Sa bouche est comme un fruit qui saigne
Las canciones de Édith Piaf, alto genio de la música francesa y europea del
pasado siglo, poseen una naturaleza binaria, a dos caras, como una figura compuesta por
el malagueño, aquel del periodo azul abriendo un camino más en la vanguardia, una
senda inexplorada en su oficio.
Están por un lado las
melodías y los ritmos, la cadencia y la voz;
por el otro, el mensaje. Y ambos planos se
conjugan como el agua de dos ríos que confluyen: el de la técnica y el de la pasión.
Estas dos perspectivas de la
estructura de la canción son universales,
omnipresentes, pero en pocos artistas se
han mostrado con semejante excelencia.
Como Picasso hiciera con su paleta de
color, Édith ejecutó sus canciones con
garra y rigor, un irrevocable afán de
transgresión y, sin duda, con lo que
diferencia al artista del afanoso diletante: la
honestidad. Pues solo de este modo tiene
agallas una mujer como ella, apolítica y
pacifista, para acudir a un mitin antifascista
en plena ocupación y cantar altiva Mon Légionnaire.
Cuando cantaba jamás
interpretaba; se mostró siempre exenta de
velos, lanzó la imagen de su espejo, y de
este modo, la imagen misma de su alma tiznada. Solía decir que para ella cantar era una evasión, otro mundo, abandonar la tierra. Los que contaron con el privilegio de
escucharla en vida sabían que esto era cierto. Porque solo cuando cantaba sentía el aire
en los pulmones, el huracán y la vorágine de esa arrolladora sensación que era la elevación, el cotejo de los visos de inmortalidad.
De una valentía colosal, con un gran poder de convicción, esta mujer
maltratada por la vida, laureada también, amparó con sus canciones a los marginados y
humildes, a los poetas y a los que en medio de la pólvora conservaban el valor de soñar,
y a todos ellos con su grito los hizo grandes. Al legionario que muere por triste patriotismo,
al soldado que no regresa, a la mujer de la sombra, a los ingenuos de amor, a los fugitivos
y a los desertores, a los ahogados que hacen ¡plouf!, a los mendigos dispersos sobre el
pavimento..., a todos ellos dignificó.
Conoció en su infancia muchas formas de ceguera, y la vestidura negra que
lucía en escena se antojaba un recordatorio de esto. Las manos blancas, como de espectro, recortadas en la tiniebla; su gesto encorvado, contraída en la emoción; los ojos
que le imploraban a la vida, su brillo enajenado.
Marlène Dietrich, Jean Cocteau, Marcel Cerdan, Théo Sarapo, Yves
Montand y hasta ahora infinidad de generaciones han caído rendidos a sus pies. ¿Qué
tenía Édith? O, más bien, ¿qué no tenía? La Môme no tenía disfraz, no tenía máscara, y
así, sin trabas, como una criatura desnuda e indefensa, acorazada en la letanía del
alcohol y el bullicio, se mostró. Como le pasara al Albatros del poema de Baudelaire, con
Piaf sucedió lo mismo: sus alas de gigante le impedían avanzar.
La voz de Madame Édith Piaf nace en las ascuas de la miseria y la
decepción, el desamparo y la falta de afecto, y por ello es esta una voz primera, única, en
la que confluyen las fibras del sentimiento y del delirio. Porque la historia nos demuestra
que el artista en su defensa canaliza cuanto de oscuro acampa en su interior, y que solo
esto da lugar a la maravilla, sabemos que la Môme Piaf respondió así a los avatares de su
vida. No concibió la rendición, el arrepentimiento; su oficio fue su consuelo y su redención.
Era como el arco, en que se debe tensar la cuerda en el ritual y escudriño previo al tiro.
Su voz fue su venganza, el dardo definitivo a la diana de la injusticia y el olvido. Sus
historias, las historias que cantaba y que sigue cantando, son un bálsamo y un disparo,
un desgarro y un beso, un bramido, un clamor que enaltece la vida y la hermana a la
muerte que, como ella dijo, habría de ser una suerte de comienzo.
Manuel. R. Avís.
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