lunes, 26 de mayo de 2014


                                         IDA, de Pawel Pawlikowski 

Ida y su tía se salen del encuadre de cámara como las almas grandes de los moldes. Ida es, ante todo, una joya de la fotografía en el cine y un estremecedor retrato de lo que el perdón y la cobardía despiertan en el tejido delicado del corazón.
En Ida son más importantes que las palabras los silencios, de una clarividencia sofrenada, no por ello menos elocuentes.
Ida es la historia de la reconciliación funesta con el pasado, del despertar del yugo religioso a la vida y del cobarde retroceso a la sombra.
El viaje de una novicia en busca de los cuerpos de sus padres y de la ignorada identidad, acompañada por su tía, una inteligente y amarga fiscal, antigua ferviente leninista, constituirá el campo de estudio en que un director iluminado cuestiona la naturaleza de la fe, las repercusiones de la nostalgia y los extravíos del sentimiento una vez se los juzga en la distancia. 
Pawel Pawlikowski dice que la muerte del cine es intentar explicar las cosas. Tiene mucha razón, pues es uno de esos pocos genios maravillosos que escriben sus películas con la cámara. Pawel deja un encuadre con mucho aire sobre las cabezas, se decanta por el blanco y negro, por la austeridad, el formato 4:3, el poco movimiento de cámara y la escasez de primeros planos y planos informativos, en contra, claro está, de la vacua tendencia actual a decirlo todo, como si no hubiera misterios que está bien no desvelar.

Ida, film polaco que ofrece la cartelera de esta primavera, es toda una proeza, un fino canto de emociones que atrapan, un surtidor de dudas que son como cristales, que arañan y muerden las tripas.
Ida cree que el mundo está hecho de miles de rejas; cegada por la casticidad delusoria, por la farsa que acomete imperiosa contra los débiles y los desvalidos, no es capaz la muchacha de comprender que la vida era eso, un hontanar, luego un manantial sereno, el descanso a la orilla junto al amante y la música del saxo, la luz de la mañana que despunta, y una caricia. Me recuerda a la pobre pantera del poema de Rilke, aunque si bien ésta última me suscitaba tristeza, la joven polaca consigue despertar lástima, y hasta enfado. La pantera de Rilke se ve encerrada contra su voluntad, y tras las rejas otea el perfil de la muerte que la cierne. La Ida de Pawlikowski se encierra a sí misma a su propia voluntad, y tras las rejas lo que otea es el mundo del que, apocada, recela, pues ya le ha atizado lo suyo. No sabe Ida que la dicha plena entraña un riesgo, y que es mejor dar batalla a desvanecerse. 

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