¡Flores, flores, flores para los muertos!
Thomas Lanier Williams, conocido como Tennessee Williams, bien podría haber afirmado, a lo Flaubert, “Blanche Dubois soy yo”. Como la pobre y finalmente desquiciada Blanche -hace nada la hemos vuelto a ver en Blue Jasmine (lograda revisitación, lo acepte Woody o no) en la piel del camaleón de escena que es Cate Blanchett- Tennessee deseaba morir en el mar.
Escribir teatro es ingeniería, y el Tranvía es Teatro, Williams un magnífico ingeniero.
Dependiente del amor de los demás, frágil, trastornada, insegura y cargada de sueños, Dubois es un corazón en lucha consigo mismo, que se ofrenda sin escudos a la implacabilidad de la vida.

El arte del teatro de Tennessee Williams recae en la fuerza abismal con que el dramaturgo dota a sus protagonistas, marginales y marginados. Del centro de la escena se escapa la trama a entrecajas y quedan personaje y lenguaje -liberado éste último, sobriamente poético-.
Blanche Dubois, como tantos de sus antihéroes, es demasiado libre para el mundo, y éste la condena a la locura; la pena luego la vuelve sincera. Su tragedia: lucir la libertad, el deseo y la ternura como banderas.
La tosca bombilla que empeñada adorna con farolillo pintado no es otra cosa que ella misma. La resquebrajan como hacen Stanley y Mitch con el papel que tinta la luz volviéndola más amable. Una desposeída que, contrariada, atesora mucho en el corazón.
¡Flores, flores para los muertos! -sigue repitiendo a voz en grito la gitana, del lado de los tranvías que se pierden con este otro llamado Deseo-.
¡Flores, flores para los muertos! -sigue repitiendo a voz en grito la gitana, del lado de los tranvías que se pierden con este otro llamado Deseo-.
“Tener grandes riquezas puede acarrear una enorme soledad”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario