lunes, 25 de agosto de 2014

EL INSTANTE DECISIVO

La canícula perezosa ha llamado a los fotógrafos: la Fundación MAPFRE acoge una retrospectiva de Cartier Bresson, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando una muestra de Ortiz Echagüe y la cartelera el último trabajo de Eric Poppe, Mil veces buenas noches. Es un acto de reflexión el que se despierta en semanas pasadas al calor del sol y los flashes. 

Las instantáneas de Cartier-Bresson, de la estética surrealista al foto-periodismo, pasando por felices descuidos intimistas, pronuncian el convulso y exaltado discurso de un siglo rico en luces y bombas. La exposición, comisariada por Clément Chéroux, es testimonio del afán renovador de un fotógrafo que se reinventaba de continuo, siempre enérgico. Sus dos grandes dominios -que coinciden con los ejes en los que descansa toda fotografía- son la composición y la espontaneidad. Además de documentar la realidad, Cartier Bresson la moldea, la conjura, la calibra. 

El cineasta noruego Erik Poppe ha estrenado Mil veces buenas noches, trabajo semiautobiográfico en que Juliette Binoche -impecable, como es su costumbre- se mete en la piel de una fotógrafa de guerra que se debate entre el amor a un oficio desgarrador que ama y su familia. El film comienza con Binoche acompañando a una terrorista suicida y termina allí mismo, en ese lugar agitado que la aleja de casa, cuando intuye la urgencia de la calma y de la paz. Con un montaje elegante y un conjunto de planos cuidados y potentes, el film viene a reivindicar la necesidad de un fotoperiodismo de calidad no autocomplaciente. Los fotoperiodistas son los ojos del mundo; ponen rostro a las víctimas.


 José Ortiz Echagüe retrata el eco de la voces que se pierden en la ingravidez de las dunas, ese norte de África idealizado y de delicadeza encendida que bien pudiera haber salido del imaginario nómada y sus liturgias. Trabajos pictorealistas y depurados en que el detalle o la magia de la luz hacen mella en la sala de exposiciones de la Real Academia de San Fernando. 


Las fotografías constituyen un manantial de conocimiento porque traducen la enmascarada realidad que nos sostiene, mostrándonos lo que con anterioridad se nos velaba, sus luces y sombras, y porque democratizan el mundo. La imagen -y sobre todo la imagen pura, sin artificio- levanta de su sueño a la conciencia. La fotografía es la memoria del mundo ya envejecido, cuando ha perdido el rumbo, el rastro de los hechos una vez han pasado, una vez se han vivido, ya cuando se recuerdan. Virginia Woolf dijo que una cosa ha ocurrido realmente cuando se recuerda. La cámara, como la pluma de un autor, atrapa y encierra momentos, instantes decisivos. Si bien la escritura hace más rico aquello que perpetúa, pues opera en la medianía de la realidad y la invención -bendita invención-, la fotografía posee un desabrimiento, una acritud que hiela, pero que también alumbra. En la fotografía no hay veladuras, cada imagen es un empujón brutal a esa otra realidad que representa y ampara; es una ventana a cuanto nos rodea y a cuanto nos pasa desapercibido, pues le da apariencia a aquellas cosas que no la tienen, rostro y voz a los desposeídos. 

“Entre las muchas formas de combatir la nada, una de las mejores es hacer fotografías”.

                        -Julio Cortazar-

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