domingo, 10 de noviembre de 2013

ANATOMÍA DE UNA ESCENA  (“Lo que queda del día”).


      Hay escenas que inundan la retina, y que hostigan con su bullente atractivo al espectador. La historia del cine está llena de ellas, pero hay que permanecer atentos en su busca; son, en el fondo, como pájaros exóticos que escapan a lo desconocido. 
Lo que queda del día (The remains of the day), del británico James Ivory, guarda algunas de especial encanto, que han sentado cátedra, y que son ya preciado goce de la memoria colectiva, piedra engastada.

       Se trata de la que creo que es una de las más bellas escenas de amor callado, reprimido, velado, que se hayan podido ver en pantalla -sin olvidar, claro está, Luces de la ciudad -City Lights- (1931), del gran Charlie Chaplin, en que este se enamora de una chica ciega encarnada por Virginia Cherril.

         Emma Thompson y Anthony Hopkins están sublimes en esos cuatro minutos que condensan tanto. Cuando Hopkins despierta y encuentra a Thompson cambiando las flores, ya marchitas, por otras recién cortadas, cuyo aroma nos llega, y cuando ésta le pregunta qué libro estaba leyendo, y ambos acaban como cercados por la penumbra al fondo, la mano de Thompson intentando liberar el libro de la garra de su lector, y la mirada acuosa de Hopkins, todo lo que dice su gesto… Luego la luz tenue que filtra la cortina como remanso oculto al mundo, el plano ya más cerrado, la fotografía que resalta el brillo y las manos y la expresión de cada personaje…

        Y seguimos preguntándonos el porqué de aquella tortura, de aquel silencio que destruía tantas oportunidades, tantos momentos. ¿Callan acaso para protegerse? Pero, ¿de qué? Todo depende de las palabras, de las que decimos y de las que callamos; todo lo determinan las palabras. Esta escena es un emotivo testimonio de amor velado que nace no con la falta de valentía o coraje, sino con el miedo del sentimiento a mostrarse desnudo, sin el amparo del silencio que lo sangra.

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