pero su estela es heroica, como la del ingenioso hidalgo; hablo de los grandes artífices del crecimiento del teatro en España tras la guerra incivil: Cayetano Luca de Tena, Adolfo Marsillach, Fernando Fernán Gómez, Paco Rabal, los Guitiérrez Caba, Tamayo, Asunción Balaguer, José Luis Gómez, Nuria Espert, Julieta Serrano, Víctor García, Mario Gas...

La escena de la madre y de Miho en una jaula móvil, como traje, que le derriba frente a la progenitora -perfecta Lara Grube- con su grito sordo bajo la tela que le oprime el rostro, como una angustia honda, es la vuelta a tierra, al limbo de voces en que acaba convertido el escenario, del clasicismo a escena; un monólogo de la madre sentido y dicho a la manera de la heroínas de bronce de la tradición en verso. Un destello que rompe la temperatura y enciende la sorpresa. Como ese hay varios. El teatro de Arrabal es de todo menos acomodaticio. Es incisivo, nervioso, contestatario, como una veleta en ventisca.
La jaula que apresa a Miho es trasunto de las penalidades a las que el siglo XVII condenara a un autor curtido por la vida. Miseria, la prisión de Argel, vergonzosa recaudación, falta de reconocimiento, incertidumbre...

La escena del baile, con la entrada de Miho, desnudo el pecho, el morrión del que sale en humareda el incienso, como en credo laico, y luego las Pingüinas, con faldas de vuelo, blancas, bailando al tiempo que Miho se les acerca y les destapa los rostros llevándose la tela negra que los amordaza es de una belleza irrepetible, de las que acompañan luego después de los aplausos.
Las Pingüinas dando vueltas, libres de amor, libres de amarse.

Fernando Arrabal nos habla con su ultima creación del deber social de la escena y  de las barreras del público, que pueden y deben ser derribadas.

Pingüinas. Una aventura provocadora. Necesaria.




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