miércoles, 7 de mayo de 2014


FRANCES HA, 
un caramelo envenenado, a lo Truffaut

La genial, aunque no maestra, Frances Ha, de Noah Baumbach, nos cuenta la historia de un ser excepcional bajo los efectos de la comedia dramática.
Frances (Greta Gerwig), una joven de 27 años, ha decidido cumplir su sueño de ser bailarina en una compañía de danza de Nueva York. Vive con una amiga íntima y disfruta de la vida con alegría y despreocupación, a pesar de que desea mucho más de lo que tiene. Luego, tras una serie de continuadas decepciones, la natural avidez de la joven, que sueña sin descanso, se volverá inmensa, con proporciones de gigante.

De ritmo fresco y animado -envoltorios de raso y lentejuelas que esconden un desolador retrato generacional-, el film insinúa y esboza de un modo natural y nada academicista (a Méliès gracias) el complejo tramado de las relaciones en nuestro tiempo. Y es que la maravillosa Frances nos desvela la verdad con su actitud sincera, traviesa y genuina, la verdad de que lidiamos con realidades en las que la falta de fidelidad se codea con el orgullo y el fulgor de superficie que apenas aviene en chispas y se desvanece. Frances compone en blanco y negro el lúcido y triste retrato del loco que persevera, del romántico de segunda fila. ¿Han modificado las redes sociales y el ruido de la postmodernidad la salud y pervivencia de las relaciones de amor y amistad que antes se supieron invictas? Todo apunta a que sí. 
René Girard, antropólogo y crítico literario, dice que el hombre es incapaz de desear por sí solo, pues necesita que el objeto de su deseo le sea sugerido por un tercero. 
Frances desea, contrariamente a lo dicho por Girard, con la exclusiva e innegable fuerza de su entusiasmo. Y, ¿qué desea? Tal vez hallar el antídoto al vacío, la complicidad que no hesita, que disfruta de la permanencia que adquieren las rocas que se guarecen bajo las cimas, en la penumbra tranquila de los afectos profundos, que trazan la carrera de la vida. Puede que sea su vitalidad arrolladora el agente que despierta su deseo, o la contemplación misma de esas gentes que parecen haber cedido al trato superficial y al desatino. 
Cuando la amiga a la que se aferraba huye, se abre entonces ese implacable y afilado camarín que todos compartimos, en el que se concentran la duda y el vacío. Pero lo bueno de Frances, a la que aprendemos a amar, es que no se queda en momento alguno sin mapa que le guíe en el campo de minas de la emoción. Su sonrisa es el mapa.
Con ecos del cine norteamericano e independiente de los 90, y de las genialidades del Allen más temprano, resulta brillantísimo ese guiño al film “Mala sangre”, del iluminado Leos Carax, cuando Frances Ha corre por la ciudad al ritmo de Modern Love, de Bowie. No creo que la joven corra con el fin de alcanzar antes el cajero que busca. Frances corre para que no se le escape el detalle último de todas esas relaciones amistosas, fraternales o de amor que llenan su vida y que, como las estaciones, siempre marchan. 
Hay pocas cosas tan bellas como ver a los personajes correr en la pantalla.
La carrera de Frances es la lucha por el idealismo extinto, por la perseverancia, por el carácter inconformista, por la causa sacra de aquellos Soñadores que tan bien retratara Bertolucci en 2003, por la amistad. Su sonrisa es el mapa, su carrera el arma. 




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