martes, 20 de mayo de 2014


                                     LA CARRERA DEL SUEÑO      
                                                   Un monólogo enajenado   

Los personajes de las tragedias griegas no se tocan nunca. Su arrolladora naturaleza, el peso de sus palabras, los haría crepitar si se tocaran; los volvería cenizas el elemento, inermes, a merced del tiempo, que los perdería. Nadie toca a Lady Nuria Espert en la penumbra de espuma, soplo y llama en que se convierte el escenario, en el páramo genesíaco que conjuran los versos de La violación de Lucrecia. Estos versos, seminales, esconden lo que serán las glorias venideras del escribidor inglés, pero también el germen divino que permite a una inmensa mujer de teatro alcanzar lo inimaginable. Nuria alcanza un grado de sutilidad y belleza que emociona y que deja al espectador enraizado a la butaca, sin saber qué demonios hacer después de haber visto en el rostro de la Espert, guiado por su voz, las ascuas y la escarcha de ese agudo fenómeno que nos sostiene.

Su capacidad de introspección apabulla, y su conocimiento del corazón humano nos acerca a la matriz emocional y violenta del deseo por la carne y por el mundo. Como ya han dicho muchos espectadores y críticos, dentro de cuarenta años nos regodearemos de poder decir que estuvimos allí, y que vimos a Lucrecia, a Colatino y a Tarquino de labios de Nuria, que los sentimos en su presencia, y que vimos cómo se los ahijaba la gigante. El escenario, literalmente, se puebla. 

Tarquino es como la mar. Su deseo mimético, su envidia, su ávido aguijón, sugieren un estado de excitación que le nubla el entendimiento. Luego, tras el crimen, lo invade la sonrisa huera, la placidez del condenado. Lucrecia es la ultrajada, la víctima, clarividente, la que implora al tiempo más tiempo para que se prolongue el tiempo de arrepentimiento del violador. Colatino es resentimiento y es impotencia, la frágil zozobra del ausente. Bruto el amigo que recuerda e invoca a la mesura: ¿es el dolor remedio del dolor? El llanto a los ojos de Colatino, que limpia Bruto, es un llanto harto amargo, que desgasta y añora ya las palomas de Venus. 

No creo que volvamos a ver a alguien conjurar un espectáculo de tal calibre, pues el lugar de Nuria en el mundo no es otro que el escenario. Intuimos que su gran gozo es la escena.   Nos gusta pensar que Nuria se siente viva plenamente cuando actúa, como María Guerrero, como Margarita Xirgu. Pocos podrán volver a dar algo de sí tan perfecto. La Espert toca con su genio la vida, la muerde y la arropa. Su voz quiebra y consuela, arrolla y despedaza, enternece y emociona. Sacerdotisa sabia, sabe llamar como nadie a los personajes, prenderlos y tomarlos, como soñarlos, vivirlos. Uno se queda sin palabras. Mejor será, como hiciera Lorca, ir cortando ya las cuerdas del arpa…

Aunque la piedra restalle vagorosa
contra el soplo, la emoción;
aunque excite la palabra oscura,
asombrada,
no se aflijan.

Degusten el frío dolor y la dicha,
beso y puñal,
tormenta y letanía,
aguijón y centella
que desde el púlpito la dama escancia.

No te quiebres, Lucrecia.

Duerme ya la carrera del sueño,
y que descanse la lluvia en tu sien de plata.

De ti al cielo,
y de ti, la brisa.

A ti Lucrecia el peplo,
la herida profunda, 
la noche al nimbo;

a ti esa piedra que restalla,
alentada, el arpa, la vida.


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