martes, 26 de agosto de 2014

CONOZCAMOS A LOS HOMBRES ILUSTRES
Por Dorothea Langes
Walker Evans es un profeta; Ansel Adams un visionario. 
Por un lado, las fotografías de Walker Evans nos muestran los rostros curtidos de las gentes de la calle. Cada semblante inquieta y seduce de un modo puramente genuino, porque su autor no banaliza, sino que recupera en sus miradas el carácter de los retratados, sus secretos y desdichas. El suyo es un estilo sobrio, áspero, contundente, desnudo, reflejo de la cruda realidad, de la miseria y del dolor del hombre, preso de un mundo que no genera movilismo. Sus imágenes son el más bello y duro testimonio de las comunidades rurales y de los ominosos azotes de la Gran Depresión. Walker dignifica a los miserables, del mismo modo que Víctor Hugo hiciera en su novela cien años antes. Para él, todos ellos eran grandes damas y caballeros, en los que sin duda quedaban manifiestos los logros y tragedias de la condición humana. De hecho, cuando decidió publicar las fotografías tomadas en una granja de Alabama lo hizo bajo el certero título: "conozcamos a los hombres ilustres". Por otro lado, sus instantáneas de los pasajeros del metro de Nueva York impactan por lo acertado de los contrastes, por la palpable presencia del alma en sus ojos, esa que nos define y apresa.

Por Walker Evans
Artífice de la América profunda, el Eugène Atget americano, Walker Evans transciende.
Cuando aquellas personas que pueblan sus trabajos miran a cámara lo hacen con un especial fin, una intensa atención que nace del dolor y la pobreza. De ahí que los semblantes nos sacudan: pues o nos vemos reflejados en ellos, o constatamos que la vida también puede llevarnos a su condición, a su mundo. Tal es su poder; el gesto siempre acerado, conciso, a menudo ecléctico, enemigo de la pose infundada. Sus retratados nos miran tal y como son, con una desnudez y frialdad cortantes, que reavivan las ascuas de lo emotivo. Miran tan solo, y al mirar, se reafirman en sí mismos. Porque, como muchos piensan, la belleza reside en los ojos de quien la mira. Su belleza, la belleza de todos ellos, trasciende lo material. Su belleza es su historia, su dolor desgarrado, su doliente amargura.

Por otro lado, y como ya hemos advertido, Ansel Adams es el visionario. Podríamos apuntar
Por Ansel Adams
como tema fundamental de su obra la inexorable brutalidad de la belleza, entendida ésta como naturaleza en estado puro, despojada de entes civilizados, sagrada.
En la inasible inmensidad de sus fotografías los elementos componen sonetos; el mar, los árboles, la tierra..., todo parece conjugar un canto a la vida. Ansel, víctima de una inspiración poética demoledora, hace de los espacios naturales auténticos paraísos terrenos.

Dorothea Langes es, como muchos defienden, el otro miembro que completa la tríada de maestros en fotografía norteamericana; capaz de retener con el objetivo misterios que encandilan a la imaginación. Soledad y desamparo son los dos grandes temas del trabajo preciso de Langes. 
Estos tres nombres (Evans, Adams y Langes) son monarcas indiscutidos de la grandeza de la fotografía estadounidense y universal. También nos hacen reflexionar acerca de la necesidad del cambio y la vanguardia, desde la influencia de los presupuestos artísticos de Walt Whithman a las transgresoras instantáneas de Diane Arbus en los sesenta o al surrealismo de Cecil Beaton e incluso al objetivismo social de August Sander; la tríada de autores trasciende su propio tiempo abriendo un diálogo fructífero con los artistas posteriores. 


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