LA PERVERSIDAD DE LA INOCENCIA
Ana María Matute tiene la buena costumbre de perderse hábilmente por entre los vericuetos de la condición de sus personajes.
Inscrita en la llamada Literatura de posguerra, su oficio viene influenciado por el neorrealismo italiano, los primeros pasos por la senda del experimentalismo formal, la pérdida del seguimiento del patrón clásico y el entrecruzamiento de niveles narrativos.
El tema recurrente de Caín y Abel, de la injusticia que se perpetra, no es sino el engranaje que pone en marcha la trama, el mensaje de una autora que parece advertirnos del gran mal en que podemos incurrir si claudicamos: “la traidora dulzura de la mansedumbre”.
Matute, una niña con ojos de sabia, se proyecta en Matia, siendo Matia un personaje de complejidad invariable, apenumbrado y luminoso, con múltiples aristas, redondo.
Los niños de la Matute son tristes criaturas, asombradas, capaces de la malicia descastada. Esos niños, con el alma en las ruinas, que juegan a mirar, perdidos, que chapotean en la ignorancia y el resentimiento, la envidia y la sospecha, son despojos de un tiempo de hojalata, duros de corazón, privados del amor sincero. Por eso tiene Matia a Gorogó, para viajar y contarle injusticias.
El pozo de la vida, agostado, zafio, perfunde en Matute, como un reguero, cada página. Desde la soledad sonora que intuimos conjura su obra al despertar violento a la vida adulta, a la inclemencia y a la desmemoria, al declive.
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