viernes, 1 de noviembre de 2013

Thérèse D


Thérèse D, o de la ominosa carga de las amarras 

     

     
                        Pocas historias arremeten con tanta fuerza y convicción contra el provincianismo, y el yugo que este impone, como Thérèse Desqueyroux, novela de François Mauriac cuyo personaje ha sido encarnado en la gran pantalla por dos de las actrices francesas que comparten con Thérèse la mirada y el misterio, y que cuentan con la maestría que requiere el sondear las profundidades pantanosas de la mujer que palpita tras el nombre afamado, quizá uno de los personajes menos queridos de la Literatura francesa del XX: Emmanuelle Riva (1962) y Audrey Tautou (2012). Ambas poseen la habilidad de rescatar la alquimia primera de esa mujer que en la grisalla busca el sol, de ese ser impasible y oprimido.

               Última película en la vida del genial Claude Miller, cuyo enfoque es preciso y sosegado: se trata de una adaptación gélida, contenida en todo aspecto formal, pero que funciona de un modo perfecto, como las ruedas de un reloj al que, con paciencia y esmero, se le ha dado cuerda; es esta contención el rasgo principal de Thérèse, del que aquí se contagian los ambientes y los gestos.
                     Nadie dijo que intentar explicar, o por lo menos barruntar, la verdadera naturaleza del comportamiento humano, fuera tarea fácil, y que pudiera enfocarse de un modo objetivo y superficial, a modo de lectura unitaria. Monsieur Miller logra pergeñar un retrato sólido y complejo, levantar ante nuestros ojos el planisferio de la insatisfacción que aqueja a la protagonista, y provocar una bella ilusión, a la que se dedican escasas escenas, pero esenciales, como los diálogos entre Tautou y Weber, en que en una bella barcaza, sacada de fábulas de color enfebrecido, parecen condensarse todas las promesas de un horizonte próximo, muy próximo, punzante y esperanzador. Es este color rojizo de la vela quizá el único descuido cromático de la cinta, pero suficiente para provocar en el espectador esa ilusión que de Thérèse se alimenta, y que nace y oscila como la débil llama de una vela.

                 Thérèse D es la historia de un ser enclaustrado que anhela otra vida, abandonar Ítaca, deseo reprimido casi inconscientemente, y que cuando se adueña de la razón la llevará a intentar asesinar a su marido, con dosis elevadas, gota a gota, como una letanía que recuerda a los címbalos de los muertos. Aún así, ni ella misma conoce el motivo último de sus actos, ni su juicio, pues el crimen lo dicta, de manera irrevocable, un alma enferma que necesita aire puro. “No leáis, que se os va a llenar la cabeza de ideas”, parece gritarle su época, exaltada y furibunda, a Thérèse y a los que como ella comparten su inquietud; muy cuidadas las escenas de infancia entre libros.
                 Thérèse Desqueyroux es Emma Bovary, solo que con más agallas; es ese ser que se pierde a sí mismo en la convención. Y la decisión de proyectar la historia desde un punto de vista lineal, al contrario que la novela, es sin duda uno de los grandes aciertos de Miller, pues, de este modo, el espectador escudriña la naturaleza íntima del personaje desde una óptica límpida, sin mácula, y que repele el prejuicio. Rica en simbolismos, como bien abandera el mejor cine galo: recordar el fuego que arrasa las hectáreas de pinos y que es el mismo que crepita en el corazón de Thérèse, o las falsas escenas que traducen los impulsos oscuros, y que matizan la complejidad ambigua que tanta riqueza concede a la trama.
                   Thérèse D es la historia de una mujer que, acorralada por las leyes tácitas de una sociedad que cloroforma la libertad, intenta destruir sus ideas, sus anhelos, su ilusión y su llama, y que al fin comprende que no es capaz, que debe decidir qué camino tomar: el silencio, o la vida. Si hay una razón que explique la distancia que muchos lectores han establecido con el personaje, es que Madame Desqueyroux no disfraza la duda, vive en ella, en cada estadio de su vida; y es esta una duda despertada por las horas de lectura y por su afán de cultivarse: esclarecedor aquel momento en que, sentada en el coche, observa el paseo del santo en domingo y lanza el dardo: ¿Con quién habláis?

                  La cámara y su movimiento elegante, sinuoso cuando se aproxima a la nuca y regala un bello perfil, contribuye a los momentos de mayor, y mejor lograda, delicadeza técnica. Huelga incidir en la precisión francesa de un reparto impecable, cuyo trabajo se ve enmarcado por una fotografía, música, montaje y sonido de corrección tal que recuerdan a los trabajos de orfebre, cuando el cine estaba lleno de ellos. Claude Miller no es un director, es un artesano, y el último trabajo que nos deja en herencia da buena cuenta de ello. 



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