Thérèse D, o de la ominosa carga de las amarras
Pocas historias arremeten con tanta fuerza y convicción
contra el provincianismo, y el yugo que este impone, como Thérèse
Desqueyroux, novela de François Mauriac cuyo personaje ha sido
encarnado en la gran pantalla por dos de las actrices francesas que
comparten con Thérèse la mirada y el misterio, y que cuentan con la
maestría que requiere el sondear las profundidades pantanosas de la
mujer que palpita tras el nombre afamado, quizá uno de los personajes
menos queridos de la Literatura francesa del XX: Emmanuelle Riva
(1962) y Audrey Tautou (2012). Ambas poseen la habilidad de rescatar
la alquimia primera de esa mujer que en la grisalla busca el sol, de ese
ser impasible y oprimido.
Última película en la vida del genial Claude Miller, cuyo
enfoque es preciso y sosegado: se trata de una adaptación gélida,
contenida en todo aspecto formal, pero que funciona de un modo
perfecto, como las ruedas de un reloj al que, con paciencia y esmero, se
le ha dado cuerda; es esta contención el rasgo principal de Thérèse, del
que aquí se contagian los ambientes y los gestos.
Nadie dijo que intentar explicar, o por lo menos barruntar, la
verdadera naturaleza del comportamiento humano, fuera tarea fácil, y que pudiera enfocarse de un modo objetivo y superficial, a modo de lectura unitaria. Monsieur Miller logra
pergeñar un retrato sólido y complejo, levantar ante nuestros ojos el planisferio de la insatisfacción que
aqueja a la protagonista, y provocar una bella ilusión, a la que se dedican escasas escenas, pero esenciales,
como los diálogos entre Tautou y Weber, en que en una bella barcaza, sacada de fábulas de color
enfebrecido, parecen condensarse todas las promesas de un horizonte próximo, muy próximo, punzante y
esperanzador. Es este color rojizo de la vela quizá el único descuido cromático de la cinta, pero suficiente
para provocar en el espectador esa ilusión que de Thérèse se alimenta, y que nace y oscila como la débil
llama de una vela.
Thérèse D es la historia de un ser enclaustrado que anhela otra vida, abandonar Ítaca, deseo
reprimido casi inconscientemente, y que cuando se adueña de la razón la llevará a intentar asesinar a su
marido, con dosis elevadas, gota a gota, como una letanía que recuerda a los címbalos de los muertos. Aún
así, ni ella misma conoce el motivo último de sus actos, ni su juicio, pues el crimen lo dicta, de manera
irrevocable, un alma enferma que necesita aire puro. “No leáis, que se os va a llenar la cabeza de ideas”,
parece gritarle su época, exaltada y furibunda, a Thérèse y a los que como ella comparten su inquietud; muy
cuidadas las escenas de infancia entre libros.
Thérèse Desqueyroux es Emma Bovary, solo que con más agallas; es ese ser que se pierde a sí
mismo en la convención. Y la decisión de proyectar la historia desde un punto de vista lineal, al contrario que
la novela, es sin duda uno de los grandes aciertos de Miller, pues, de este modo, el espectador escudriña la
naturaleza íntima del personaje desde una óptica límpida, sin mácula, y que repele el prejuicio. Rica en
simbolismos, como bien abandera el mejor cine galo: recordar el fuego que arrasa las hectáreas de pinos y
que es el mismo que crepita en el corazón de Thérèse, o las falsas escenas que traducen los impulsos
oscuros, y que matizan la complejidad ambigua que tanta riqueza concede a la trama.
Thérèse D es la historia de una mujer que, acorralada por las leyes tácitas de una sociedad que
cloroforma la libertad, intenta destruir sus ideas, sus anhelos, su ilusión y su llama, y que al fin comprende que no es capaz, que debe decidir qué camino tomar: el silencio, o la vida. Si hay una razón que explique la
distancia que muchos lectores han establecido con el personaje, es que Madame Desqueyroux no disfraza la
duda, vive en ella, en cada estadio de su vida; y es esta una duda despertada por las horas de lectura y por
su afán de cultivarse: esclarecedor aquel momento en que, sentada en el coche, observa el paseo del santo
en domingo y lanza el dardo: ¿Con quién habláis?
La cámara y su movimiento elegante, sinuoso cuando
se aproxima a la nuca y regala un bello perfil, contribuye a los
momentos de mayor, y mejor lograda, delicadeza técnica. Huelga
incidir en la precisión francesa de un reparto impecable, cuyo
trabajo se ve enmarcado por una fotografía, música, montaje y
sonido de corrección tal que recuerdan a los trabajos de orfebre,
cuando el cine estaba lleno de ellos. Claude Miller no es un
director, es un artesano, y el último trabajo que nos deja en
herencia da buena cuenta de ello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario