lunes, 18 de agosto de 2014

Te arrastra BACALL, no lo niegues


Mucho se ha dicho de lo que le queda por aprender a Hollywood, ese mastodóntico gigante capaz de soñar largometrajes soberbios a la vez que crudas bazofias. Entre las muchas lecciones que le brinda el oficio a esa industria cicatera llamada antes del cine y que ahora también entrona al sensacionalismo y al consumo ciego, es la de perder a las viejas perlas, esas grandes criaturas de genio y duende descomunal que el tiempo, poco a poco, nos va arrebatando. Pero dicha pérdida se agudiza cuando no sólo se pierde lo que se tiene, sino lo que no se aprovecha e incluso aquello que quedaba vilmente olvidado. Recordemos que la impiedades del nuevo Hollywood no son sino las heredadas del antiguo.

Este mes ha muerto una mujer insegura y sensible que se forjó un carácter fuerte e incisivo como defensa, parapeto a un ancho muro de flashes en que abundaban los monstruos de circo y las peleas. Lauren Bacall, Betty para los amigos, ha dejado tras de sí una estela de grandes personajes y de instantáneas con ángel, que trazan un bello mapa del pasado siglo por su valor testimonial y humano. Me viene a la cabeza una fotografía de 1959 -la mujer a la derecha- en que ríe junto a Ernest Hemingway y Nancy "Slim" Hawks Hayward en lo que se intuye algún café del norte español. Muchos de sus amigos eran escritores, tal vez porque Hollywood se preñaba de viejas bestias. En la imagen Lauren estalla en una carcajada ante -posiblemente- alguna sutileza del premio Nobel, un Saturno con barbas de ceniza y hambre de libertad y riesgo. Bacall tal vez compartiera ese mismo apetito con el escritor de Adiós a las armas, tal vez la arrastrara ese mismo instinto. Sí, te arrastraba Bacall, no lo niegues. 


No imagino a nadie capaz de hacerle frente a la vida del modo en que ella lo hizo.
Quiso ser Bette Davies, pero acabó siendo algo mejor, ella misma, la flaca, la indomable, la mujer de convicciones que se opusiera a McCarthy y su caza de brujas, la que rechazara los malos trabajos que le proponía el vanidoso y veterano Jack Warner, la que invadió grácil y portentosa los films noirs de los 40, esa década dorada en que en cine todo se podía, todo se intuía aún.

Era una diva, pero podía permitírselo. Era la Dietrich en su juventud, tenía su garra y su mirada, y decía los textos de Faulkner con la insondable frialdad de las estepas desiertas que al autor tanto le gustaban. Desconozco si se negaba o no a seguir trabajando, pero que no le hubieran seguido ofreciendo grandes papeles junto a grandes directores me parece, además de un despilfarro, un acto imperdonable. La imagino como la señorita Havisham de Grandes esperanzas, como Hécuba o como una neoyorquina insatisfecha que prepara una fiesta en la revisitación de Mrs. Dalloway. Da pena pensar en la cantidad de papeles que no interpretó.

Le salvaron el humor y los recuerdos ya en su últimos años, cuando un mundo que juzgaba mediocre y vulgar la acogía como a un ave exótica encerrada en una vitrina. Le salvó su pasado éxito en Broadway, bajo la piel de ese papel tan suyo y tan de la Davis, el de Margo Channing en All about Eve.

Dicen ahora que, desde lejos y apoyada sobre el marco de una alta puerta, con su voz grave y fresca, confiesa que el tiempo pasa en ventisca -y entonces se inicia la canción de ese primer clásico que la acogió, esa música escrita por Franz Waxman, como cuando Terenci Moix la entrevistó en Televisión Española, cuando Televisión Española ofrecía programas de calidad, y añade-: el tiempo pasa y lo malgastamos, cometemos errores. Todo se nos escapa.

No ha sido el tiempo, ha sido la Industria la que te ha desperdiciado, Betty.  
Y Lauren se va contoneando, como en la escena final de Tener o no tener, una sonrisa en el rostro.

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